V

La carcelera le ordenó que se desvistiese. Patrizia se quitó el traje de Basile y se quedó en combinación. La otra se impacientó.

—He dicho que todo.

Patrizia se quedó desnuda. La carcelera le ordenó que se inclinase hacia delante. Patrizia obedeció. La carcelera se puso los guantes y procedió al registro de las partes íntimas. Patrizia cerró los ojos y pensó que en el fondo no era tan diferente de lo que hacía con los clientes. La mujer se esmeró en su trabajo, aunque sin exagerar.

—Está limpia —dijo al final a alguien que los observaba al otro lado del espejo sin azogue—, ahora puede volver a vestirse —añadió después con amabilidad.

Patrizia abrió los ojos de nuevo y le dio las gracias con una breve inclinación de cabeza. Los clientes no le hablaban de usted.

Le entregaron una manta y la metieron en una celda con dos drogadictas y una rubia teñida cubierta por una tupida red de tatuajes. Entró sin saludar a nadie y se aproximó al camastro que le habían asignado: una dura y vieja red clavada al suelo a dos pasos del microscópico cubículo que hacía las veces de baño. La celda olía a ropa interior sucia, a posos de café, a leche cuajada. Las drogadictas gemían dulcemente. Patrizia se tendió en el catre, giró la cabeza y se durmió. La despertó el roce áspero de una mano que se insinuaba entre sus piernas. Patrizia apartó a la intrusa y se incorporó. La sonrisa de la rubia teñida dejaba al descubierto unos dientes podridos por los que emanaba un fuerte olor a ajo.

—Si lo intentas de nuevo, te saco los ojos.

La otra se echó a reír. En su mano había aparecido un pequeño y puntiagudo trozo de cristal. Patrizia le dio una patada. La rubia teñida perdió el equilibrio. El trozo de cristal salió volando. Patrizia se apresuró a cogerlo. La rubia teñida trataba a duras penas de levantarse. Patrizia pensó que no le resultaría difícil cogerla por los hombros. Sujetarle la frente y alzarle la cabeza. Abrirle la garganta de un lado a otro. Sentía el imperioso deseo de hacerlo. Las dos drogadictas se abrazaban, temblando de miedo. La rubia teñida escupió al suelo.

—Estás muerta. Dime como te llamas, quiero saber tu nombre antes de matarte.

Patrizia se lo dijo. La rubia teñida palideció. Volvió a escupir. Se llevó las manos a la cabeza.

—¡Hostia, la mujer del Dandi!

—¿Cambia algo? —preguntó Patrizia sin dejar de blandir el trozo de cristal.

La rubia teñida le pidió disculpas.

—¡No lo sabía! Por Dios, te juro que no sabía quién eras. Este sitio te juega malas pasadas, Patrizia… puedo llamarte Patrizia, ¿verdad? ¡Perdóname, perdóname! Ten cuidado con esas dos… son espías del director… acabas de llegar, ¿verdad? Bien, haz que te metan en una celda de aislamiento. La verdad es que, ahora que lo pienso, ni siquiera deberías estar aquí. ¡Tú debes estar en aislamiento! Te han metido aquí porque esperaban…

—Cállate, quiero dormir.

Volvió al camastro. Se giró de nuevo hacia la pared. Pero no conseguía dormirse. Patrizia apretaba el trozo de cristal como si fuese uno de sus animalitos de peluche. No lograba dormirse sin ellos. Si tuviese un hombre a su lado… incluso el Dandi… tenía que darse la vuelta y no pensar. Apretar su peluche y no pensar. Las drogadictas hablaban en voz baja a sus espaldas. La rubia teñida roncaba. Las carceleras pasaban una y otra vez. De cuando en cuando, alguna abría la mirilla y observaba el interior de la celda. Las más sádicas golpeaban los barrotes para despertar a las presas que dormían. Poco antes del amanecer, llevaron a una novata. Otra drogadicta. Completamente colocada. Casi una cría, con una cara dulce y redonda, y los ojos alucinados. Por increíble que pudiese parecer, le habían dejado conservar las joyas. La nueva lloraba y se revolvía. Se aferró a una carcelera, no quería que se marchase, gritaba que llamasen a su padre. La carcelera la apartó brutalmente y cerró la puerta. La drogadicta seguía gritando. La rubia teñida se movió. Patrizia la detuvo con una mirada autoritaria. A continuación se acercó a la nueva y le acarició el pelo. La chica dejó de gritar. Ahora temblaba de pies a cabeza. Olía a sudor ácido y a un perfume demasiado intenso. Poco a poco se calmó. Patrizia la acompañó a su catre y aguardó a que se durmiese. La rubia teñida y las otras dos la miraban incrédulas. Patrizia les pidió un cigarrillo. La rubia teñida se apresuró a ofrecerle un paquete arrugado de Marlboro.

—¿Cómo te llamas?

—Ines. Ines Rapino. Pero todos me conocen como Ines del Trullo.

—Escucha, Ines. ¿Ves a ésta, a la nueva?

—Sí.

—Si le pasa algo, te degüello, ¿queda claro?

Por la mañana, el director le comunicó que se encontraba en régimen de aislamiento. Le preguntó si las otras reclusas la habían molestado. Patrizia esbozó su sonrisa más seductora y le respondió que estaba encantada con sus nuevas amigas. El director la dejó marchar sorprendido de su frialdad. La mantuvieron durante algún tiempo al baño maría y cuando casi habían pasado cuarenta y ocho horas desde su arresto, se reunió con el juez y con el abogado Vasta en la sala de visitas. Con ellos estaba también el policía, cómo no. Pálido como un muerto. Patrizia pensó que sería divertido acercarse a él y preguntarle en tono de gran señora: «Hola, querido, ¿cómo estás? ¿Se te han ido ya las marcas que te dejé la última vez que follamos?». Luego, para completar el efecto, le podía dar un beso en la boca. Pero en la sala había un espejo. Patrizia notó las manchas de grasa en la chaqueta, la falda arrugada, las carreras en las medias. Tenía el pelo asqueroso. Necesitaba una buena ducha y una rociada de desodorante. Se arriesgaba a parecer una buscona patética y ajada. Estrechó la mano de Vasta y se sentó con un suspiro a su lado. Se veía que estaba destrozada. Scialoja sintió lástima y remordimientos. La estaba usando para llegar al Dandi y sus amigos. Siempre la había usado. Su plan había sido ése desde un principio. ¿Pero ahora? Borgia carraspeó.

—Permítame que le recuerde su derecho a no responder.

—Respondo, respondo —dijo ella a media voz antes de que Vasta pudiese intervenir—, no tengo nada que ocultar…

—Eso lo veremos —replicó el juez.

Duro, pero amable, Borgia. Inflexible pero con un fondo de ironía. Impermeable a cualquier forma de seducción, no digamos en el estado en el que se encontraba Patrizia después de dos días en chirona. El juez preguntaba por el burdel, pero saltaba a la vista que el sexo le importaba bien poco. Todos se encontraban allí por una especie de sarcástica ficción. Por persona interpuesta. Detrás de Borgia estaba el policía. A ella la retenían porque era la mujer del Dandi. Vasta se oponía, disertaba, obstaculizaba, indiferente, como los demás, al destino de Patrizia. Vasta era los ojos y los oídos del Dandi. Borgia empleó una hora en hacer la pregunta que más le interesaba.

—Usted es propietaria de un inmueble transformado en casa de citas. A la magistratura le gustaría saber cómo lo adquirió. ¿De dónde sacó el dinero? ¿Quién se lo dio?

—Una mujer joven tiene muchos recursos.

—No lo dudo, señorita Vallesi. El hecho es que incluso calculando… queriendo ser generosos… una docena de prestaciones al día del tipo habitual en estos casos…

—¿Se refiere al puterío?

—¡Creo que nos entendemos de sobra! Quiero decir que incluso en el caso de que usted tuviese… cualquier actividad humanamente posible no podría justificar la inversión inicial…

Vasta protestó: las preguntas del juez sobrepasaban la mera acusación. Una vez más, se sentía en la obligación de aconsejar a su clienta que guardase silencio. Patrizia lo ignoró.

—Digamos que me ayudaron algunos amigos.

—¿Qué amigos?

—Amigos generosos.

—¿Como el Dandi? ¿Como el Libanés? ¿Como el Frío? ¿Como el Seco? ¿Como los agentes de los servicios secretos que frecuentaban la plaza de los Mercanti?

Vasta alzó la voz. Patrizia lo aplacó con un gesto resuelto.

—¿Agentes de los servicios secretos? ¿Y si así fuese qué? Cuando me acuesto con alguien, no le pido la documentación. En cualquier caso, si es por eso, he estado en la cama con políticos, periodistas, futbolistas, escritores… ¡incluso policías! —concluyó con una sonrisa burlona.

Vasta revolvió los papeles que tenía delante, dio un puñetazo a la mesa y se lanzó al incipit de una de las escenas que lo habían hecho famoso en el Palacio de Justicia. ¡Ahora sí que estaba exagerando! ¡Se violaban con excesiva desenvoltura los principios constitucionales, y no sólo los de su clienta! Tenía que recordar al fiscal que la ley Merlin no castiga a los frecuentadores de casas de citas, como tampoco a las mujeres que ejercen libremente la prostitución. La ley sólo castiga a aquellos que se lucran de forma indebida con la prostitución ejercida por otros. Cosa que no se producía en los hechos que estaban examinando. De manera que…

—¡De manera que nos vamos a dar un paseo a ver si nos calmamos! —estalló Borgia, quien acto seguido aferró a Vasta por un brazo y, haciendo caso omiso de sus protestas, lo arrastró fuera de la sala. Scialoja y Patrizia se quedaron solos. Ella cruzó las piernas.

—Lo siento —murmuró él.

—Dame un cigarrillo.

—Llegas en mal momento. Me he pasado a éstos —le contestó él mientras se sacaba del bolsillo un paquete de cigarros toscanos.

—Me las arreglo con ésos. Dame uno.

Scialoja encendió un cigarro y se lo pasó. Ella le dio dos caladas, enrojeció, reprimió un ataque de tos tragándose el humo, apretó los puños y volvió a aspirar.

—Puedo sacarte de aquí, incluso mañana —insinuó él.

—Tonterías. Tu juez no me soltará tan fácilmente.

—Créeme. Te prometí que cerraría el burdel. Pues bien, lo he hecho, ¿no?

—¿Y qué se supone que tendría que hacer?

—Hablar.

—¿De qué? ¿Del tiempo? ¿De fútbol? ¿De lo que a los hombres les gusta que les hagan las chicas de la plaza de los Mercanti?

—Podríamos empezar por la habitación con los micrófonos y el espejo sin azogue…

—A algunos tipos les gusta mirar, a otros escuchar…

—Sí, con dos espías como Zeta y Equis en circulación. Se trata de peces gordos, Patrizia. Tú no te puedes imaginar…

—¡No, eres tú el que no se lo puede imaginar, capullo!

—Háblame de la organización. De los muchachos. Del Dandi. De la venganza por la muerte del Libanés. Te ofrezco la posibilidad de librarte de todos. ¡De todos a la vez, Patrizia!

—¿Y quién te ha dicho a ti que yo quiero librarme de ellos?

—Una vez me dijiste que si conseguía cerrar ese sitio te casarías conmigo…

—¡Debía de estar borracha!

—O quizá eras sincera.

—Yo soy siempre sincera.

Patrizia aplastó el toscano con un tacón y se levantó. Scialoja también. Ahora estaban muy juntos. El olor del tabaco ocultaba a duras penas el del cansancio de ella. Scialoja la sintió debilitada, pero no resignada. Alargó una mano para acariciarla. Ella se la aferró. La apretó con fuerza. Sus uñas se hundieron en la muñeca de él. Con la mano izquierda, Patrizia le dio una violenta bofetada. Scialoja retrocedió. Ella se precipitó hacia la puerta del cuarto.

—¡Guardia! ¡Quiero volver a mi celda! ¡Guardia, guardia, guardia!

Scialoja se había quedado atontado. Alguien abrió la puerta. Vasta y Borgia se aproximaban a pequeños pasos. Patrizia se volvió para mirarlo y le dedicó, en exclusiva, su carcajada más maligna.