El 7 de febrero por la tarde, Donatella sorprendió a Nembo Kid con una colombiana. Estaban en el picadero que Ojo Feroz tenía detrás de la basílica de San Paolo. Nembo trató de engañarla.
—No es lo que piensas… ella trabaja en la embajada… estoy poniendo en marcha un negocio…
Tras enviar a la sudamericana a recuperar su sujetador de talla XL y su par de medias de color turquesa, Donatella esperó pacientemente a que la morenaza largase velas y acto seguido sacó una navaja y le dejó un pequeño recuerdo a su hombre en el hombro.
Por la noche, cuando Nembo Kid se presentó en el Full’80 con cara de pocos amigos y el brazo en cabestrillo, fue recibido con una carcajada colosal. El detalle que más les divertía era que, hacía justo una semana, Nembo en persona le había regalado la navaja a Donatella. Añadiendo que era para su defensa personal: con todos los delincuentes que andaban sueltos…
Mientras celebraban aquel golpe memorable, Ricotta les presentó a cuatro tipos: jóvenes, elegantes, bien vestidos, habían pronunciado la contraseña correcta, por lo que parecían en regla. Los tomaron por amigos del actor Bontempi y los invitaron a beber con ellos. Con todo lo que aquellos primos iban a dejar en las mesas, bien podían mostrarse generosos con ellos.
Pero los cuatro rechazaron educadamente la invitación y a continuación extrajeron uno a uno sus tarjetas y se identificaron. Carabineros. El Búfalo, armado con el revólver, consiguió deslizarse sigilosamente hasta la salida. El Libanés tuvo la impresión de que los carabineros se daban cuenta de la maniobra y que, sin embargo, lo dejaban huir. Segundo elemento extraño, si se añadía a lo de la contraseña. Tercer elemento extraño: desdeñando el salón de recepción, en orden y con todas las licencias en regla, y antes de que pudiesen reaccionar, los guardias subieron sin más preámbulos al piso de arriba, irrumpieron en la sala de juegos, identificaron a los presentes y secuestraron cartas, fichas, dados, cheques, dinero en contante y pagarés. El cuarto y último elemento extraño, e inquietante a decir poco, era que sólo arrestaron al Dandi, al Libanés, a Nembo Kid y a Ricotta, quienes al amanecer habían recibido ya sábanas, mantas y una confortable habitación en el hotel de Puente Mammolo. Así como una orden de arresto por asociación delictiva para fines de estafa y ejercicio del juego de azar. Cosa de risa, de acuerdo, pero todas aquellas entradas y salidas se estaban convirtiendo en una auténtica lata.
Además, Rebibbia no era Regina Coeli: si bien había más espacio y el hedor a carne humana era menor, el reglamento era más severo y antes de que pudieran salir de las celdas de aislamiento, transcurrió una larga semana. Cuando por fin se volvieron a encontrar en el patio, todos estaban furiosos, decepcionados y en guardia.
En los días precedentes, Vasta les había hecho una demostración personal de su habitual buen humor.
—En lo que concierne al juego de azar, la imputación es errónea. El fiscal es Sciancarelli, un cretino. Podéis estar tranquilos. Si las cosas se ponen feas, cuando os pongan en libertad siempre podremos decir que al Full’80 ibais tan sólo a jugar, y lo resolvemos con una multa. Por desgracia, han precintado el local y me temo que os vais a tener que olvidar de él. En cuanto a la estafa, es necesario que los jugadores declaren que hacíais trampa. Lo que me parece bastante improbable y, en cualquier caso, por el momento no hay nada en las actas. ¡Animaos, como mucho, a principios de abril volveréis a estar fuera!
De forma que habían perdido el garito. Un daño insignificante, pero… paciencia. Nada más salir abrirían otro. Aún más grande, y rentable. El dinero no escaseaba. Lo primero era coger al canalla que había intentado jugársela, y hacérselo pagar.
¿De dónde vendría esta vez el ataque?
Nembo Kid, al que, a fin de cuentas, Donatella había hecho un gran favor, había sido internado en la enfermería. Aquí, por medio de un carcelero aficionado a la coca, había conseguido un poco de polvo para esnifar y un mensaje de Treintamonedas: Santini, Fabio juraba y perjuraba que la Brigada Criminal no sabía nada del asunto. Los habían dejado al margen, en pocas palabras: y, lo que era aún peor, algunos de sus amigos carabineros le habían dado a entender que la operación Full’80 había sido ejecutada «con la mayor discreción» y «siguiendo órdenes procedentes de lo alto». Lo que sucedía en aquellas alturas era una incógnita insondable.
El Libanés, que admiraba en el fondo aquella acción fulminante, quirúrgica, se preguntaba a qué se debería aquella selección en las detenciones. Por qué ellos cuatro y no todos. ¿Apuntaban a los jefes, o a aquellos que consideraban como tales? En ese caso, ¿por qué habían ignorado al Frío? ¿Por qué cargar con Ricotta, que era un buen chico, pero cuya autoridad…? ¿O es que trataban de sembrar cizaña? ¿Hacerles creer que uno de ellos era un traidor? Conocían la contraseña, que cambiaba dos veces a la semana. Muchos jugadores la sabían, de acuerdo. De forma que, cualquiera podía… Por una vez, al menos, no se enfrentaban a Borgia. Y también esto podía ser señal de la existencia de un problema: una ulterior indicación de que había otros enemigos de los que tenían que protegerse. El Libanés estaba seguro de que conseguirían salir bien parados de aquella historia. Su temor, como siempre, era que no se resquebrajase el grupo. Bueno, fuera quedaban el Frío y Treintamonedas, por lo que, con él y el Dandi dentro, las cabezas pensantes en libertad quedaban reducidas a la mitad. Tal vez pudiesen involucrar más al Negro: pero ¿hasta qué punto se podían fiar de él? Ése iba, venía, desaparecía, mantenía su autonomía, en pocas palabras. Y sólo el Frío conseguía hablar con él. Sí, había que reconocer que aquel nuevo encarcelamiento era, cuando menos, inoportuno. En el futuro había que tener más cuidado. Diversificar las alianzas. Habían llegado a un punto en el que pagar a algún que otro madero corrupto ya no garantizaba nada. Quizá fuese ése el mensaje.
Una noche —una noche de principios de marzo—, fueron convocados al despacho del director. Pero el guardián encargado de escoltarlos, en lugar de dirigirse al edificio donde estaban las oficinas, los acompañó a otro en rehabilitación destinado a albergar a los terroristas, verdaderos y falsos, que entraban a mansalva en aquellos días. Y sin dignarse a contestar a sus apremiantes preguntas, los dejó plantados en una sala de visitas iluminada por un miserable neón.
—Esto no me gusta —comentó Ricotta.
—No te pongas nervioso —filosofó el Libanés, que a base de darle vueltas, algo había alcanzado a comprender.
Así que, cuando aparecieron junto a la puerta blindada que el guardián había dejado entornada, no le sorprendió que se tratase de sus viejos amigos Zeta y Equis.
—¡Así que esta broma es cosa vuestra!
El Dandi y Nembo Kid hicieron ademán de abalanzarse sobre ellos. Zeta levantó la mano en son de paz. Equis arrojó sobre la mesa una papelina de coca.
Nembo Kid se acercó a la droga, introdujo en ella la punta del meñique y la probó.
—Parece buena.
—Tened cuidado —les advirtió Equis—, está al ochenta y cinco por ciento.
—Nadie os obliga a apurarla esta noche —precisó Zeta—, nosotros nos vamos, pero aquí se queda…
El Dandi fue el primero en esnifar, seguido de Ricotta y Nembo Kid. Zeta y Equis cogieron dos sillas y se acomodaron en ellas.
—¿Tú no te sirves, Libanés? —preguntó Zeta.
—Primero los negocios. Habéis venido por eso, ¿no?
—Quién sabe si te esperabas nuestra visita… eres un tío listo, Líbano. Y por eso hemos venido…
El Libanés se acercó deprisa a la mesa, cogió la coca, cerró la papelina y se la metió en el bolsillo. Ricotta lo miraba desconcertado. El Libanés se encendió un cigarrillo. Zeta inició su perorata.
Lamentaba la historia del garito, pero estaba seguro de que no tardarían en recuperarse. Tenían que considerar lo sucedido como una especia de pequeña muestra de su poder. En cualquier caso, si aquella conversación daba los frutos esperados, el asunto no pasaría de ser una pompa de jabón. Y todos sacarían de él un buen provecho. Ya habían tenido que intervenir una vez para salvar el burdel de las iniciativas de aquel policía desquiciado, aquel Scialoja que pensaba que iba a poder pisotearles sin pagar por ello. ¿Había salido bien o no? Acto seguido, llegaron las condiciones. Zeta habló largo y tendido. A su alrededor caía la noche, marcada por los pasos cadenciosos de la ronda. Zeta habló mientras el Dandi, Nembo Kid y Ricotta asentían con la cabeza, cada vez más convencidos, casi exaltados, y el Libanés permanecía apoyado a la pared. Impasible. Impenetrable. Al final, cuando Equis, que hasta ese momento no había abierto la boca, preguntó si el pacto se podía considerar sellado, antes de que los demás se dejasen llevar por el entusiasmo, el Libanés escrutó con malignidad a Zeta.
—¿Por qué no habéis arrestado al Frío?
Zeta sonrió.
—Tal vez no era necesario…
—¡No habéis entendido nada!
Zeta y Equis intercambiaron una mirada de preocupación.
—Escucha, Libanés…
—No, escucha tú: puede que nosotros tengamos necesidad de vosotros, pero no tanta como vosotros tenéis de nosotros. Los palacios son vuestros, la calle nuestra. Y eso es lo que os interesa, la calle. ¡Porque sin ella vuestros palacios valen poco menos que nada! Nadie controla la calle como el Frío. Nadie. El Frío es la calle. Por eso… ¡sin él no hay acuerdo!
—¡Tienes razón, coño! ¡O todos o nadie! —gritó Ricotta, dando un puñetazo sobre la mesa.
El Libanés buscó la conformidad del resto de sus compañeros. Pero el Dandi parecía rumiar algo indescifrable. Y Nembo Kid miraba al suelo con las manos hundidas en los bolsillos. Al Libanés aquello le olió a oportunismo. Si a él le pasaba algo, ¿qué sería de ellos?
—Sin el Frío —repitió contundente—, no hay acuerdo.
—Tenemos que hablar con el Viejo.
—¿Quién es el Viejo?
—El Viejo es el Viejo.
—Muy bien, pues decidle esto al Viejo: ¡sin el Frío no hay acuerdo!
Zeta suspiró. Bien mirado, las órdenes habían sido, en este caso al menos, bastante elásticas. Había que llevar al Viejo un resultado, y un resultado lo habían obtenido; además, a la hora de negociar siempre hay que ceder en algo.
—Haz lo que quieras —convino—, pero el garante eres tú.
El Libanés asintió. Sacó la papelina de coca y la arrojó sobre la mesa.
—Asunto concluido, entonces.
Más tarde, mientras el carcelero, que hizo caso omiso de la coca, los conducía a la celda, el Dandi le dijo al Libanés que se había comportado como un auténtico jefe con aquellos dos. El Libanés quiso mirarlo a los ojos, pero el Dandi lo esquivó. El Libanés se fue a dormir con una sonrisa, entre irónica e inquieta, en sus finos labios.