I

Venganza, decidieron esa misma noche en el tugurio del Rata. Venganza despiadada, absoluta. Pero venganza lúcida, al igual que había sido lúcido el Libanés. Porque todos —incluido el Búfalo, quien sujetaba su enorme cabeza con las manos, o Ricotta, para quien aquel día, junto al 2 de noviembre de Pasolini, era el peor de su vida—, todos se esforzaban en razonar como si el Libanés se encontrase todavía entre ellos. Hablaban en voz baja, con gestos de desesperación contenida, como hieráticos. Incluso Nembo Kid, con su cazadora negra y brillante, parecía menos macarra de lo habitual. También se mostraba circunspecto Treintamonedas, a quien de repente se le habían pasado las ganas de bromear. Y el Esqueleto, que de joven había servido en misa en Donna Olimpia, se había llevado un viejo rosario y pasaba las cuentas farfullando frases sin sentido, una oración de muerte que le habría valido la maldición in aeternis del cura en caso de que éste la hubiese oído. Los hermanos Bufones lloraban en silencio.

Era necesario hacer averiguaciones. Acordaron que el Frío se encargase de ellas. Pero éste estaba ya al corriente y nadie sabía dónde podía haber ido para digerir la noticia.

Acudió el Seco, con dos gorilas que se quedaron fuera de la puerta. Acudió el Seco a dar el pésame, a poner a disposición de su dolor sus ojos, oídos e informaciones: habían vuelto a ver al Escoria, el tipo que les había causado problemas en tiempos del barón Rosellini, ¿y sabéis quién lo acompañaba? ¡Satanás, ese renegado!

—Ya veremos —le atajó Nembo Kid.

El Búfalo escupió al suelo. La información era sin duda falsa. Lo más probable era que el Seco hubiese tenido algún problema con Escoria o Satanás y ahora buscase la excusa para quitárselos de encima. El Seco no se ensuciaba las manos. Le importaba un comino la muerte del Libanés. Aquella bola de grasa tenía grabada en los ojos la $ del dólar, como el tío Gilito. Todos pensaban lo mismo que el Búfalo. El Seco hizo un aparte con el Tapón: el más razonable. Después del Dandi, por supuesto.

—Esto, bueno, hay un problema…

—¿Qué problema?

—Quiero decir… puede que no sea el momento más oportuno, pero… en lo que concierne a la cuota del Libanés… las sociedades, digo, nuestras inversiones…

El Tapón le dio un empujón y volvió con el resto del grupo. ¡Esos tipos dejaban de razonar apenas veían un poco de sangre! ¡Razonable! ¡Como si fuese posible resucitar al Libanés, al que Dios tuviese en su gloria! El Seco se introdujo en el BMW mientras uno de sus gorilas le sujetaba con premura la puerta y el otro se abalanzaba sobre el volante. Se encendió un cigarrillo, esbozó una sonrisa relajada. Bueno, lo había intentado. Nadie podría acusarlo de reticencia. Pero mejor así. Se lo diría en el momento oportuno. Con las palabras adecuadas. El Seco sabía manejarse con las palabras. Casi como con las cuentas. Preparó el discursito que les soltaría. Lo cierto era que el Libanés no tenía la cabeza clara en los últimos tiempos. Estaba echando a perder todo. Él se había visto obligado a intervenir para salvar el negocio. Y le había costado convencerlo porque, hablando sin tapujos, ¡el Libanés tenía el seso sorbido en los últimos tiempos! En cualquier caso, habían llegado a un acuerdo… El Seco se imaginaba sus caras de pasmo. El gran golpe estaba reservado para el final: la verdad era que el Libanés había muerto pobre. Todo cuanto poseía, desde las cuotas de participación a las cuentas bancarias, todo, todo, todo era ahora suyo. El Seco no se hacía ilusiones. Todavía no era lo bastante fuerte como para poder pasarse sin ellos. No era el momento de mostrarse codicioso. Quería que lo supiesen, que lo valorasen. Sus palabras serían firmes y leales. Aquí tenéis los libros de contabilidad. Controlad si queréis. Todo cuanto figura escrito en ellos será redistribuido hasta el último céntimo. Una vez detraído, claro está, el consabido diez por ciento de provisión. El Seco se jactaba de conocer a los hombres. El Seco estaba seguro de que si el Libanés hubiese seguido con vida, le habría hecho la única pregunta para la que no había respuesta: «¿Y qué me dices de todo lo que no está en los libros?».

Pero el Libanés ya no estaba. Y ninguno de los demás, por el momento al menos, era capaz de llegar a una conclusión semejante. Ninguno se enteraría de que la mitad del tesoro del Libanés no figuraba en los libros.

—¡Párate aquí, tengo sed!

El Seco entró en el Harry’s Bar enjugándose el sudor de la frente. Un maître, o algo semejante, arqueó las cejas. El Seco anotó mentalmente: comprar el tugurio, preparar una camisa de cemento armado para este capullo.

El Frío, mientras tanto, se había llevado al Negro al mismo lugar de Castelporziano donde en primavera el Libanés y él se habían dicho las primeras verdades. Empalmaban un porro con otro mientras se bebían una botella de champán. Pero ni la droga ni el alcohol eran capaces de colocarlos en ese momento. Aquella lucidez, bajo aquellas estrellas, era espantosa, alucinante.

—Hace un par de años celebraron aquí un festival de poesía —dijo el Negro—, cosa de progres.

—¿Ah, sí? ¿Y tú qué sabes?

—Asistí a él.

—Me importa un carajo, Negro.

En cualquier otro momento, el Negro se habría callado. Pero en el humor sombrío del Frío había algo malsano. El Frío se sentía culpable. Debía hacerle entender que el Libanés se había forjado por sí solo su destino. Que había sido todo un hombre incluso en el instante de la muerte.

—Salía con una de izquierdas… además era judía, ¿te imaginas? Sabía todo sobre el karma, pero no había entendido una palabra… en el fondo todos somos muy diferentes… un buen polvo, en cualquier caso…

—No tengo ganas de hablar.

—Los progres fumaban y follaban. Y hasta aquí… Da la impresión de que se divierten mucho. Pero en el fondo es gente triste. Si consiguen mantenerse a flote, papá acaba por encontrarles un buen trabajo y… cómo se dice… sientan la cabeza. Ésa es la diferencia. Nosotros, en cambio, seguimos adelante hasta el final. Nosotros no nos morimos en la cama. Nosotros morimos como el Libanés. Pero hay modos y modos de morir. ¡El Libanés se equivocó!

—Déjame en paz, Negro.

El Negro suspiró.

—El Libanés se la buscó, Frío.

El Frío estaba a punto de estallar, pero al ver la lúgubre sonrisa que se dibujaba en los finos labios del Negro, se aplacó.

—Fueron los Gemito. Por una deuda miserable. El Libanés había perdido la cabeza, Frío…

El Frío cogió un puñado de arena húmeda y la arrojó al mar. El viento se la tiró de nuevo a la cara. El Frío tenía ganas de llorar.

—Las lágrimas del guerrero hieren a las estrellas —susurró el Negro, que parecía haberle leído el pensamiento—, y regresan a la tierra como estiletes de sangre.

El Dandi llegó a la casa a las dos de la mañana. Abrazó a todos y les dijo que la casa del Libanés estaba limpia. Cualquier huella susceptible de azuzar a la pasma había sido borrada. Nembo Kid le lanzó una mirada significativa y el Dandi asintió con la cabeza: Zeta y Equis estaban al corriente.