A pesar de la retractación, el Búfalo permaneció en Regina Coeli, y el Lejía fue acusado de complicidad. Desde que había perdido a su fiel Scialoja, a Borgia le rechinaban los dientes. Y por lo visto sus ideas empezaban a difundirse porque el juez instructor, en el auto en el que rechazaba la solicitud de puesta en libertad, había definido al Búfalo como un «exponente importante de una nueva criminalidad que se caracteriza por la extrema resolución en los medios empleados y por un absoluto desprecio por la vida humana».
—¡Yo lo mato! —había amenazado durante un coloquio con el abogado Vasta. Éste lo había calmado con una sonrisita de desdén.
—¿Por tan poca cosa? En Navidad estarás en casa. Te lo garantizo.
Quizá. Pero mientras tanto los días se sucedían interminables y aburridísimos. Por primera vez, al Búfalo le pesaba la cárcel. Recordaba algunas escenas de fuera, sobre todo aquella maldita tarde en la que se había comportado como un idiota. Corría el riesgo de arruinarlo todo. Pero por mucho que se esforzaba por encontrar una razón o una justificación, acababa siempre de forma ineludible en el mismo punto: soy así, no puedo evitarlo. Sucedió y basta.
Menos mal que del exterior, además de los paquetes y del dinero de la caja común, sólo le llegaban buenas noticias. El golpe de la droga había salido redondo. Treintamonedas, el Frío y el Tapón, con el Negro de cobertura, habían visitado el depósito de piezas de convicción a plena luz del día, pasando los controles gracias a las tarjetas que les había procurado el amigo de Santini. Los cincuenta kilos de Peshawar habían sido distribuidos en dos maletas de metal que habían pasado ante las mismas narices del cuerpo de guardia. Así que quizá por este motivo, y también porque pensaba en cómo se lo debían de estar pasando fuera los demás, el tiempo parecía no pasar nunca allí dentro.
En Navidad, por decisión de un subteniente de los carabineros dotado de un gran sentido del humor, le asignaron un compañero de celda: el Niño, que acababa de cumplir dieciocho años y estaba recién salido del reformatorio.
El Niño empezó con buen pie: al entrar saludó con educación y se presentó con su verdadero nombre, le pidió permiso al Búfalo para arreglar su camastro y le preguntó si le molestaba el tabaco. Era un muchacho delgado, menudo, de aire honesto y semblante astuto, mirada franca y una chaqueta de tweed propia de un actor de cine. El Búfalo, temiéndose que fuese un pijo, le preguntó de qué barrio venía.
—Nací en la plaza Euclide —respondió el Niño.
—No soporto a la gente bien de Parioli. ¿De qué se trata? ¿Canutos?
—Homicidio.
La cosa se ponía interesante. El Niño le contó su historia sin hacerse de rogar. Dijo que pertenecía a una organización revolucionaria nacionalsocialista que había decidido eliminar a un canalla, un abogado que los había vendido al MSI de Almirante[23]. Él y otros cuatro compañeros habían preparado la emboscada y habían dejado tiesa a la víctima a golpe de metralleta. Pero algo había salido mal en el momento de huir: un coche patrulla de los carabineros los había interceptado, se había producido un tiroteo y tres de ellos habían sido capturados.
—Por si fuera poco, eliminamos al hombre equivocado. Uno que se parecía al abogado, pero que no era él.
—¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Invocar a san Nosénada?
—Prácticamente me cogieron en flagrante.
—¿Y qué?
—Me he declarado ya prisionero político.
—¡Uhhh, otro idealista! ¡Vaya coñazo con la política!
En cualquier caso, el pijo parecía un tipo cabal. A los jueces que acudían a interrogarlo los recibía con un silencio desdeñoso o los obligaba a rendirse a base de agrios comentarios. Durante los coloquios lo visitaban una señora elegante y una muchachita asustada: su madre y su hermana, invariablemente cargadas con ropa interior limpia, suéteres de cachemir a la moda y tortas de chocolate que el Niño repartía con generosidad. Sabía comportarse en la cárcel: a pesar de su juventud, tenía el aplomo de un veterano. Pasaba dos horas al día levantando pesas en la celda, sus cosas estaban siempre en orden y el Búfalo jamás lo había visto desgreñado o con un calcetín que desentonase con el resto de su vestimenta.
Poco a poco, también el Búfalo se abandonó a las confidencias. Le contó una parte —sólo una parte, ¿eh?— de sus asuntos, le habló del Libanés y del Frío, de Treintamonedas, del Sardo y del Dandi, de Patrizia, de sus chicas, de la droga, de los garitos, de la calle, en pocas palabras, y de la antigua y electrizante fascinación que ejercía ésta. El Niño lo escuchaba con atención, absorbía cuanto le decía, interrumpía poco y jamás sin motivo, hasta el punto que, por primera vez en su vida, el Búfalo se sintió el hermano mayor de alguien. Como una especie de Libanés o de Frío, vaya: aquélla era una sensación nueva a la vez que estimulante. El Búfalo había sido siempre un solitario. El afecto que empezaba a sentir por aquel muchacho le caldeaba el alma. Incluso lo obligaba a usar el cerebro: y no porque le faltase, como había intuido el Libanés, sino porque a menudo y de buena gana se olvidaba de tenerlo. De esta forma el Búfalo tuvo una feliz idea: le contó la historia del muchacho al abogado Vasta. El leguleyo había oído hablar de él: buena familia, parientes bien colocados, un montón de pasta. Claro que era una pena echarse a perder de esa forma en pos de una idea que, si bien podía ser justa, sin la necesaria participación de otros no dejaba de ser una utopía. Claro que si al Niño lo asistía alguien… en los tribunales, se entiende… la persona adecuada…
—Está bien, abogado, he pillado el concepto. Pero ¿ahora qué le digo yo a ése?
Vasta le ofreció un consejo preliminar. Por la noche, el Búfalo le planteó la cuestión al Niño.
—Escucha: ¡como sigas adelante con la historia del prisionero político acabarás saliendo de aquí con los pies por delante!
—¿Y qué se supone que tengo que hacer?
—Confesar.
El Niño reaccionó con dureza.
—¿Crees que me asusta la cárcel?
—No, sé cómo eres. No tienes miedo. Pero tarde o temprano te hartarás. Piensa en cambio cuántas cosas estupendas podrías hacer fuera de aquí… con los amigos adecuados, quiero decir…
El Niño reflexionó por un momento, resopló y negó con la cabeza.
—¿Por qué no? —insistió el Búfalo.
—Si hablo, traicionaré a mis camaradas…
—¡Pero si no hace falta que les des ningún nombre, idiota! Basta con que les eches un hueso… Sí, su señoría, fui yo. Admito mi responsabilidad. Me arrepiento sinceramente de ello y quiero remediar las consecuencias. Pero nombres no…
—¿Crees que se conformarán con eso?
—¡Ay, Niño, mírate! Eres uno que ha estudiado, se ve a la legua… buena familia… te ha explicado bien que el delito lo cometiste cuando eras aún menor… con un buen abogado… confiesa, te aplicarán los atenuantes, le dices a papá que ofrezca un cheque a la familia de la víctima ¡y dentro de diez años pones el pie en la calle! O eso o la cadena perpetua.
El Niño pasó dos días aturdiéndose entre pesas y flexiones. Mudo como un muerto. Era evidente que pensaba seriamente en la propuesta. Y no hablaba. Se guardaba todo para sí. Un hueso duro de roer. El Búfalo, que no sabía lo que era espera y paciencia, lo despertó a la tercera noche con la excusa de que roncaba.
—Niño, quítame una curiosidad: ¿por qué vosotros y los fascistas os llamáis camaradas, como los otros?
—¿Y por qué no? «Camarada» es una bonita palabra.
—¿Has pensado en lo que te dije?
—Está bien, confieso y no vendo a nadie. Está bien, me creen. Pero así acabo, de todas formas, fuera de mi círculo…
—¿De qué círculo?
—Del mío.
—¿En qué sentido?
—Bueno, pensarán que soy un renegado…
—Ah —el Búfalo exhaló un suspiro de alivio—, si es por eso, deja que me ocupe yo. Dos palabras al Negro y todo resuelto…
—¿Conoces al Negro?
—El Negro está con nosotros.
En fin, que tras un breve tira y afloja, el Niño revocó al abogado de oficio, nombró a Vasta, y escribió una larga carta al Ministerio Fiscal.
A mediados de enero, el tribunal de casación aceptó el recurso del abogado Vasta y el Búfalo fue puesto en libertad. Salió de la cárcel convencido de haber hecho una buena obra: el Niño se estaba haciendo un hombre y él lo había ayudado a crecer. Algo en su fuero interno le decía que algún día se volverían a ver.