III

El Corbatero vivía en una villa de la Ardeatina: mil seiscientos metros cuadrados repartidos en tres pisos y un parque de cuarenta hectáreas. En menos de ocho meses había conseguido arrebatárselo a un peletero judío incapaz de hacer frente a un interés del doscientos setenta y cinco por ciento en un mes. Nada más instalarse en sus nuevas posesiones, había hecho grabar en la placa de la verja: VILLA CANDY. En memoria de cuando, antes de entrar en el giro importante, vendía lavadoras en Monteverde viejo. El Corbatero era así: un sentimental. Dos días después de la muerte del Libanés invitó al Dandi y a Nembo Kid a una fiesta en Villa Candy.

—Ha venido la media Roma que cuenta —dijo al recibirlos—, ¡y los que faltan están que echan humo!

El Dandi y Nembo Kid no estaban para fiestas: la herida del Libanés les seguía escociendo, y toda aquella alegría les resultaba irritante.

Entre las actrices, los tiburones del sector inmobiliario, los consejeros, los curas, los abogados, los asesores fiscales, e incluso un par de jueces, y el puterío de rigor que los escoltaba, se paseaba, como huésped de honor, el Maestro. Acababa de tener un hijo varón y se pavoneaba en medio de un grupo agitando orgulloso una fotografía de la feliz mamá. El bebé tenía una cara rojiza y cubierta de granitos.

—Se llama Danilo. Como mi padre. ¿Sabíais que mi padre, cuando estaba en Sicilia, era tan pobre que algunas semanas tenía que comer piel de higos chumbos rebozados? ¡Es cierto, os lo juro! ¿Sabéis cómo se hace? Se cogen las pieles de los higos chumbos… sí, justo las que tienen espinas… y se escaldan, para que éstas se caigan. Luego se cortan a tiras muy finas y se pasan por harina y huevo… empanadas, vaya. A continuación se fríen. Y cuando están bien fritas, se echa por encima una salsa hecha con aceite, vinagre, azúcar, alcaparras y, si tenéis a mano, sardinas. ¡Pero mi padre era tan pobre que las sardinas sólo las veía en sueños! ¡Dandi… Nembo, amigos, venid, venid!

El tío Carlo llegó poco antes de la medianoche, escoltado por tres tipos vestidos de oscuro, y el Corbatero se apresuró a ofrecerles su despacho privado.

El Dandi y Nembo Kid fueron introducidos en una amplia estancia presidida por un escritorio de caoba con librería a juego, y repleta de bustos de Cesar sobre pedestal, alfombras persas, cuadros de la escuela napolitana de Salvador Rosa, espejos enmarcados en oro e infolios repartidos en varios atriles. El Dandi, que iba por delante en lo que a progreso estético se refiere, frunció la nariz. Cierto, sólo piezas únicas, e incluso de valor, pero amontonadas sin orden ni concierto en aquel angosto espacio, lo que revelaba la profunda vulgaridad del Corbatero, un multimillonario con alma de encubridor de barrio. El tío Carlo se percató del desagrado que sentía el Dandi, al igual que de su sobrio vestido. El muchacho se estaba refinando a ojos vistas. ¡Con tal de que aquella vida de señor no lo reblandeciese demasiado! Nembo Kid, en cambio, había nacido zafio y zafio moriría. El tío Carlo abrazó al Maestro y le felicitó por el recién nacido.

—Mi padre era analfabeto. Yo apenas acabé la secundaria. ¡Mi hijo Danilo estudiará en América y un día será un hombre importante!

El tío Carlo les dio el pésame por el Libanés. El Corbatero destapó una botella de Krug y todos bebieron a la salud del amigo desaparecido. El Maestro dijo que estaban contentos por el modo en que iban los negocios.

—Pero ahora tenemos que ocuparnos de otra cosa. Existe una posibilidad de invertir en Cerdeña. Terrenos seguros, de altísima rentabilidad. Una compleja red de sociedades. Hacen falta capitales frescos que las sostengan. El tío Carlo piensa que podríais uniros al negocio. Al principio os quedaréis en descubierto, pero en unos seis o siete meses los ingresos serán consistentes. ¡Realmente consistentes!

—¿Cuánto? —preguntó el Dandi.

El Maestro disparó una cifra. El Dandi le contestó que podían probar. El Maestro dijo que sería útil visitar el lugar. Podían salir para la isla a la mañana siguiente.

—Ahora no podemos movernos de Roma —susurró Nembo Kid—, ¡hay que vengar al Libanés!

El tío Carlo asintió con la cabeza.

—La venganza es un noble sentimiento. Es cosa vuestra. Los terrenos son un negocio importante. Yo estoy muy interesado. Y esto, en cambio, es una cosa tanto vuestra como nuestra. Tratad de seguir ambas cosas al mismo tiempo. ¡Y hacedlo bien! —concluyó, mirando a los ojos al Dandi.

Pero la venganza era la única cosa para los demás. El Frío opinaba que ésta debía convertirse en el cemento que el Libanés había buscado durante tanto tiempo. Para vengarse había que actuar, pensar, vivir y respirar como un único organismo.

Pasados diez días, tenían el cuadro completo de la situación.

La eliminación del Libanés había sido decidida en el curso de una reunión en el Rey de Picas a la que habían asistido los cuatro hermanos Gemito. Los ejecutores materiales habían sido elegidos a suertes. Uno —el que iba disfrazado de mujer— era «con toda probabilidad» Nicolino Gemito. La identificación se basaba en su complexión y en la causa inmediata del asesinato: se trataba del acreedor directo del pobre Libanés. El otro hombre del comando debía de ser Saverio Solfatara, el siciliano loco. La descripción correspondía y había un detalle inquietante que no debían subestimar: Solfatara estaba «formalmente» ingresado en el manicomio de Castiglione delle Stiviere. Oficialmente chiflado, o casi, como el Sardo. Pero durante aquellos días de septiembre —la información la había procurado un nuevo contacto de Treintamonedas, un secretario del Palacio de Justicia adicto a la coca— Saverio el Loco disfrutaba de quince días de permiso por graves motivos familiares. Pero si bien éstos constituían el brazo ejecutor, la condena a muerte se extendía de forma pacífica a toda la estirpe Gemito y a sus acólitos.

El primer y mayor problema era encontrar a aquellos infames. Los garitos que el Libanés, movido por su excesiva y suicida generosidad, les había permitido mantener estaban ahora cerrados. Los apartamentos desiertos, así como los picaderos de las diferentes amantes. Los Gemito parecían haberse evaporado. Pero algún día tendrían que asomar la cabeza. Nembo Kid sugirió una solución. ¡Cojamos a los niños y veréis como esas ratas salen de su madriguera!

El Búfalo se rascó la cabeza. Coger a los niños… ¿le habría gustado al Libanés una idea semejante? Él no estaba dispuesto, pero el suyo era sólo un voto. Si los demás decidían lo contrario… Nembo Kid insistía, apoyado por el Tapón. Vittorino Gemito, por ejemplo, el menor y menos duro de los cuatro hermanos, tenía dos gemelos que frecuentaban una piscina del Trastevere. Bastaba esperarlos a la salida, subirlos a un coche y hacer saber a quien correspondiese que «los mocosos estaban en su poder».

—¿Y si algo va mal? —intervino Ojo Feroz—. ¿Qué hacemos? ¿Les disparamos? ¿A los niños?

—No dejan de ser de su misma raza —le atajó Nembo Kid.

Todas las miradas se posaron en el Frío.

—No es una buena idea. A las ratas no las haremos salir cogiendo a esos niños. Será una pérdida de tiempo. Mejor esperar.

El Negro, que no había asistido a la reunión, se puso enseguida de parte del Frío. Algunas reglas son sagradas: las mujeres y los niños quedan fuera del combate.

Así pues, tiempo de espera y de paciencia. Entretanto, los negocios debían seguir su curso. El Libanés habría hecho lo mismo. El Frío encargó a Treintamonedas y al Dandi que se ocupasen de los asuntos corrientes. Los demás se dividieron en pequeños grupos. Quienquiera que se topase con uno de los Gemito o con el siciliano loco tenía vía libre.