Nembo Kid, el Libanés y Ricotta fueron puestos en libertad a finales de marzo, con más de una disculpa. El Dandi, en cambio, tuvo que cargar con una condena definitiva de veinticinco días: el viejo artículo 80 del código de la circulación, conducir sin carné, casi una ofensa para una persona de su calibre. Pero los carnés, los pasaportes y los permisos en general iban a dejar de ser un problema después del acuerdo con Zeta y Equis. Los espías habían vuelto a visitarles un par de veces en Rebibbia. Nembo Kid les había pedido ayuda para su viejo colega Turatello, quien estaba pasando una mala racha en Milán. Zeta le había sugerido una persona a la que dirigirse. Nembo Kid y Donatella cogieron un avión rumbo a Milán. Era la primera vez que volaban. En la boutique de Fiumicino, Donatella vistió a su hombre de pies a cabeza. Entre la ropa de marca y la corbata, Nembo Kid, que era alto y musculoso, se sentía como un maniquí embalsamado. Pero no desentonaba en la plaza abarrotada de pijos de aire arrogante, tipo el Negro, a la que daba el hotel de cuatro estrellas.
—Toma ejemplo del Dandi —le amonestaba ella.
—El Dandi es un fanático.
—Dado que ni siquiera sabes a quién vamos a ver, al menos ponte algo elegante.
—¿Qué es eso de «vamos» a ver? Tú no vas a ninguna parte. Éstas no son cosas de mujeres.
Pero Donatella, que desde la historia de la colombiana no se fiaba un pelo de él, lo siguió paso a paso en su recorrido por las casas, despachos, restaurantes, clubes y galerías que visitó. Vio negocios de un lujo desenfrenado, y se le ocurrió abrir algo semejante en Roma. Vio bares deslumbrantes, y recordó decepcionada el Full’80, que en su tiempo le había parecido el no va más y que ahora, en cambio, no resistía la comparación. Vio mujeres consumidas y muy dignas, y notó con qué hambre de lobo escudriñaban al cerdo que llevaba al lado. Decidió empezar a ir a un gimnasio y esperó poder convencer de ello a Patrizia. Asistió a una pelea furibunda entre Nembo Kid y un señor de mediana edad de maneras empalagosas que lo llamaba «mi querido amigo», o «queridísimo» y que afirmaba estar «desolado» por no poder «hacer nada más» para resolver los asuntos judiciales del «querido Francis». Vio también a Turatello o, mejor dicho, lo divisó tras colarse en el locutorio de San Vittore gracias a los permisos que les había procurado, como no, Zeta. Un tiarrón exuberante, un poco macarra, pero guapo y, según se podía intuir, desenfrenado como un animal. Como su Nembo Kid, pero con más estilo. La verdad, consideró, mejor conservar lo que tenía, libre y de carne y hueso, que suspirar por el amante perdido detrás de los barrotes. Sólo le prohibieron acudir a una reunión. Una ceremonia exclusivamente masculina de la cual Nembo regresó a altas horas de la noche con semblante sombrío y hecho un basilisco. No quiso decirle nada y, cuando ella insistió, le soltó una bofetada. Donatella no era de las que ponen la otra mejilla, por lo que se la devolvió lanzándole una lámpara que fue a estrellarse contra el papel pintado de la lujosa suite. Tras una retahíla de gritos y llantos, hicieron el amor como salvajes y antes de dormirse, mientras Nembo roncaba con la boca abierta y con la cabeza apoyada en su regazo, Donatella pensó que la vida que había elegido era la mejor de las vidas posibles.
En Roma, entretanto, mientras el Libanés buscaba el mejor modo de explicar al Frío la historia de los dos espías, ambos se toparon con el Arenque a la entrada del cine porno de la calle Macerata.
Se había recuperado del pedal, el muy bestia, y ahora se hacía el santo. Arrodillado a los pies del Búfalo, rogaba clemencia. Debía estar loco, cuando dijo esas cosas. No las pensaba seriamente. Todo había sido culpa del vino, y de una mujer que no quería saber nada de él, y de los caballos que le habían jugado una mala pasada. Excusas, en pocas palabras, o, como diría un abogado, atenuantes. Afirmaba estar dispuesto a sufrir cualquier tipo de humillación, a ir a cuatro patas hasta el Divino Amor[24] lamiendo mierda de perro, a matar a quien quisieran cuando quisieran, a darles la casa, la mujer, los hijos. Convertido en una máscara de lágrimas, agitaba una foto tamaño carné de dos críos de sonrisa desdentada, y sorbía por la nariz peor que un cocainómano tenaz, mientras entre un sollozo y otro afluían retazos de viejas oraciones: «No, si ahora resultará —pensaba el Búfalo furioso—, que además de juez voy a tener que hacer de santo.»
—Ya vale, lo hemos entendido. Levántate y olvidemos este asunto.
El Búfalo no podía creer lo que veían sus ojos. ¿De verdad iban a permitir que ese infame se marchase como si nada? El Arenque tampoco las tenía todas consigo, de forma que el Esqueleto tuvo que repetírselo varias veces hasta que la idea se abrió paso en su mente y cambió el llanto de desesperación por el de consuelo. Al final, para quitárselo de encima se lo soltaron al Esqueleto, quien también estaba encantado por el modo en el que se habían resuelto las cosas. Y como tenían ganas de quedarse a solas, el Frío y el Libanés se despidieron también del Búfalo, que seguía refunfuñando incrédulo, y se fueron a fumar tranquilos a la playa de Castelporziano.
Ni siquiera cuando se encontraban ya tumbados frente a la brisa helada del mar, el Libanés encontró la fuerza necesaria para aludir a los dos espías. Hablaron de todo un poco, pero no de eso. Hablaron del negocio de la droga, que iba viento en popa. Del garito, que a esas alturas debían considerar ya perdido, aunque no tardarían en abrir otro similar en cualquier otra parte. El Frío le contó el proyecto del Negro para reciclar el dinero del asalto y le dijo que ya habían entrado en contacto con el Seco. El Libanés insistió en la idea de adquirir el Climax Seven, para dar contenido a las inversiones. Luego el Frío encendió un canuto, le dio dos profundas caladas, y mientras se lo pasaba a su amigo le dijo que había que eliminar cuanto antes al Arenque.
—¡Pero si es un pobre desgraciado! ¡Como los hermanos Gemito! Basta hacerle ¡bu! para que se cague encima… sería malgastar plomo.
—Ya te dije que cometías un error fiándote de los Gemito. Y, además, lo del Arenque es otra historia…
—¿A qué te refieres?
—Para entenderlo deberías haber estado aquella noche en el bar, mientras le daba a la lengua. Si lo hubieses visto, estarías de acuerdo conmigo.
—Está bien. No lo vi. Explícate mejor, ¿no?
El Frío se había convencido al ver las miradas del resto de los presentes. Seis o siete jovenzuelos, absortos en la escena. A un par de ellos el Rata los había usado ya como camellos. Muchachos que se podían formar o perder como si nada. El Arenque estaba loco, de acuerdo. No contaba con el apoyo de nadie. De acuerdo. Pero cuando hablaba de ellos, y de Roma, y de que se estaban convirtiendo en una especie de dictadores, que todos aquellos que estaban por debajo de ellos acabarían rebelándose un día… pues bien, en eso el Arenque tenía razón.
—Mientras lo escuchaban se iban convenciendo. Se veía en sus ojos, Líbano. Estaban con él, con el Arenque, y si no se movían era por miedo…
—El miedo es un buen amigo, Frío —filosofó el Libanés; el canuto le había sentado bien y le daba risa ver cómo se dilataban los puntitos lejanos de las estrellas. Sin saber por qué, se sentía feliz.
—Sí, el miedo, precisamente por eso hay que eliminar al Arenque. Para que los demás tengan miedo… porque hoy es el Arenque, pero mañana será Fulano o Mengano… y no podemos perdonar a todos, ¿verdad?
—Entonces liquidemos al Arenque… imagino que no será el último.
—No —corroboró el Frío—, pero después de eso tendremos que calmarnos un poco.
—¿Y por qué? Todo va a pedir de boca.
—Hay algo que me da mala espina, Líbano. Es como si uno de los nuestros siguiese con nosotros pero tuviese ya la cabeza en otra parte… así no podemos conservar la calle… no podemos perdonar a todos, ¡pero tampoco podemos matar a toda Roma!
—Sí, tienes razón, tenemos que liquidar al Arenque.
El Libanés pensaba que el Frío había llegado a las mismas conclusiones que él por su propia cuenta. Si había un momento propicio para hablar, era precisamente ése. Pero la marihuana se le había subido a la cabeza, y las estrellas le deslumbraban, y después de lo del Arenque tendrían tiempo para conversar, y, en fin, que no tenía ganas. Punto y basta. De forma que tampoco aquella noche el Líbano abrió su corazón a su amigo de siempre.