Las dos muchachas elegidas por Patrizia, una morena y la otra rubia natural, se afanaban con el pene de látex. El Negro, sentado en la posición del loto, observaba distraído sus movimientos sobre la gran cama con el baldaquín rojo. Su mente seguía el hilo de los recuerdos. Había regresado a la última noche que había transcurrido en casa de Evola. El Maestro, casi en las últimas, les relataba la aparición de Khrisna a Arjuna. Avatar: el dios se manifiesta en los momentos de crisis para llamar al hombre al orden. Khrisna le explica a Arjuna que cualquier acción es en sí misma inútil y superflua, pero que si la acción no existiese, los hombres pensarían que todo es inútil y se hundirían en un tedio mortal. El tedio de la no-acción que conduciría fatalmente al género humano a la extinción. Por eso es necesario actuar, pero con indiferencia hacia los frutos de las propias acciones. Actuar, sin gozar de la acción: ésa es la esencia. Mientras todos escuchaban fascinados la áspera voz del Maestro, el Negro lo había interrumpido, violando al hacerlo una regla sagrada.
—Pero ¿acaso no significa eso que la acción es hermosa en sí misma?
Un murmullo escandalizado había seguido a su intervención. El Maestro lo había invitado a precisar el concepto.
—Lo que quiero decir es que tal vez Khrisna lanza un mensaje oculto. Él, un dios, tiene frente a sí a un hombre, Arjuna. Khrisna sabe que la acción es el único valor que el hombre puede comprender. Y se lo ofrece en bandeja de plata…
—¿Con qué finalidad?
—Para que Arjuna cumpla con la misión que él mismo, el dios, le ha asignado… para que se decida de una vez a hacerlo sin plantearse demasiadas preguntas…
—Según usted, entonces, ¿se trataría de una vulgar técnica de control? En definitiva, ¿de una mera cuestión de poder?
—Eso es, Maestro.
—Vuelva cuando sea capaz de comprender —le sonrió el Maestro.
No había vuelto. Ya no tenía necesidad de maestros. Zaratustra había sido muy claro sobre ese punto: no respeta a su maestro quien sigue siendo alumno durante toda su vida. De aquel fragmento de su vida no le restaba sino la belleza del gesto. Las muchachas jadeaban. La morena se había percatado de la risa que asomaba por sus labios huidizos.
—¡No te rías! Estamos trabajando.
—Perdón. Seguid.
Se concentró en ellas. Hacían lo imposible por excitarlo y lo estaban consiguiendo. Se dejó involucrar lentamente, con creciente convicción. El orgasmo empezó a subir: una marea rabiosa que ascendía de lo más hondo de sus entrañas. Cuando estaba a punto de alcanzar el cenit, lo contuvo mordiéndose la lengua. No podía perder energía. La iba a necesitar pronto. Muy pronto.
—Basta.
Las muchachas se dejaron caer sobre la sábana de seda. Haciendo una mueca, la rubia se pasó una mano entre las piernas. La morena desató el pene artificial y lo arrojó sobre la mesilla. A pesar de que ambas eran un regalo de Patrizia, les pagó generosamente. Se despidieron con un beso, luego el Negro se volvió a vestir, cogió la bolsa con las armas y recuperó la Honda con las matrículas falsas que había aparcado en el lungotevere.
Del hombre que debía eliminar sólo sabía que escribía en un periodicucho sensacionalista y que había molestado a la persona equivocada. Ni siquiera lo consideraba un hombre, sólo un blanco. El blanco de la acción. Lo llamaban el Piojo. Al darle vía libre, Zeta le había contado el origen del apodo. Se lo había puesto el político que lo tenía entre ceja y ceja en el curso de una de las innumerables cenas de poderosos. Zeta repetía riendo la frase exacta: «Si no deja de organizar líos, uno de estos días lo voy a aplastar como a un piojo».
El Piojo mantenía a una amante en el barrio Nomentano. Pasaba a visitarla regularmente dos veces por semana. Jamás se marchaba antes de la diez. El Negro llegó un cuarto de hora antes del tiempo límite. El Siciliano estaba ya en su puesto. Se intercambiaron un ademán de saludo. Un muchacho menudo, atezado, con unos grandes ojos que centelleaban inesperadamente de terror. Semianalfabeto. Un hijo del campo: Zeta le había contado que cuando era niño había sido violado por unos pastores. Su presencia sellaba un acuerdo cuyos detalles pocos conocían. El Negro no era uno de ellos, pero no era demasiado difícil entenderlo. Bastaba fijar unos puntos, trazar unas líneas, ver dónde se cruzaban éstas. Se movía como pez en el agua en aquella zona gris en la que el Estado y el Antiestado se estrechaban la mano. El secreto era que todo aquello le asqueaba y por eso salía de ello cada vez más limpio. Paradójicamente, la Acción lo mantenía casto.
Empezaba a caer una leve llovizna. El Siciliano, cuya misión consistía en cubrirlo, tenía orden de intervenir tan sólo en un segundo momento y en caso de necesidad. Lo que significaba que si algo salía mal, el Siciliano debería matar al Piojo y eliminar también al Negro. Al Negro esto no le preocupaba demasiado. Formaba parte de una táctica militar con la que estaba familiarizado. No debía haber testigos de lo acaecido. En cualquier caso, antes de tomar posición inspeccionó la larga calle arbolada, esforzándose por alcanzar con la mirada los techos en pendiente y las ventanas de los sólidos y elegantes edificios. Al parecer no había testigos molestos: para cualquier eventualidad, como medida defensiva extrema, llevaba consigo una pequeña granada.
El Negro buscó amparo bajo una cornisa. Se había llevado un libro y fingía leerlo. Mientras el Siciliano podía despertar una cierta curiosidad, él no se diferenciaba en nada de la multitud de jóvenes que frecuentaban el Oficina, el cineclub de izquierdas cercano que habían incendiado ya un par de veces. En cualquier caso, la lluvia arreciaba y la calle estaba desierta. El Negro se arrebujó el cuello de la cazadora, cargó la pistola y enroscó el silenciador artesanal, un tubo de metal con un disco de madera y un poco de estopa. El arma era una Tanfolio: no muy reciente, pero de la mayor precisión. En el cargador había cinco cartuchos Fiocchi y cuatro Winchester modificados. Los peritos balísticos se llevarían las manos a la cabeza. El portón se abrió a las diez en punto. El blanco, enmarcado por la mortecina luz de una lámpara alta, tenía el aire sórdido de un chupatintas oprimido por su miserable condición. Miró en derredor, arrojó con un gesto colérico el cigarrillo que sostenía entre dos dedos y se puso en camino. El Negro salió de la sombra, dio dos o tres pasos y se colocó justo detrás de él. El blanco no se había dado cuenta de nada. La calle estaba desierta. El Negro sacó la pistola y efectuó tres rápidos disparos. El ruido de una lata aplastada. El blanco se retorció, jadeó y cayó sin un grito. El Negro se inclinó sobre él. Apoyó el silenciador en su frente y tiró por última vez. El cráneo explotó, proyectando fragmentos de sangre, huesos, materia gris. El Negro se había apartado oportunamente a un lado para esquivar las salpicaduras. Ya está, comunicó a su colega agitando la Tanfolio. El Siciliano alzó un brazo en señal de saludo y echó a correr en dirección de la plaza Verbano. El Negro se dirigió con calma al cineclub. La idea de pasar una hora en aquella madriguera de rojos le parecía un delicioso toque de clase. El problema fundamental de los rojos era que se sentían «masa». Y creían en el hombre. Y hasta es posible que fuesen una masa, pero de idiotas. En la caja había una muchacha de aire desolado, con el pelo rizado y dos tetitas inquietantes, que lo miró con malos ojos. Cumplimentó el carné con un nombre falso, pagó, ella arrancó el billete y se lo entregó con desgana. Mientras entraba en la sala oyó las primeras sirenas. La película era de los hermanos Marx: judíos pero divertidos. El Negro necesitaba relajarse. La acción lo había dejado exhausto. La energía que había generado gracias a las dos furcias y que había retenido en su interior se había desvanecido con los disparos. Le aguardaba un día importante. Debía ingresar el resto de la retribución. Debía resolver el asunto de Sellerone.
Equis le entregó el maletín con el dinero en el atrio de la Biblioteca Nacional, felicitándolo por el éxito de la misión. El Negro recibió sus palabras con una sonrisita de desdén. La historia del Piojo estaba en las primeras páginas de todos los periódicos. Se lanzaban encendidas acusaciones contra el presunto organizador. Corrían el riesgo de que aquel desgraciado resultase más peligroso muerto que vivo. Zeta, Equis, y aquel que les impartía las órdenes podían tener al Estado en sus manos, pero lo cierto era que se comportaban como aficionados en su primer disparo.
Al caer de la tarde se reunió con el Frío delante de la estación de Trastevere, donde habían cogido a Sellerone, y le entregó una bolsa con dos pistolas y un fusil ametrallador del ejército.
—No son las mismas que me diste, pero son seguras.
—Está bien. Subo y te envío a Sellerone.
—Me alegra que todo se haya resuelto.
—A mí también. Sellerone habla demasiado pero en el fondo tenías razón tú, es un pobre diablo…
Se despidieron con un apretón de manos. El Frío estaba ya en el interior del Golf cuando el Negro lo volvió a llamar.
—La Tanfolio quema.
El Frío lo escrutó. Una mirada perpleja, una frase seca.
—El Piojo.
—Sí.
—Ten cuidado con los políticos —le advirtió el Frío, y arrancó.