VI

Cuando el Dandi, con los ojos fuera de las órbitas, fue a decirles que eran dos panolis, dos cabezas de chorlito, dos fanfarrones, Zeta y Equis recibieron sus insultos encogiéndose de hombros.

—¿Y qué podemos hacer? ¡Ese policía está loco!

—¡Protección, protección… una mierda de protección! ¡Se acabó el acuerdo, queridos!

—Haz lo que quieras.

—Sí, lo que quieras.

Si había pensado chantajearlos, cuando menos, hacerles sentir mal, el Dandi erró el tiro. Claro que para Zeta y Equis tampoco había sido fácil de encajar. Pero lo cierto era que el Viejo había dado órdenes de cortar y enterrar el asunto. La muerte del Libanés había sido una desilusión para él. El Frío parecía haber tomado las riendas del grupo, pero el Frío era un perro callejero, un perro vagabundo obsesionado por la venganza. No entendía algunas de las sofisticaciones alquímicas que contribuían a mantener en pie el gran juego. Con el Frío perdía el tiempo. Tal vez fuera posible recuperar en el futuro a Nembo Kid y al Dandi. En lo tocante al burdel, paciencia: volverían a abrir en otro sitio. Lo importante era que a Patrizia no se le escapasen desagradables revelaciones. El Viejo estaba seguro de que la puta no abriría la boca. El instinto le decía que resistiría. Sería recompensada en el momento oportuno. El gran juego no era sino una cuestión de momento oportuno. A veces el Viejo pensaba que todo debía de estar escrito en algún gran libro custodiado quién sabe dónde por una gran divinidad. Todo, absolutamente todo. Incluso la muerte del Libanés. Incluso el empecinamiento de un policía idealista. Todo, pero en particular el hecho de que estaban destinados a no conocer jamás su momento oportuno. En cualquier caso la orden era: retirada. Cortar, enterrar, retirarse.

El Dandi no tuvo más suerte con los suyos. Al Frío, al Negro y a los demás la suerte de Patrizia les importaba un carajo. El Frío hasta le recriminó sus encuentros con los dos espías.

—Pero si eran amigos del Libanés —se defendió el Dandi.

—No es una novedad que el Libanés se fiaba de gente equivocada.

—Fue un error, Frío, nos puede suceder a todos.

—No fue un error. Esos dos son una cruz. La política es una cruz. Basta un madero con un par de huevos y nos quedamos todos con el culo al aire. ¿Dónde están ahora tus protectores, dime, dónde están?

No, con el Frío era como jugar sin las cartas adecuadas. Ése tenía una sola cosa en la cabeza: venganza. Venganza a secas. Pero el sermón sobre el madero con el par de huevos no había caído en saco roto. Ese Scialoja: ¿a qué se dedicaban a jugar él y Borgia? ¡Se les había metido en la cabeza salvar a Roma! Uno no se podía acercar a ellos como a los secretarios del tribunal aficionados a esnifar. Como tampoco era posible comprarlos como al bueno de Santini, Fabio. Eran gente de otra pasta. En pocas palabras: gente con huevos. El Frío tenía razón. El Dandi había percibido una cierta admiración en su tono. Y admirar al adversario no es sino un modo retorcido de reconocer las propias deficiencias.

El razonamiento era, a ojos del Dandi, de una claridad meridiana: Scialoja había cerrado el burdel. El burdel era cosa del Dandi. Scialoja vencía al Dandi uno a cero. Scialoja se ríe. El Dandi refunfuña. Scialoja sube. El Dandi baja. Una cuestión de estima y de prestigio, vaya. El Dandi se preguntó si no sería el caso de recurrir a métodos más radicales. Se lo comentó al tío Carlo, una noche en la que él y el Maestro asaban un cabritillo en el jardín de la nueva villa de Zagarolo que el tío Carlo había comprado en contante haciéndose pasar por un rico ingeniero jubilado. El tío Carlo estableció, antes de nada, una premisa: aquel asunto era del Dandi y él no podía ni quería meter la mano en él. Pero dado que estaba de particular buen humor por el asesinato, cometido en primera persona, de ciertos canallas de Porta Nova, en Palermo, bien podía desperdiciar algún que otro consejo. Justo para hacerle entender que era hora de que aprendiese cómo razona un hombre de honor.

—En primer lugar: se trata de una historia de zorras. Y los hombres de honor no se mezclan con las zorras, a menos que quieran tirárselas. Sólo los rufianes explotan a las mujeres. Y nosotros no somos unos rufianes, somos unas personas honradas.

—Puedes acostarte con ellas —le aclaró ulteriormente el Maestro al percatarse de la mirada interrogativa del Dandi—, pero no puedes explotarlas.

—En segundo lugar —prosiguió el siciliano—, no se dispara a la bofia. Y no porque no se lo merezcan, porque son y serán siempre unos capullos y unos maderos, sino porque un madero muerto causa más daños que uno vivo…

—No se dispara a los policías a menos que uno tenga las espaldas bien anchas y protegidas —sintetizó el Maestro.

—¡Eso es! —continuó el tío Carlo—. Una cosa así puede convertirse en un quebradero de cabeza alucinante. Tal vez sea mejor comprarlos que eliminarlos…

—Podrías probar a corromperlos —sugirió el Maestro.

—Excluido. Es un tipo honesto —explicó el Dandi.

El tío Carlo asintió con la cabeza.

—En ese caso… el razonamiento de un buen cristiano, de una persona seria, es: urdir una calumnia contra el madero como, por ejemplo, que quería el dinero de la furcia, y hacerle perder familia y trabajo. Así se quita el vicio y se va a dar el coñazo a Cerdeña.

—Cúbrelo de mierda hasta las orejas —resumió el Maestro.

—El magistrado y él son uña y carne… —se lamentó el Dandi.

El tío Carlo, que se deleitaba ya con el cabritillo y con el robusto tinto del Etna, consideraba el tema zanjado. Pero el Dandi no se resignaba.

—¡Yo la considero una cuestión de principios!

El tío Carlo se irritó.

—Pero ¿qué quiere éste? ¿La guerra de Troya?

La conversación empezaba a ir por mal camino. El Maestro intervino. Roma no era Sicilia. Había que tener en cuenta otras variantes.

—¿Qué coño dices?

—Me refiero al peso específico del Dandi en su organización. Si no hace algo, corre el riesgo de quedar como un gallina.

—¡Aaahhhh! ¡De forma que se trata de no hacer el ridículo! ¡Ahora lo entiendo!

El tío Carlo reconsideró la cuestión. Mejor darle alguna satisfacción. No había que permitir que esta cuestión interfiriese en los negocios.

—Los disparos están excluidos. Nosotros somos cristianos y no vivimos de las mujeres, no somos… ¿cómo es?… rufianes. Los auténticos cristianos dejan estas discusiones para los rufianes, tipos que hablan con el chicle en la boca, que sacan pecho, pero que sólo sirven para limpiar las celdas de la gente de bien. Y desde que el mundo es mundo, cualquiera que entienda un poco no entra en ese tipo de discursos, de tragedias, no se mezcla en ellas, son cosas de mujeres y las mujeres sólo valen la pena tumbadas, con las piernas abiertas, o de pie, ¡delante del fuego! Veamos… ¿quién es el dueño del burdel? ¿Tú?

—No, la propietaria es Patrizia.

—¿Tienes dinero invertido?

—No, la deuda inicial ya ha sido saldada.

—¡Entonces qué coño te importa! ¡De todas formas ya sabemos que basta agenciarse otra, todas las putas tienen el chocho frío y no se hable más!

No podía haber sido más claro. Había que deshacerse de Patrizia, no había más remedio. El Dandi exhaló un suspiro de alivio. El acreditado consejo de tío Carlo lo blindaba. Patrizia lo entendería. Era una mujer inteligente. Y, sin embargo, un sordo y preocupante ruido de fondo le zumbaba en los oídos. Por muy inteligente que fuese, Patrizia no dejaba de ser una mujer. Tenía que hablar con ella. Pero Vasta había prohibido cualquier contacto. No tardarían en ser interrogados. Si se limitaban a decir el mínimo indispensable, el asunto se deshincharía de forma espectacular. La única advertencia era que no exagerasen con el sarcasmo. Después de todo, esta vez eran unos simples testigos.

El abogado no se equivocaba. Borgia estaba deprimido. Scialoja hacía lo que podía, pero ni siquiera Torquemada hubiese sido capaz de establecer una conexión entre el puterío y la banda de delincuentes. Interrogaron a Nembo, que les infligió una filípica sobre las necesidades fisiológicas del guerrero y sobre la técnica kundalini del reflujo del semen. El Búfalo refunfuñó una desoladora retahíla de «no recuerdo» y «me duele la cabeza» asistido por un médico y provisto de toda una serie de certificados en los que abundaban los sellos de algunos lumbreras de la medicina. El Seco dio a entender que había ayudado a una amiga en dificultades respondiendo a la solicitud de un amigo que, a su vez, era amigo de un tercer amigo: y, en cualquier caso, su intervención se había circunscrito a prestar una caución. ¿Qué podía hacer si su nombre era estimado en Roma, si todos aquellos desgraciados recurrían a diario a él…? Ojo Feroz se jactó de haberse a tirado a seis sin levantarse y se apresuró a precisar: ¡pero sólo como cliente, ¿eh?, sólo como cliente! El Frío se avergonzaba de que su nombre pudiese aparecer relacionado con una historia de putas. Scialoja lo provocó: ¿sabía que los espías frecuentaban la plaza de los Mercanti? ¿Qué diría el Libanés de semejante miseria? Cuando oyó nombrar al amigo muerto, el Frío tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. Scialoja sintió que le había rozado el corazón. La fidelidad, la lealtad, eran todo para él. Scialoja trató desesperadamente de deslizarse por esta brecha.

—La gente como ésa primero te usa y después te desecha. Si te va bien acabas dentro, en caso contrario te usan como blanco de tiro… prometen y prometen, pero sólo saben cobrar…

El Frío le dedicó una de sus miradas penetrantes, ceñudas, tan propias de él. Este muchacho en su día fue honesto, pensó Scialoja. A saber lo que lo apartó del buen camino. A saber si algún día será capaz de dar marcha atrás. El Frío, al final, se las arregló encogiéndose de hombros. El momento mágico había pasado. O tal vez se hubiese producido demasiado pronto.

Scialoja, como no podía ser menos, interrogó también al Dandi quien, judas por tres veces, admitió una «esporádica relación con la arriba citada Vallesi, Cinzia» y rogó, suplicó: que esta cosa, la relación, no llegue a oídos de mi amantísima esposa… se moriría, pobrecilla… Estaba claro que el Dandi y el Frío no se parecían en nada. Que no tardaría en producirse una fractura. Pero ¿y Patrizia? ¿De qué parte estaba Patrizia?

—Te han abandonado —le comunicó Scialoja mientras le pasaba el acta del interrogatorio del Dandi.

Patrizia dibujó un obsceno pene abultado y bigotudo en la parte posterior del folio, construyó un avión con él y se lo tiró a la cara.

—Pagarás por todos —insistió Scialoja. Ella pidió que la devolviesen a su celda.

Scialoja se reservó a los espías para el final. En el interior del local había sido instalada una habitación insonorizada llena de micrófonos. Desde la habitación de al lado era posible mirar sin ser vistos, escuchar sin ser oídos. En un cuarto, cuya llave la propietaria declaró haber perdido, fueron encontradas varias películas en superocho y una caja llena de cintas. Scialoja estaba convencido de que Zeta y Equis habían usado el burdel para recoger información reservada. Borgia dudaba: se defenderían asegurando que eran unos sátiros insaciables, y puede que hasta unos mirones. En cualquier caso, había que esperar a ver qué resultaba de las películas y de la transcripción de las cintas.

Cuando les notificaron los hechos, los agentes secretos fingieron un cortés estupor.

—¡Nos espiaban!

—¡Increíble!

—Uno va a pasar una tarde relajante en un sitio con clase…

—Algunas chicas…

—Pero tú deberías saberlo, ¿verdad?

—En fin, ¡que uno va a divertirse un poco y acaba participando en una película X!

A pesar de que hervía por dentro, Scialoja simuló una educada indiferencia. Sonriente, incluso caballeroso, se despidió de ellos sin ni siquiera mencionarles la última gilipollez que habían organizado. Mejor esperar a los resultados, dejar para la próxima vez las preguntas serias: ¿qué hacíais en Bolonia? ¿Quién es ese viejo gordo delante del cual tembláis como si fueseis dos bastardos novatos? ¿Qué se siente cuando uno representa la cara sucia del Estado?

Llegó el informe del experto sobre el material secuestrado en la plaza de los Mercanti.

«A causa de un enojoso accidente de laboratorio, imputable al descuido del personal encargado de la limpieza», la mayor parte de las películas había sido irremediablemente destruida, corroída por una colada de ácidos que, según palabras del experto, hubiese hecho palidecer el recuerdo de la erupción de Pompeya. Sólo se habían salvado, por decirlo de algún modo, dos carretes. El contenido: «películas de carácter pornográfico que muestran la cópula de varios personajes entre los que se encuentra una actriz conocida en el género y numerosos compañeros de ambos sexos, así como otras prácticas contra natura». En cuanto a las cintas, algunas no pasaban de ser un revoltijo de ruidos de fondo incomprensibles mientras que otras eran «recopilaciones artesanales de fragmentos de música ligera». En conclusión, «el material audio grabado es irrelevante para la investigación. El audiovisual servía con toda probabilidad para excitar los apetitos sexuales de los clientes del local, como atestiguan los seis proyectores que se encuentran bajo secuestro judicial».

Scialoja y Borgia abrieron los brazos en señal de resignación. El enemigo tenía muchas caras. El enemigo se burlaba de sus esfuerzos. Los malos eran más fuertes que los buenos.

—Pienso en esa mujer —aventuró Scialoja—, pagará por todos…

—¿Y qué?

—¿Le parece justo? Quiero decir… tal vez podría reexaminar su posición en el proceso…

—¿Me está pidiendo que la suelte?

—Después de todo…

—¡Una palabra más y le envío de vuelta a Módena!

Borgia era capaz de hacerlo. Scialoja se sentía cada vez más oprimido por su incapacidad para adecuarse. No conseguía tragar la sonrisita de Zeta y Equis. Examinó viejos documentos sobre el Negro. Se hizo enviar de Bolonia algunos dossieres reservados. Metió la nariz donde no debía. Buscaba algo que todavía no conseguía determinar. Material para otro informe, y tarde o temprano lo conseguiría. Cuando las aguas se calmaron, el Dandi obtuvo el permiso para un coloquio. Se presentó en Rebibbia con un gran ramo de rosas y tuvo que entregarlo en secretaría. Lo registraron. Lo escoltaron hasta el locutorio. En lugar de Patrizia lo recibió Ines del Trullo, la vieja lesbiana.

—Patrizia te pide disculpas, pero hoy no se siente nada bien. Lo siento, Dandi…

El Dandi recogió las flores y abandonó furioso la cárcel. A la mierda el Frío. A la mierda Patrizia. El Dandi llamó a Zeta y Equis: ¿no podían hacerle algo, una insignificancia, al capullo de policía ese? Zeta dijo que se lo pensaría. A finales de enero el Tapón se encontró por casualidad con Saverio Solfatara. El siciliano loco, el que había disparado al Libanés, se había introducido en una sala de apuestas de Prati. El Tapón llamó al bar de Franco. Respondió Aldo Bufones. La noticia corrió como la pólvora. Empezaron los preparativos para la emboscada. El Frío cogió una pistola y un gorro y partió solo, en moto. Llegó a la sala de apuestas en veinte minutos, saltándose todos los semáforos de Roma. Entró calándose el gorro sobre la frente, con la bala ya en el cañón y el arma en el bolsillo de la gabardina. Cogió al siciliano por los hombros y le disparó tres tiros delante de todos. Acto seguido salió con paso tranquilo, y subió de nuevo al sillín. Cuando regresó al bar de Franco, los demás seguían sin haber decidido a quién le correspondía la expedición.

—Devuélvela al depósito —ordenó al Dandi mientras le entregaba la pistola.

El Negro lo abrazó. El Dandi esquivó su mirada.