Scialoja había necesitado dos semanas para excluir la hipótesis de un arreglo de cuentas entre los miembros de la banda. Quince días de vigilancia, soplos y sabio uso de la razón: al final había surgido la historia de la deuda con los Gemito, e incluso el fiscal había considerado evidente que el plomo procedía de aquella dirección. Pero, como de costumbre, faltaban testigos y los sospechosos se encontraban en paradero desconocido. Borgia estaba angustiado por el inevitable derramamiento de sangre. Scialoja miraba más allá. Intentarán vengarse, es obvio. Pero esto no es Calabria, o Palermo. En Roma las venganzas no duran. Aquí la tragedia tiene poco margen de maniobra. Ésta es la ciudad de la eterna comedia. Los huérfanos del Libanés se pondrán a hacer negocios tarde o temprano. Tal vez alguno de ellos lo esté ya pensando y mire la venganza con un cierto desapego. Creía conocerlos ya. El alma de la venganza no podía por menos que ser el Frío. Pero ¿y el Dandi? ¿Hasta qué punto lo seguiría el Dandi, al que observaba desde un principio? Scialoja soñaba con enfrentarlos. Y mientras tanto se preguntaba adónde habría ido a parar el dinero del Libanés, que había muerto casi sin blanca.
—Por lo visto se despojó de todo como san Francisco —ironizó Borgia.
—Me gustaría encontrar al pobre que se ha enriquecido con su manto…
Pues sí. ¿Dónde había acabado el tesoro del Libanés? ¿Y qué tenían que ver con todo esto los servicios secretos? ¿Cómo explicar, además, la relación entre el Frío y el Negro? Se mirara por donde se mirase, en el juego se entrelazaban toda una serie de variantes impredecibles. Sólo una cosa era segura: la muerte del Libanés los había dispersado. Había que asestarles un buen golpe. Scialoja volvió a la carga y propuso una irrupción en el burdel. Borgia «se reservó» con una sonrisa sarcástica y la exhortación de no dejarse llevar por las hormonas. Scialoja no se lo tomó a mal. Borgia acabaría por ceder.
Mientras tanto, la tragedia iba incorporando elementos de comedia de segundo orden, o quizá de farsa. Pero ¿es que de repente los Gemito se habían vuelto invulnerables? ¿Es que Satanás en persona había tendido su ala protectora sobre aquel clan de presuntuosos? Ricotta había llegado incluso a soñar con el jefe de los demonios. Hablaba con el Libanés y a sus pies se encontraba Roma, capital eterna e inmortal. Lucifer desplegaba sus alas y soltaba una carcajada: «Ay, Líbano, se te hace la boca agua».
Lo que equivalía a decir: te gustaría que las cosas fuesen como quieres y en cambio…
El primer soplo les llegó un mes después del funeral a través de Sciancato, un drogadicto que el Rata usaba como catador de heroína: si sufría una sobredosis —cosa que había sucedido ya en dos ocasiones—, eso significaba que la mercancía era demasiado pura y que había que reconsiderar el corte.
—Buscan coca para una fiesta en Grottaferrata. Esta noche estarán todos allí.
El Frío y el Negro efectuaron un reconocimiento por la tarde. La villa estaba aislada, protegida por una verja eléctrica con cámaras de circuito cerrado, y en el parque se oía ladrar a los perros. Imposible entrar. Delante de la casa había unas obras. El Frío decidió que apostarían dos coches junto a las palizadas. Con los faros apagados. Para pillarlos a la salida. Se sabía que Nicolino tenía un cupé rojo fuego. A la cita acudieron el Frío, el Negro, los Bufones y el Búfalo; Ricotta, Nembo Kid, Ojo Feroz, el Tapón y el Esqueleto. El primer coche que se asomó por la verja recibió una lluvia de plomo. Tras los disparos se pusieron a gritar, a bailar, con mitras y revólveres, exaltados, el Búfalo con lágrimas en los ojos y una banda de ninja en la frente, tan trastornados y locos de sangre que sólo cuando el Negro, el único que había mantenido la calma, arrancó materialmente la ametralladora de manos de Nembo, se dieron cuenta de que en el Volkswagen no iban los odiados hermanos, sino una pobre pareja de novios que no tenían nada que ver y a los que sólo la mala suerte había puesto en su línea de tiro.
Los dos hermanos escaparon, como también escapó diez días después Pino Gemito, al que el Tapón y Ricotta sorprendieron, tras la oportuna emboscada, en la calle Laurentina: culpa de la Beretta de Ricotta, que eligió el peor momento para declararse en huelga, y de la agilidad del blanco, quien volvió sano y salvo a casa gracias a un trompo digno de un corredor de rallies.
Cuarenta y ocho horas más tarde, en Vigna Murata, Nembo Kid, el Tapón y el Dandi consiguieron herir a Vittorio Gemito, pero sólo en un brazo: el Tapón, con las prisas, lo había apuntado de lejos.
Demasiadas balas desperdiciadas en vano. El tiempo pasaba sin obtener resultados. El deseo de venganza corría el riesgo de desvaírse. El Búfalo empezaba a sentirse oprimido por los dolores de cabeza, que adoptaban la forma de algo parecido al tono monocorde de un bajo orquestal. Algunas noches sentía la tentación de coger la pistola y disparar en la boca del primer transeúnte que encontrase. Aunque sólo fuese para demostrar que no estaba completamente agilipollado. ¡No era posible que las cosas fuesen siempre tan mal!
El Frío estaba tenso, preocupado. ¡La calle lo traicionaba! El Maestro le había hecho saber que el tío Carlo estaba un tanto molesto. El Sardo los bombardeaba con cartas ofensivas: sin el Libanés no eran más que una manada de retrasados. Menos mal que no tardaría en volver a su lado, ¡y entonces ya verían cómo cambiaba la música!
Por si fuera poco, había también otros asuntos más urgentes, lo que aplacaba asimismo el deseo de venganza.
El 23 de noviembre un terremoto arrasó medio sur de Italia. Treintamonedas se frotaba las manos. El pastel de la reconstrucción le hacía la boca agua: lo sentía por los muertos pero, siempre que los políticos lo permitiesen, el reparto bien podía durar más de veinte años. Treintamonedas habló con el Dandi, Nembo y el Seco y partió en calidad de explorador. No estaría de más contactar con algún viejo zorro de las familias históricas: un kilo de cocaína podía servir como regalo propiciatorio. El tiempo de Cutolo había pasado. Si bien aseguraba que había «vuelto a entrar», en realidad lo habían apresado y de los asuntos familiares se ocupaba ahora su hermana Rosetta, quien se estaba haciendo odiar tanto por la vieja como por la nueva camorra.
Algunos días después, el Sultán, un joven de buena familia que había perdido en el juego su patrimonio, vendió a Tomasso Gemito a cambio de la cancelación de una deuda de cuarenta millones: el muy lelo jugaba en un garito de Monte Mario todos los viernes hasta pasadas las cuatro de la madrugada. Esta vez hicieron las cosas como Dios manda: tres coches, colisiones durante el trayecto, mitra y bombas de mano, y a Tomasso lo dejaron seco en medio de un charco de sangre.
Pero ni siquiera este despliegue de fuerzas fue suficiente. Cosa del destino. En el telediario explicaron que el «famoso miembro de un clan de la capital» había «escapado milagrosamente de la emboscada que le habían tendido algunos elementos de un grupo rival».
Una noche de diciembre, el Dandi invitó a todos a su nueva casa del Campo dei Fiori. Patrizia había contratado a un decorador de moda. En el interior de la mansión se navegaba entre las menudas mujeres del pintor Renato Guttuso, alfombras bukhara, bustos metafísicos y libros antiguos. El Búfalo deambulaba respetuoso y algo perplejo en medio de todo aquel lujo. Al pequeño Alonzo, que crecía bien alimentado y gruñón, le habían construido una cómoda jaula. El Frío se despidió a medianoche. El Dandi acababa de proponer un brindis en memoria de John Lennon. Si se quedaba un minuto más, acabaría rompiéndole en la cabeza toda la colección de cuadros de autor. Así no se podía seguir adelante. Todo estaba muriendo. El Frío sentía el peso del fracaso, el mordisco del aislamiento, la gélida caricia de la indiferencia. Era como si se hubiesen olvidado ya del Libanés. No era la calle la que los traicionaba: eran ellos los que traicionaban a la calle.
Aquella noche, un grupo a las órdenes de Scialoja irrumpió en el burdel de la plaza de los Mercanti. Patrizia no estaba. La arrestaron a la mañana siguiente mientras salía cargada de paquetes de Nazzareno Gabrielli. Con una sonrisa de mofa, pidió al agente que le notificaba la orden de arresto que le sostuviese la pesada bolsa.