Para deshacerse del Arenque esperaron el regreso de Nembo Kid y la puesta en libertad del Dandi. Porque ninguno de los involucrados en la pelea de la calle Gelsomini debía aparecer, es más, todos ellos debían inventarse y poner en práctica una coartada inatacable. Cuando le dijeron que la acción le correspondía a él, a Ricotta, a Ojo Feroz y a Nembo Kid, el Dandi torció la nariz. Pero ¡cómo! ¡Acababa de salir de la Rebibbia, ni siquiera había tenido tiempo de pasar cuarenta y ocho horas como se debe con Patrizia y ya lo estaban echando de nuevo a la calle! ¿Por qué no iban los Bufones, o Treintamonedas, o alguno de esos nuevos muchachos que trataban de hacerse un nombre y que no lo dejaban ni a sol ni a sombra en su afán por quedar bien? Por si fuera poco, el Nembo les había traído como regalo de Milán un cachorro de puma llamado Alonzo. Desde que se había enterado de la historia del león que Epaminonda il Tebano había regalado a un político, al Dandi se le había metido en la cabeza que poseer un animal salvaje era propio de gente fina. Nembo había conseguido que la mujer de un banquero, una de esas furcias cubiertas de pieles que Donatella se había prometido ofrecer como pasto al animal una vez que éste hubiese crecido, le regalase el cachorro. Patrizia, a quien habían confiado el bebé, montó en cólera cuando Alonzo, a base de zarpazos, le hizo jirones un par de alcobas, sembrando el terror entre las muchachas. De esta forma, el puma había ido a parar a casa de Gina, quien al verlo lo había estrechado contra su pecho mientras se echaba a llorar: Alonzo le recordaba mucho al hijo que tan desesperadamente había deseado y que jamás llegaría a tener.
—Pero en mi casa no se puede quedar —se justificó el Dandi—. No es posible…
Y es que, desde que el profesor Sesudo le había puesto entre las manos los Protocolos de los sabios de Sión, el Dandi se había aficionado a los libros. Para leerlos no, claro está. Lo que pasaba era que se había encaprichado con las cosas raras y antiguas: hacía que le llenasen la casa de tomos viejos, si tenían miniaturas o algunas cartas náuticas desvaídas en latín, aún mejor. Así que, como el puma roía, roía y roía y aquellos libros, además, valían una fortuna, el Dandi no podía unirse al comando ya que estaba demasiado atareado tratando de encontrar un nuevo acomodo para Alonzo.
Cuando el Búfalo se enteró de la historia, soltó una carcajada.
—El Dandi se ha aburguesado. ¡A ver si ahora se nos hace maricón!
El Libanés no estaba para bromas. Hizo un aparte con él y le dijo mirándolo a los ojos:
—Si te lo ordenaran los otros… los dos de Rebibbia… irías corriendo, ¿no?
El Dandi tragó saliva, a todas luces cohibido.
—En cualquier caso, eso quiere decir que iré yo en tu lugar.
El Dandi se amilanó y, sin añadir nada más, fue a retirar las armas.
La cita con el Arenque la concertó el Esqueleto quien, si bien no estaba de acuerdo con ella, no se opuso a la opinión general. El Esqueleto recogió al Arenque de camino, procurando que no hubiese testigos. La excusa era un trabajito sencillo. El pobre Arenque se dejó engatusar sin sospechar nada. E incluso cuando vio a Ojo Feroz, al Dandi, a Nembo Kid y a Ricotta fumando bajo el puente treinta y cinco del Laurentino, se acercó a ellos sonriendo. El primer disparo lo efectuó el Dandi, y el Arenque cayó de rodillas con una expresión de incredulidad en la cara: pero ¿cómo? ¿No se había acabado todo? ¿No eran amigos? Luego, disparando por turnos, los colegas lo remataron. Abandonaron el cuerpo bajo el puente.
En cuanto a los demás, el Búfalo se fue a ver todo contento a Treintamonedas, con un par de pizzas y una botella de vino blanco helado. Al ver que Vanessa había elegido justo aquella noche para ponerle los cuernos al Rata, que Treintamonedas le abría la puerta con cara de pocos amigos y que en el salón-garito el aire estaba cargado de emanaciones de porro y de hembra en celo, se quedó de piedra. Al final hicieron llegar a una de las chicas de Patrizia y el Búfalo compartió la pizza con ella. Nadie sabía dónde estaba el Libanés. El Frío, en cambio, había ido a buscar a Gigio a una pequeña taberna que había junto al mercado de San Giovanni di Dio. Había oído decir que su hermano tenía novia, y sentía curiosidad por verla. Roberta tenía el pelo rubio y rizado, y estudiaba en la universidad, su padre era un empleado municipal. Le dijo que ayudaría a Gigio a acabar el bachiller y le preguntó en qué trabajaba.
—Negocios —le contestó el Frío vagamente.
Ella no le creyó, por descontado. Durante toda la noche Roberta no dejó de hablar de sí misma, de sus proyectos, de su vida, dirigiéndose casi exclusivamente al Frío. Gigio, pálido satélite del hermano, la miraba embobado y no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. El problema era que el Frío, nada más verla, se había quedado fulminado por sus ojos azules e impertinentes. Mientras ella engarzaba una ocurrencia tras otra, un cigarrillo tras otro, le venían a la mente paisajes campestres, mares, y otras imágenes de las que jamás hubiera creído capaz a su limitada fantasía. Y algo cálido y tenso le aferraba la boca del estómago, y se deslizaba hacia abajo, aún más abajo, hasta llegar al sexo, cuando ella esbozaba una sonrisa furtiva o dejaba caer una caricia distraída sobre su muslo. Y Gigio, afectuoso, perdidamente enamorado, no dejaba de repetir lo fuerte que era su hermano, lo astuto, cómo resolvía todos los problemas de la familia, cómo había construido casi con sus propias manos aquella inmensa casa.
—¡Pero él no vive en ella, es un solitario!
—Tal vez —insinuó Roberta provocadora—, todavía no haya encontrado la compañía adecuada.
—Pero ¡qué dices! —se entusiasmaba Gigio—. Si algo le sobra, son las mujeres, ¡menudo es mi hermano!
—Puede ser —insistía Roberta—, pero ¿la apropiada?
El Frío se hartó de aquella comedia, pagó la cena y se libró de ellos con una banal excusa.
Antes de que se marchase, Roberta retuvo largo rato una de sus manos entre las suyas. Así fue como el Frío encontró una notita con un número de teléfono escrito dentro de un pequeño corazón.