III

El Viejo era el Viejo. El Viejo ordena y Dios dispone. El Viejo estaba al mando de una unidad informativa de nombre neutro y cuyo poder sólo conocía un reducido número de elegidos.

Rodeado de sus juguetes mecánicos, auténticas piezas austríacas del siglo XVIII, prototipos de los modernos autómatas, el Viejo combatía el insomnio jugando a desordenar el mundo.

Hacía ya tiempo que el Viejo había echado la vista encima a un grupo de criminales que empezaban a hacerse un nombre en la ciudad. Había ordenado que explotasen el burdel. La inversión había resultado ser muy rentable. La información empezaba a afluir. Mao se equivocaba: el poder no se apoya en el cañón del fusil, sino en la información.

Con posterioridad, había ordenado a Zeta y Equis que intensificaran los contactos con ellos valiéndose del viejo método. Los americanos, que en su infinita arrogancia creían ser los primeros en haberlo llevado a la práctica —como si jamás hubiesen existido los Sun Tzu y los Von Clausewitz— los americanos lo llamaban Sting Operation, «operación aguijón». Coges a un delincuente o a un supuesto delincuente, lo obligas a apartarse del buen camino, lo pillas con las manos en la masa y lo colocas ante una brutal alternativa: o infringes la ley para mí o estás acabado. En la mayor parte de los casos funcionaba. Y ahora tenía al Libanés y a sus muchachos. ¿Para qué? Para jugar, naturalmente.

Al Viejo le había gustado mucho el discurso del Libanés sobre la calle. Sentía que entre él y aquel macarra había una cierta sintonía. Que tenía que ver con el juego y con el desorden. ¿Acaso no era el Libanés un jugador empedernido? Claro que era un aficionado. Por el momento seguía cultivando el sueño de ordenar el caos. Mientras que el juego exigía hacer justo lo contrario: introducir el caos en el orden. Desordenar el mundo.

El Viejo experimentaba un gran desprecio por los llamados grandes de la Tierra. Consideraba a los banqueros, a los traficantes, a los políticos y a las cabezas coronadas que se engañaban imaginando que eran ellos los que manipulaban los hilos del juego, una banda de aventureros mediocres y estúpidos. Gente incapaz de concebir la trama en su globalidad. Aprendices que corrían en pos de objetivos ridículos: conquistar un Estado, derrocar un gobierno, aplastar la mala hierba subversiva. Antaño, él también se había sentido seducido por estas sirenas. Cuando le habían entregado el primer distintivo del ministerio, se había estremecido de orgullo. Y cuando los americanos lo habían elegido su hombre de confianza, aceptándolo en la elite cósmica más selecta del siglo XX, se había sentido invadido por una infinita alegría. ¡Ah, los americanos! ¡Los guardianes de la libertad! ¡Los protectores de la Democracia! With God on my side! ¡Tan sencillos, tan directos, tan amablemente, íntimamente e inocentemente fascistas! Tan orgullosos de su tradición Wasp y de su atávico prognatismo, aunque bastase rascar en su pedigrí para que brotasen los hispanos, los griegos, los armenios y los turcomanos… las razas inferiores, las razas malditas… El Viejo no odiaba a los americanos: los compadecía, como un padre a un hijo tonto.

Todo esto había sucedido hacía mucho, mucho tiempo. Ahora el Viejo sabía. Entre el mar de idioteces de las que se había servido Mao Tse-tung para embobar a su pueblo había una sacrosanta: grande es el desorden bajo el cielo, el momento es por tanto excelente. El único recurso de una mente superior: jugar a desordenar el mundo para preparar un caos siempre novedoso. Si alguien hubiese podido leer sus pensamientos más recónditos, habría descubierto escandalizado que el hombre de orden es el más feroz de los anarquistas: como su héroe preferido, el Profesor de Conrad, que deambula por las calles con su secreto cargado de odio y muerte.

Con un suspiro de cansancio y un fondo de ligera excitación en el costado, el Viejo apuró su whisky, detuvo el mecanismo del autómata jugador de ajedrez y se levantó a duras penas del inmenso sillón negro. A la mañana siguiente, a las nueve y media, tenía audiencia con el ministro. Para informar sobre los progresos de la actividad antiterrorista. A las once y cuarto reunión con los homólogos sudafricanos. A la una, comida en el Trastevere con el representante de la OLP. Encargar a Zeta que tomase las disposiciones adecuadas para el burdel. A las cuatro y media: reunión privada con el delegado del Mossad. Encargar a Zeta que tomase las disposiciones adecuadas para el burdel. Evitar que ambos enemigos históricos se encontrasen. O quizá propiciarlo. Tenía que pensarlo un poco. Ocho y cuarenta: reunión de la logia en casa del abogado Considinis. Lo esperaban largas horas alejado de sus amados autómatas.

Antes de final de año debía organizar una cita con el Libanés.