Patrizia olfateaba la cálida brisa de primavera. En la sección que ocupaban las terroristas se oyeron unas carcajadas. Patrizia siguió la dirección de las voces a través del jardín en flor de la zona destinada a las mujeres de la cárcel de Rebibbia. Una vieja reclusa condenada a cadena perpetua, una campesina que había asesinado treinta años atrás a un marido violento a golpes de podadera, alzó la mirada de las rosas trepadoras y le sonrió con la boca desdentada. Patrizia le devolvió el saludo. Aquella mujer no quería salir porque fuera no tenía adónde ir. ¿Le sucedería lo mismo a ella? Al principio había hecho planes para el futuro. Eran planes confusos. Marcharse, quedarse, volver a empezar, renunciar. Los había abandonado. A su modo, la cárcel también podía ser un lugar agradable. Palma le había echado el I Ching.
—Es curioso, Patrizia, dice que te has equivocado de vida.
—¡Vaya novedad!
—Dice que debías haber sido maestra. O monja.
Ya no respondía en los interrogatorios. Era perfectamente consciente de que su actitud no hacía sino empeorar la situación, pero lo cierto es que no tenía nada que decir a nadie. A nadie. Ni siquiera al Dandi. Ni siquiera a ese animal de policía que seguía escrutándola con ojos sombríos y alucinados, como si no dejase de preguntarse: «¿Quién eres, Patrizia? ¿Qué escondes en tu interior?». Pero ¿era tan difícil entender que no había nada que descubrir, nada, nada, sino sólo un vacío compuesto de rabia y resignación? Patrizia seguía avanzando, acariciada por el impetuoso sol de mayo. Se adentró sin problemas en el recinto de las «camaradas». Algo que estaba rigurosamente prohibido. Pero las carceleras cerraban de buena gana los ojos por la mujer del Dandi. Las carceleras no sabían, o fingían no saber, que hacía meses que Patrizia se negaba a verlo en el locutorio. Las terroristas tomaban el sol en biquini. El famoso sol de Rebibbia. En el aire flotaba un aroma a rosas y a aceite bronceador. Las terroristas leían libros aburridísimos de títulos incomprensibles y se mofaban de las cadenas perpetuas que esos tiñosos de los jueces habían descargado sobre sus esbeltas espaldas de jóvenes burguesas. Palma se separó del grupo y se acercó a ella con una sonrisa. Palma procedía de una buena familia siciliana, tenía veinticuatro años y estaba procesada por dos homicidios. La primera vez que se había asomado al jardín de la «sección especial», Palma la había avalado ante el resto de sus compañeras. Confianza instintiva: ella no había hecho nada para merecérsela. Había traspasado el umbral prohibido por pura curiosidad. Curiosidad y también un feroz deseo de escapar del ambiente de las presas comunes. Jamás había conseguido vencer la desconfianza del grupo. Palma era la única que no la trataba como una apestada. Ni siquiera había intentado valerse de ella como correo o, como decían ellas, como «mensajera». Era lo más parecido a una amiga que había tenido jamás. En una ocasión, Patrizia la había provocado.
—¡Decís que queréis la revolución, que seamos todos iguales, y me consideráis una mierda porque no pertenezco a vuestro ambiente!
Palma había iniciado entonces una larga disertación sobre las relaciones entre burguesía, vanguardia, y bajo-proletariado. Patrizia había perdido la paciencia.
—¡La verdad es que tú eres una buena persona, pero las demás son una partida de cabronas!
Patrizia sacó del bolsillo de sus vaqueros una cajetilla de Marlboro, extrajo un cigarrillo para ella, y se la pasó a Palma.
—Pero entonces tú te quedas sin tabaco.
—Da igual. Ahora bien, te los fumas sola, ¿eh? ¡A esas capullas ni siquiera una calada!
Palma se echó a reír. Tenía una larga melena negra y una mirada serena. Una mezcla de dulzura y agresividad que enloquece a los hombres. Encendieron los cigarrillos. Palma estaba escribiendo su tesis de licenciatura en psicología. Tema: la evolución histórica de los modelos de mujer criminal. Patrizia se echó sobre la hierba. Palma le pidió que le refiriese sus sueños.
—¿Mis sueños? —saltó Patrizia.
—Los tuyos, los de las demás… lo que quieras.
—Las putas sueñan siempre con la misma cosa: una casa con un gran televisor, dos hijos, un hombre que no les pegue todos los días, sino tal vez sólo durante el fin de semana. Sueñan que las llaman «señoras» cuando van a hacer la compra. Vestidos bonitos, alguna que otra joya, un coche o dos… Sueñan con ser como tú o como tus amigas, ¡y no entienden eso de la revolución!
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Tú lo entiendes?
—Ya hemos hablado de eso, ¿no?
—Dime cualquier otra cosa.
—Ines del Trullo me hace siempre la cama y cocina para todas las de la celda. Me reserva los mejores bocados. Está cumpliendo una antigua acumulación de penas, y le gustaría que le dejase trabajar conmigo cuando salga.
—¿Lo harás?
—¡Ni hablar! Ines es una gilipollas. ¿Recuerdas a esa muchacha que te había dicho… la que metieron dentro la noche de mi arresto?
—¿Cómo se llama…?
—Adele.
—Eso es, Adele… ¿y bien?
—Ines quiso tirársela desde el primer momento que la vio. ¡Y al final lo ha conseguido!
Palma soltó una risita para disimular su embarazo. ¡Terrorista y moralista!
—Pero para lograrlo ha jugado sucio… —prosiguió Patrizia—, le pasó un par de dosis de heroína…
—¿Aquí? ¿En la cárcel?
—Pero ¿se puede saber dónde vives? ¿En la luna? Aquí, en la cárcel. ¡Abre los ojos, camarada! En fin, que cuando me enteré fui a ver a Adele y le dije que si la pillaba otra vez, haría que la metiesen en una celda con la Matrona…
—¿Y quién es esa Matrona?
—Una tipa que pesa ciento veinte kilos, que apesta como una alcantarilla y que obliga a las muchachitas a que le laman los pies…
—¡Oh, Dios mío!
—Pues sí. Y a Ines le he hinchado la cara a bofetadas…
—Pero ¿por qué?
—No me gusta, eso es todo. ¿Hace falta una razón?
Palma soltó una risotada. Patrizia la mandó a hacer puñetas. Palma le pidió disculpas.
—Bueno, la verdad es que es cómico… ese hombre tuyo, el Dandi, ¿acaso no es el que vende la mercancía?
—¿Y bien?
—¡Y bien, y bien, pues que es cómico! ¡Mientras él se hace rico ahí fuera con los drogatas tú te dedicas a quitarle la materia prima aquí dentro!
Patrizia regresó a su celda de un humor pésimo. Palma no entendía nada. Aunque lo cierto era que ella tampoco entendía demasiado bien por qué hacía ciertas cosas. Le entraban ganas y basta. Podía hacerlas y basta. Y lo que más le cabreaba era que podía permitírselo todo porque era la mujer del Dandi. Ines le salió al encuentro abanicándose con un papel arrugado.
—¡Correo! ¡Correo para la hermosa Patrizia!
—¡Dame eso!
Era una carta del Rana. Patrizia se echó sobre el catre y se esforzó en descifrar la escritura menuda e irregular del viejo marica.
Te escribo desde el aeropuerto de Casablanca, Marruecos. ¿No era precisamente a Marruecos adónde querías ir la última vez que nos vimos, la noche aquella de los conejos? Soy Ingrid, la divina Ingrid de los trajes de chaqueta impecables y los ojos empañados de cachorro herido. El pequeño aeroplano está calentando sus ridículos motores. El hombre que amo me acaba de besar y según el guión debería entregarme al hombre que no amo pero que me necesita desesperadamente. Para este sueño que, entre otras cosas y a diferencia del original, es en tecnicolor y no en blanco y negro, he programado un final diferente y más alegre. Rick será el que partirá conmigo. El generoso, fascinante, encantador Rick. Y no ese pulpo hervido de Victor Laszlo. Victor Laszlo me importa un comino. Que le den por culo, al maricón, a él y a su revolución de opereta. Rick, Rick, ¡oh Rick! ¿Acaso no oyes el silbido de las alarmas? ¿No oyes el zumbido de los motores? ¡Que se enfrente Laszlo a los nazis! Tú y yo nos vamos. Tú y yo huimos. Tú y yo seremos felices. No nos volveremos a ver, Patrizia. No volveré a oír a tus dulces labios pronunciar las palabras de escarnio que tanto adoraba. Incluso los silencios rebosantes de vacío le iban bien a tu duro óvalo eslavo. Te echaré de menos, pero el destino ha tomado una decisión y en estos casos no se puede hacer nada. Nada, ¿comprendes? Huy, me llaman. Es Rick. Ya está a bordo del avión. El piloto gesticula. Tengo que darme prisa. Tengo que correr. Pero antes de que aparezca escrito The End quiero darte un consejo. Vete tú también, Patrizia. Vete con tu Rick. Quienquiera que sea. Dondequiera que te lleve, síguelo. Síguelo y no te detengas. Vive el momento. No dejes que este mundo de mierda te joda. Que se joda él. Que se jodan todos. Y piensa de vez en cuando en tu devoto Rana.
Patrizia esbozó una sonrisa. ¡Viejo loco! ¡Viejo loco maricón y afectuoso! ¡Cuánto lo iba a echar de menos! ¡Ojalá consiguiese ser feliz! Patrizia se hundió en una especie de duermevela. Y soñó. Como no le había vuelto a suceder desde que era niña. Soñó algo que luego sólo pudo recordar confusamente: imágenes en movimiento, colores cálidos, aguas que fluían dulces, y los tiernos hocicos de unos animales.