Informe judicial sobre el homicidio de Puddu Natale Mario, apodado Mario el Sardo y de Magnanti Flavio, apodado Rizo de Oro (a cargo del comisario Nicola Scialoja, Policía Judicial, en fecha 17 de febrero de 1981).
La investigación llevada a cabo sobre los hechos ha dado como resultado los siguientes elementos:
Hacia las 18:00 horas del 7 de febrero de 1981, en la calle de los Campani, nada más abandonar la comisaría de policía de la zona, donde había firmado en el registro de control judicial al que estaba asignado, MAGNANTI FLAVIO, apodado Rizo de Oro, sujeto con numerosos antecedentes penales, fue alcanzado por cinco tiros de pistola calibre 38 especial efectuados por dos o tres individuos que lo acechaban a bordo de una moto Kawasaki de gran cilindrada. A pesar de haber sido socorrido de inmediato, MAGNANTI entró ya cadáver en la policlínica Umberto I.
Las primeras averiguaciones pusieron en evidencia que MAGNANTI tenía relaciones de parentesco con PUDDU NATALE MARIO, apodado Mario el Sardo, desde su matrimonio con la hermana de éste, Barbara.
La misma noche del 7 de febrero de 1981, casi dos horas después de constatar el fallecimiento de MAGNANTI, algunos familiares de PUDDU se presentaron en la comisaría de San Paolo para manifestar su preocupación por la desaparición, desde hacía ya algunas horas, de su pariente.
PUDDU, internado en el hospital psiquiátrico judicial de Castiglione delle Stiviere, disfrutaba de seis meses de permiso experimental desde el 4 de febrero de 1981.
Se verificó que la noche del 6 de febrero de 1981, PUDDU y MAGNANTI habían recibido la visita de tres individuos romanos con antecedentes penales conocidos como DANDI, FRÍO y NEMBO KID.
Durante dicho encuentro se fijó una cita para el día siguiente entre MAGNANTI y PUDDU y DANDI, FRÍO Y NEMBO KID.
Así pues, el 7 de febrero de 1981 por la tarde, PUDDU y MAGNANTI salieron juntos tras decir a sus familiares que iban a ver a unos amigos. PUDDU añadió que tras aquel encuentro iba a recibir una importante suma de dinero.
En la noche entre el 7 y el 8 de febrero, la señora BARBARA MAGNANTI fue a ver al citado DANDI para pedirle noticias del hermano desaparecido y para acusarle de la muerte del marido. Según palabras de la propia mujer, el citado DANDI parecía «no saber de la misa la mitad» aunque era evidente que «estaba disimulando».
Con el fin de instruir el sumario, el personal de este departamento procedió a interrogar al citado DANDI y a su mujer, quien afirmó que su marido había permanecido en casa toda la tarde víctima de un cólico renal. A este respecto mostró el correspondiente certificado médico redactado la noche anterior al homicidio de MAGNANTI, del cual se desprendía que, en efecto, al citado DANDI le habían prescrito tres días de descanso por cólico renal.
El individuo que responde al nombre de FRÍO fue asimismo interrogado y afirmó que había pasado la tarde y la noche con la señorita ROBERTA DE SANTIS, con la que convive. Dicha señorita confirmó esta circunstancia.
NEMBO KID, por su parte, estuvo en compañía de una tal MORAI, DONATELLA, con la que convive, durante toda la tarde y la noche de ese día.
Hasta la fecha (17 de febrero) sigue sin haber rastro del desaparecido PUDDU NATALE, MARIO.
El autor de este informe considera que PUDDU debe de haber sido víctima de un homicidio con ocultación de cadáver y que los dos hechos (homicidios PUDDU y MAGNANTI) están estrechamente relacionados entre ellos. El doble crimen se debe a las relaciones que el fallecido PUDDU mantenía con importantes elementos del hampa romano, como el LIBANÉS, asesinado por unos desconocidos en septiembre pasado, NEMBO KID, el DANDI, el FRÍO, el BÚFALO y algunos otros más. Todos ellos integran una amplia y aguerrida organización delictiva con numerosas ramificaciones dedicada al tráfico de armas y de droga. La eliminación de PUDDU se debe a un ajuste de cuentas en el interior de la organización, mientras que MAGNANTI fue asesinado tan sólo por su condición de testigo incómodo de los últimos acontecimientos.
Para completar el presente informe se subraya el hecho de que las coartadas procuradas por los tres sospechosos no resultan convincentes dado que las mismas se basan en las complacientes declaraciones de novias y amantes, por lo que las mismas no deben ser mínimamente tenidas en consideración.
En el informe original de Scialoja había muchas más cosas. Por ejemplo, que Mario el Sardo significaba Cutolo, y que Cutolo significaba camorra. Que la «amplia organización con numerosas ramificaciones», además de dedicarse al tráfico de armas y de droga, estaba relacionada con esos cabrones de los Servicios. Que también estaban involucrados algunos miembros de la extrema derecha. Que el Libanés había creado un monstruo de varias cabezas cuya fuerza estaban muy lejos de saber estimar. Borgia lo había convencido a presentar una versión más digerible.
—Conozco a los míos. No conviene poner de inmediato todas las cartas sobre la mesa. Limitémonos a los dos homicidios. ¡Para el fiscal será más que suficiente!
Trágico error, pobre Borgia. El fiscal leyó, sacudió la cabeza, le ofreció un cigarrillo y esbozó una sonrisa propia de hermano mayor comprensivo.
—Sé que te voy a causar una desilusión, pero con todo esto no vamos a llegar muy lejos…
El cuadro seguía basándose en meras suposiciones. Faltaban los testigos. ¿Y qué decir de las coartadas? ¡Fácil decir que las compañeras de los delincuentes no son de fiar! ¡Pero a ver quién se lo explica luego a un jurado! Esas mujeres, además, carecían de antecedentes… eran ajenas al ambiente, por lo visto… la mujer de… ¿cómo se llamaba? ¡El Dandi! La mujer del Dandi: era una devota, una señora dedicada en cuerpo y alma a las obras de beneficencia, amiga incluso del obispo… no, no, mi querido Borgia: lo siento, nada de órdenes de arresto. Con los tiempos que corren, además, con todos esos defensores de los derechos que nos acusan de querer instaurar un estado policial… había que tener muy presente el viejo dicho: mejor cien culpables en libertad que un inocente en la cárcel…
Santini, Fabio, quien por misteriosos sendas había conseguido un ascenso de un par de grados en el escalafón y un nuevo puesto en el Palacio de Justicia, le contó a Treintamonedas que el juez Borgia estaba fuera de sí. Al abandonar el despacho del fiscal le habían oído soltar entre dientes una retahíla de maldiciones, y a ninguno de los presentes se le había escapado una frase, más clara que las demás: «¡Qué defensa de los derechos ni que carajo! ¡Si se tratase de los rojos, los pondría a todos contra el paredón, y a la mierda las coartadas fiables!».
Ellos mismos, por otra parte, no se esperaban una reacción tan blanda por parte del Estado. Tras abandonar a toda prisa los respectivos escondites se precipitaron a la calle para recibir el merecido aplauso de la Roma del mal. Sabían que les aguardaba una secuencia de salvas de cañón: interrogatorios de rutina, el ceño severo de Vasta, el aire lúgubre de Borgia, la lívida desenvoltura de Scialoja. Nada más. La paranoia de las bombas los había guarecido en una especie de nicho. Los de arriba temían ya en exceso por sus sagradas posaderas como para ocuparse de la sangre que manchaba las calles. Igual que en aquella historia que les había contado Vanessa en la cena de celebración de Treintamonedas sobre las manadas de perros callejeros que alborotaban el hospital Forlanini. Mientras no atacasen a los enfermos o a sus parientes, nadie les prestaba la menor atención. Hasta que, una noche, uno con el pelo jaspeado y tres patas tuvo la osadía de morder al asesor de Sanidad: en veinticuatro horas todos los perros fueron exterminados.
—¿Qué quieres decir? ¿Que tenemos que estar tranquilos a menos que queramos acabar como esos perros? —preguntó el Búfalo, tratando de dilucidar la moraleja de la fábula.
—O que tendremos que convertirnos en asesores —elucidó el Dandi.
En fin, que era un período en el que las cosas iban bien, lástima que durase tan poco.
A mediados de marzo, el Sultán le largó al Esqueleto una noticia sobre Nicolino Gemito: el muy canalla se había mudado con armas y equipaje a un ático en la colina Fleming. Dos tardes después, se presentaron allí. El Frío y el Tapón, en un Mercedes robado por el Rata, esperaban a quinientos metros para facilitar la fuga. El Dandi, con una ametralladora, los cubría desde la Kawasaki. El Búfalo y Ricotta habían aparcado en la calle junto al Citröen DS del Búfalo y esperaban delante del portal. Eran el grupo encargado de abrir fuego.
Nicolino Gemito, su hermano Vittorio y dos mujeres regresaron a casa a las seis. El Búfalo y Ricotta esperaron a que abriesen el portón y acto seguido tomaron la ofensiva. Apartaron a las dos mujeres y subieron las escaleras para dar alcance a los hombres. El Búfalo mató a Nicolino al primer tiro. Ricotta agarró a Vittorio que trataba en vano de responder al tiro. Las mujeres gritaban. El Búfalo y Ricotta descargaron otro par de cartuchos antes de regresar al portal.
Pero fuera circulaba en esos momentos, por pura casualidad, el coche patrulla de los agentes Bernardi y Dazieri, quienes habían elegido aquella calle porque normalmente era tranquila y apenas tenía tráfico.
Detonaciones secas, gritos femeninos, ruido de cristales rotos: los agentes bloquearon la calle con el Alfetta y corrieron, empuñando sus armas, hasta llegar a la altura del número 90. Por el rabillo del ojo, Bernardi vio que una potente moto invertía la marcha y se alejaba a toda velocidad.
—¡Cuidado!
El Búfalo y Ricotta se acercaban corriendo hacia ellos. Bernardi les dio el alto. Los dos delincuentes dispararon. Los agentes respondieron al fuego. Ricotta recibió una bala en un brazo y dejó caer la pistola con un grito de dolor. Su compañero le socorrió. Los agentes se aproximaban. El Búfalo trataba de abrirse camino disparando a tontas y a locas hasta el punto que el Colt le quemaba las manos. Los agentes se guarecieron a toda prisa detrás del Alfetta. Si hubiese estado sólo, el Búfalo tal vez habría conseguido escapar; pero Ricotta apenas lograba mantenerse de pie, y el brazo le sangraba copiosamente. Mientras tanto, los agentes ajustaron el tiro desde su escondite: el Búfalo sintió un roce en la pierna y miró en derredor desesperado. ¿Dónde estaba el gilipollas del Dandi? ¿Por qué no sorprendía a aquellos maderos por la espalda? ¿Y los demás? ¡Demasiado lejos para intervenir! Otro silbido: los policías no tenían lo que se dice muy buena puntería, pero aquello no podía durar eternamente. Ricotta pesaba como el plomo y había comenzado a quejarse. A dos o tres metros de ellos había un portal. Movido por la desesperación, el Búfalo se arrojó dentro de él.
El agente Dazieri avisó por radio. Bernardi sacó de su garita a un portero aterrorizado.
—¿Dónde han ido?
—Arriba… por las escaleras…
—¿Hay otras salidas?
—No.
Estaban atrapados. Cuando el Mercedes del Frío se asomó más arriba, la calle era un enjambre de uniformes. El mismo comisario en jefe empuñaba el megáfono.
—Vamos —ordenó el Frío—, ha salido mal… ¡vamos, vamos!
Estaban atrapados. La vieja que habían sacado por la fuerza de su apartamento del cuarto piso lloriqueaba aferrada a su rosario. La casa apestaba a gato. El Búfalo estaba nerviosísimo.
—¡A mí no me cogerán!
—No digas gilipolleces, Búfalo, y pásame el teléfono.
Tumbado en el sofá con el brazo vendado, Ricotta se recuperaba a ojos vistas. Llamó al abogado Vasta.
—¿Qué hago? ¿Les pido un coche y cincuenta millones y les amenazo con matar a la vieja si no me los dan? ¿Eh? ¿Qué hago, abogado?
—Ríndete.
—¿Qué me rinda?
—Lo que has oído. No estás en una película americana, Ricotta. Te rindes y luego ya veremos…
—¿Qué ha dicho? ¿Qué dice el abogado? ¡Qué coño se supone que tenemos que hacer, Ricotta!
Ricotta lo ignoró por completo y marcó otro número.
—¿Treintamonedas? Soy Ricotta… eh, no demasiado bien… digamos que nos veremos dentro de treinta años.
Golpes violentos contra la puerta. El llanto de la vieja.
—¡Ahora salimos, no disparéis! —gritó Ricotta mientras se levantaba a duras penas del sofá.
Tenía un deseo irreprimible de echarse a reír. Se había acabado. Pero se habían divertido de lo lindo. Nicolino había estirado la pata, y esta vez no se salvaba. En cualquier caso, había sido una bonita aventura. Con un mago de los códigos como Vasta, quizá aún se pudiese remediar. Eso sí, como el Dandi cayera en sus manos, era hombre muerto.
—Venga, Búfalo, vamos.
El Búfalo arrojó al suelo la pistola y lo siguió con las manos bien en alto.