II

En Módena, Scialoja había entrado en letargo. En Módena había más comunistas que en todo el resto de Italia. En Módena había más Ferraris que en todo el resto de Italia. Drogadictos en la avenida de las Rimembranze, drogadictos delante del teatro Storchi, drogadictos alrededor del anillo del viejo terreno municipal, drogadictos al estilo hippy con guitarras y largas barbas, drogadictas que se vendían por una miseria, drogadictos que se dormían para siempre con la jeringuilla en la vena sobre un mugriento cartón y aguardaban en medio de la multitud matutina la llegada de la policía mortuoria. Drogadictos, drogadictos, drogadictos por todas partes. Scialoja soñaba con ellos de noche. La droga era la clave de todo. La droga era el chorro de dinero que alimentaba el crimen. La droga era el medio contemporáneo más perfecto de acumulación de capital. Scialoja debía sentirse agradecido a los drogadictos de Módena. Porque ellos le habían abierto los ojos. Ahora sabía adónde había ido a parar el dinero del secuestro del barón. Los muchachos del Libanés lo habían usado para apoderarse del mercado de la droga. Quien controla el mercado de la droga controla la ciudad. Los muchachos del Libanés controlaban la ciudad. Ahora lo sabía. Pero Roma seguía siendo off limits. No había vuelto a hablar con Borgia desde aquella mañana infeliz en la que él había girado la cabeza del otro lado y había dicho «a sus órdenes». Scialoja limpiaba de drogadictos las calles de la opulenta Emilia roja y, en su letargo, aprendía a olvidar. Jamás cambiaría el mundo. Jamás volvería a ver a aquella puta que le hacía perder la cabeza. Scialoja se deslizaba en una benéfica narcosis. Devoraba jamón de Languirano, torreznos, y erbazzone, la torta de espinacas y manteca de cerdo de las colinas que dominaban Reggio. Engordaba y dormitaba entre una intervención de emergencia y otra. Se había comprado una vieja Ducati aerodinámica de segunda mano. Un colega de Formiggine le había trucado el motor. Recorría la via Emilia en dirección a Bolonia en diecisiete minutos. La niebla le importaba un comino. Engordaba, dormitaba. Se alojaba en el cuartel. En la explanada había chopos. Las esporas habían empezado a brotar en primavera. El patio estaba tapizado de pelusa. Scialoja se despertaba con los ojos hinchados y la cabeza a punto de estallar. Había conocido a una chica. Era ella la que lo había abordado a la salida de un cine. Proyectaban Atlantic City, de Louis Malle. La muchacha se llamaba Marilena y enseñaba en un instituto técnico. Decía que era democristiana. Decía que cualquiera que hubiese nacido en Módena o que viviese en la ciudad durante más de seis meses, no podía por menos que acabar odiando a los comunistas. Decía que quien tenía un poco de cerebro acababa en la parroquia o en la montaña, como los viejos partisanos. Decía que bastaba echar una ojeada en derredor para entender por qué las Brigadas Rojas habían nacido precisamente allí. Los fines de semana iban a la discoteca. Hacían el amor en casa de ella, en el casco antiguo de la ciudad. Marilena había salido durante varios años con un psicoanalista de moda. Consideraba antinatural todo aquello que a él le parecía fantasioso. No había entusiasmo, no había pasión entre ellos. El sexo empezaba a convertirse en una especie de gimnasia. Scialoja empezó a tomar en consideración la idea de un futuro conveniente e incoloro. Jamás cambiaría el mundo, porque el mundo no deseaba cambiar. Una compañera dócil, un trabajo rutinario: eso era lo que el destino había decretado para él. Así que mejor resignarse. Scialoja estaba ya muerto por dentro cuando, el 2 de agosto, el comisario principal le ordenó que organizase un equipo con tres hombres duros y dos ambulancias.

—En la estación de Bolonia ha estallado una caldera de gas. El caos es enorme. Movilización general.

La historia de la caldera prevaleció hasta el caer de la noche, pero ya antes, alrededor de mediodía, había quedado clara la causa de la explosión. Uno de los miembros de equipo de Scialoja era un suboficial que en el pasado había sido soldado artificiero. Tras echar un vistazo al agujero, sacudió la cabeza y sentenció:

—Una mierda, gas. Ha sido una bomba.

Habían hecho saltar por los aires la estación. Las sirenas aullaban. Los militares y los voluntarios, con la nariz protegida por unas máscaras, excavaban conjuntamente en los escombros a la búsqueda de cualquier señal de vida. Algunos lloraban pero la mayoría redoblaban los esfuerzos para posponer la cita con la rabia y el desaliento. Llegaron las televisiones. Una multitud de familiares angustiados asaltaba las vías. Una palabra maldita y reveladora circulaba entre el gentío: masacre. Las manillas del gran reloj de la explanada del Oeste se habían detenido a las 10:25. La hora en la que el corazón de Italia había empezado a sangrar. Scialoja se concedió un cigarrillo. Una periodista entrometida se le acercó de inmediato. Scialoja la mandó a hacer puñetas y volvió a ponerse la máscara. De debajo de dos vigas rotas, que habían quedado milagrosamente encajadas formando por debajo de ellas una especie de cavidad natural, le llegaba un débil lamento. Scialoja se precipitó hacia ellas. Vio una mano menuda cubierta de arañazos, la aferró, y tiró de ella. Las vigas resistieron. La niña estaba en estado de shock, pero respiraba. Lo miraba con unos ojos enormes y estupefactos, y respiraba. Scialoja la cogió en brazos y se la entregó a una enfermera. La niña era rubísima y no entendía el italiano. Un oficial de carabineros con el uniforme de gala lo detuvo al vuelo.

—¡Usted! Vaya inmediatamente a la vía uno. ¡Hay que organizar un servicio de escolta para las autoridades!

Scialoja lo mandó también a hacer puñetas y volvió al trabajo. Su ropa estaba hecha jirones, estaba sudado, apestaba. Pero no sentía el cansancio, como tampoco las molestias. Había dormido durante demasiado tiempo. El letargo había acabado. Scialoja seguía como un animal el rastro de la mezcla acre que formaban el polvo y la sangre. Scialoja seguía el ensordecedor olor de la muerte, absurdamente convencido de que todavía quedaban víctimas por extraer de la química de la descomposición, niños que restituir a sus madres, cuerpos destrozados que recomponer. Salvó a una anciana que estrechaba contra su pecho un rosario quemado. Recuperó un cadáver desmembrado y lo repuso con piedad. Cerró los ojos a una muchacha sin brazos y de exangües labios rosas. Espantó a un perro callejero que se había aproximado para curiosear. Caída la noche, seguían excavando, esperando contra cualquier esperanza. Los faros de los ingenieros militares iluminaban el acero torturado, las piedras lunares del balasto proyectadas al interior de los vagones destrozados, los cristales hechos añicos de los depósitos, la hierba quemada en la que los técnicos de la Policía Científica escarbaban con las frías y patéticas lámparas de acetileno, buscando restos de explosivo. A medianoche, derrotado por la piedad, se tumbó en una vía y se encendió un cigarrillo. La noche era serena. La noche era estrellada. Scialoja sintió que una mano áspera lo zarandeaba.

—Aquí no se puede estar. Documentación.

Scialoja se incorporó y sacó del bolsillo el carné doblado. El policía de la Ferroviaria se rascó la cabeza.

—Disculpe, comisario. Pero tengo órdenes de alejar a todos de esta zona.

—¿Qué pasa? ¿Está llegando Pertini?[26]

—No sé. Me limito a cumplir órdenes.

Scialoja se alejó unos pasos, perdiéndose en la oscuridad. Pero la curiosidad lo hizo permanecer en la zona. Pasados unos minutos llegaron tres hombres. Scialoja reconoció de inmediato a Zeta y a Equis. Los acompañaba un hombre anciano y corpulento. Un pez gordo, a juzgar por el respeto con el que los dos espías se dirigían a él. Scialoja estaba demasiado lejos para poder entender lo que decían. Pero el sentido estaba bastante claro. Zeta gesticulaba con los brazos. El viejo asentía con la cabeza, poco convencido. Equis miraba preocupado a su alrededor. Zeta trataba de convencer al viejo de algo. El viejo no se dejaba convencer. Zeta se justificaba. Zeta tenía problemas. Scialoja pensó que hubiera sido divertido acercarse a ellos. Sacar la pistola y darles el alto. Pedir a aquellos desconocidos que se identificasen. Disfrutar de su desconcierto e irritación. Pero enfrentarse a ellos sería una provocación. La presencia de hombres de los Servicios en la escena de la masacre estaba más que justificada. Investigan, es su oficio. No obstante, él sabía quiénes eran aquellos hombres. Sabía a quién protegían en Roma. ¿Investigan para saber o para evitar que los demás sepan? Scialoja intuyó las relaciones, los caminos principales, las desviaciones por callejones oscuros y malsanos. La enormidad del escenario que se abría ante sus ojos lo hizo temblar. Scialoja retrocedió, se adentró en la noche. Hubiera preferido no haberlo visto, pero lo había hecho. El letargo había acabado. Algunos días más tarde, mientras todas las policías de Europa perseguían a un fantasmagórico grupo neonazi bávaro al que los informes de los Servicios acusaban del atentado, Scialoja redactó su confesión y se la remitió al juez Borgia. Estaba listo para volver a Roma. Estaba listo para volver a empezar desde el punto en el que su cobardía lo había detenido. Estaba listo para afrontar las consecuencias. Se fiaba de Borgia. Era justo que el otro estuviese al tanto. Scialoja mandó la carta y esperó.