El Libanés no era de los que renuncian a una idea. Con el Dandi, Nembo, el Tapón y el Esqueleto no hubo problemas, porque entre ellos ya había sintonía. Con los demás habló uno a uno, menos claro que con el Frío, sin mencionar el asunto de los espías y procurando adaptar el sermón a la psicología de cada individuo. Treintamonedas se tomó su tiempo. El Búfalo, después de sacudir la cabeza, cogió toda la cuota de aquel mes y fue a entregársela al Seco. Ojo Feroz y los Bufones rezongaron. Ricotta soltó una carcajada y lo mandó a freír espárragos: ¡su dinero era suyo y con él hacía lo que quería! El Negro se tomó en serio la propuesta y le aseguró que entraría en el negocio de los locales y de las tiendas apenas hubiese resuelto «ciertos obstáculos», lo que equivalía a decir, más o menos, en otoño. El Libanés empezaba a sentir estima por el Negro, le gustaba su discreción, sus maneras resueltas y jamás arrogantes. Le pidió que hablase con el Frío.
—Probaré. Pero el Frío no es de los que dan marcha atrás.
Al Frío se dirigieron también los indecisos, incluido Ricotta, que una vez más volvió a salir con la propuesta de escribir una carta al Sardo. Y el Frío, leal como nadie, le respondió que el Libanés era una persona con los huevos bien puestos, pero que cada uno de ellos debía decidir con su propia cabeza. El Libanés se enteró por Treintamonedas, quien había intuido el malestar existente entre los dos.
—¡Eso sí que es un amigo!
Sí, eran amigos, y lo seguirían siendo en cualquier caso. No se hablaban, pero el deseo de hacerlo era inmenso. Ninguno se decidía a dar el primer paso. Que volvieran a discutir sobre el tema estaba completamente descartado. Pero, después de todo aquello que los había unido, ambos vivían mal la separación.
El Frío había aclarado la situación con Gigio. Su hermano se había echado a llorar entre sus brazos y a continuación se había marchado, después de haberlo mirado con ojos de cordero. Una desesperación que el Frío no podía soportar. Se sentía una bestia, eso era todo. Había ido a ver a Roberta para decirle que no se podían ver más. Habían acabado en la cama. No había remedio: el destino había decidido por todos.
En cuanto al Libanés, cuanto más trataba de mantenerse lúcido en los negocios, peor se comportaba con sus semejantes. Los espías le habían metido en la cama a una refugiada cubana que le había resuelto el problema de castidad. No obstante, él no le había tomado cariño y no se interesaba por ella: el tiempo de echar un polvo y adiós. Nada de confidencias, sobre todo: porque era evidente que la furcia era una informadora, así que piernas abiertas y boca cerrada.
El demonio del juego se había vuelto a apoderar de él, y todas las noches perdía hasta la camisa. Daba la impresión de que las cartas eran las primeras que sentían la ausencia de un amigo como el Frío.
A finales de julio, en el Rey de Picas, donde todo había empezado la noche en la que habían planeado el secuestro del barón Rosellini, Nicolino Gemito le ganó con un trío de ases treinta y cinco millones de liras. Pero como no le había gustado la sonrisita desdeñosa con la que el otro había mostrado su juego, le dijo que no le pagaría.
—Está bien, Líbano, ha sido una mala noche… son cosas que se dicen…
—No, no te pago. ¡Ni esta noche ni nunca!
Porque él era el Libanés, el número uno. Porque ningún piojo como Nicolino Gemito podía decirle qué era lo que tenía que hacer y cuándo. Porque si los Gemito seguían vivos y coleando, era gracias a él, y sólo a él. A su generosidad. De forma que, mejor que no lo cabreasen ya que si no, la generosidad se iba a acabar muy pronto. Y que no circulase por Roma ni una sola palabra de aquella desgraciada noche, o la timba sería arrasada con un incendio que haría palidecer de envidia al mismo Nerón. Porque él era el Libanés. Él podía hacer todo. Una sola palabra suya era capaz de abrir todas las puertas, un sólo gesto suyo y los Gemito, con sus furcias y mocosos incluidos, acabarían directos en el depósito.
Si aquella noche, después de desahogarse, hubiese tenido la suerte de cruzarse con el Frío, tal vez se hubiese parado a pensar. Habría llegado a un acuerdo con los Gemito. Incluso habría pagado su deuda: porque si algo en Roma tenía peso era, precisamente, la palabra del Libanés. Sólo que después de haber aguantado tanto, de haber aclarado tantas ideas y de haber calculado el momento, los movimientos, los posibles riesgos, había perdido la cabeza. ¡Y no tenía a nadie, a nadie con quien compartir la enorme carga de todo el lío que había organizado! ¿Y quién se atrevía a decirle una palabra al Libanés? Ni siquiera cuando era necesario advertirle: ¡detente!
Si aquella noche hubiese visto al Frío…
Pero el Frío llevaba una semana en Regina Coeli. Mientras circulaba en el coche con el Negro, un vulgar exceso de velocidad en la circunvalación de Clodia había llamado la atención de la Policía de Tráfico. Del control de los papeles se había llegado a los antecedentes y el Golf había sido confiscado. En un maletín había dinero negro que el Seco debía reciclar. El juez Borgia se apresuró a interrogarlos aquella misma noche. El Frío y el Negro admitieron la posesión de los billetes marcados: dijeron que se los había dado un español y que estaba buscando a alguien para colocarlos. Admitieron la receptación y fueron acusados de asalto. Vasta, con su habitual sonrisa, les garantizó que saldrían antes de septiembre. Sin pruebas, la acusación de asalto caía por su propio peso.
En la cárcel se encontraron con el Niño, hecho un cachas de tanto levantar pesas, y a la espera de un permiso especial para poder asistir a la boda de su hermana, que se casaba con un joven periodista. En primera instancia le habían caído nueve años: la estrategia del Búfalo había funcionado.
El 2 de agosto, cuando se difundió la noticia de la explosión de Bolonia, el Negro reaccionó con una expresión furiosa.
—¡De forma que lo han hecho!
El Frío no hizo preguntas. Para poder obtener coloquios regulares con Roberta, ésta presentó una declaración de convivencia. Cuando sus padres se enteraron, la echaron de casa. Patrizia se ofreció a albergarla. El Frío le hizo llegar un mensaje: al mínimo intento de acercarse a su novia, podía considerarse una puta muerta.
El 14 de septiembre fueron excarcelados. Durante su estancia en la cárcel, el Frío pensó en escribir una carta al Libanés, pero al final ni siquiera consiguió poner dos frases juntas. Decidió, sin embargo, que iría a verlo.
No le dio tiempo.
Al Libanés lo mataron la noche del 15 a la salida del bar de Franco. Le disparó uno desde el asiento posterior de una moto robada. Conducía una mujer: luego se enteraron de que se trataba de un hombre con una peluca. La primera bala le entró en la espalda: un pequeño fragmento de cielo constelado de estrellas, el olor acre de un charco, y el Libanés comprendió que su final había llegado. Antes de que el golpe de gracia le provocase el estallido de la carótida, los ojos se le anegaron en lágrimas que eran a la vez de dolor y de risa. Su último pensamiento fue para sus compañeros: ¿qué iba a ser de ellos, sin él?