IV

En la plaza Mercanti no hay ni ha habido nunca ningún burdel. Los reiterados controles, las entradas, los registros y la vigilancia no habían generado ningún «elemento penalmente relevante». Todo era fruto de la ceguera de un policía tan diligente como indiscreto. El comisario Scialoja había hecho una pifia colosal.

—¡Es una vergüenza! Tenía razón usted, no debía haberme fiado de los de la Patrulla Social… me equivoqué al no seguir su consejo…

Borgia sacudía rabioso el informe con el que la Patrulla Social había dado por zanjada la investigación. Scialoja nunca lo había visto tan encolerizado. Borgia pretendía que él lo consolase. Scialoja rehuyó la mirada lúcida e indignada del juez y se guareció en el humo del enésimo cigarrillo. Borgia seguía dando vía libre a su legítimo desdén. Scialoja buscaba las palabras adecuadas para desanimarlo. La noche anterior, Zeta y Equis lo habían esperado a la salida del cineclub donde proyectaban Los vividores, de Altman. No los había visto llegar. Había sido el último en salir de la sala, acompañado a la puerta por el proyeccionista exhausto. Con un cigarrillo apagado en la comisura de los labios y conservando en los ojos y en el corazón la mirada perdida de Julie Christie, aturdida por el opio, y en los oídos la voz profunda de Leonard Cohen, había vislumbrado con un segundo de retraso a los dos tipos que habían salido de repente de detrás del tronco de un grueso tilo. Se había apresurado a buscar la pistola, pero aquellos dos habían sido más rápidos. El pequeño y robusto le había asestado un golpe con la rodilla en los riñones. El cigarrillo se le había desmenuzado entre los dientes, dejándole un gusto amargo en el paladar. El otro, alto y distinguido, vestido con un traje de lino blanco que brillaba en la estrellada noche estival, le había quitado la Beretta con una sonrisita burlona. Luego lo habían cogido de los brazos como al clásico juerguista borracho y lo habían arrastrado hasta los jardines cercanos de la plaza de Quiriti. La fuente canturreaba y el aire olía a jazmín y a abandono. El distinguido le había ofrecido un cigarrillo. Scialoja, todavía confuso por el golpe, lo había aceptado con gesto cansado. Al identificarse, Zeta y Equis hicieron centellear por un momento sus carnés.

—¿Quién me asegura que son auténticos?

—Lo son, lo son —le había respondido Zeta filosófico.

Se habían sentado en el borde de la fuente. Los últimos enamorados habían abandonado el último banco. Un pájaro nocturno había emitido su grito estridente. Zeta se limaba las uñas. Scialoja ya había visto a aquellos dos. Pero no recordaba ni dónde ni cuándo.

—Apoyo al terrorismo.

—Complicidad.

—Asociación subversiva.

—Banda armada.

Scialoja sintió una punzada lacerante en el estómago.

—No sé de qué estáis hablando.

—Sandra Belli. Prófuga en Francia. La ayudaste a escapar.

—Le avisaste de la redada.

—Has protegido a una brigadista.

—Estás hundido en la mierda.

—Hasta el cuello.

—Con el terrorismo no se bromea.

—Has pasado al otro lado de la barricada.

—Eres un policía vendido.

—Estás hundido en la mierda.

Se habían callado. Lo habían escrutado. Sarcásticos, despectivos.

—Sandra no es una terrorista.

Zeta se había echado a reír. Equis se había echado a reír.

—Ya. Sandra no es una terrorista. ¡Y Patrizia no es una puta!

Scialoja había recordado. Los había visto mientras vigilaba la plaza Mercanti. Frecuentaban el burdel. Lo protegían.

—¿Qué queréis de mí?

—Un acuerdo —había suspirado Zeta.

—En el fondo estamos en el mismo bando.

—En el fondo no eres un mal muchacho.

—Sólo un poco indiscreto.

—Sólo un poco arrogante.

—Digamos que se te ha subido a la cabeza.

—Digamos que entre tres personas razonables siempre es posible llegar a un acuerdo.

—Digamos que la historia de la brigadista es asunto zanjado para nosotros.

—Digamos que te tomas unas vacaciones y te olvidas de Patrizia y de su…

—¿Actividad comercial?

—Digámoslo así: actividad comercial.

Scialoja se había encendido un cigarrillo.

—¿Y bien? ¿Qué dices? Me parece una oferta conveniente, ¿no, colega?

Scialoja había dado una calada con rabia.

—Escuchad. Puede que haya cometido una gilipollez con Sandra. En caso de ser así, estoy dispuesto a pagar las consecuencias. Pero esto no tiene nada que ver con el burdel. Es sólo una tapadera. Una inversión para una enorme organización criminal. La mayor que haya operado jamás en Roma. ¡Estoy hablando de mafia, colegas!

Zeta había dejado de limarse las uñas con aire de disgusto. Equis había abierto los brazos en ademán de resignación.

—¿Lo oyes? ¡No lo entiende!

—¡No lo entiende!

—Nosotros venimos en son de paz…

—¡Y él nos sale con la mafia!

—¡Qué capullo!

—¡Un auténtico capullo!

—Tal vez no hayamos sido bastante claros…

—Tal vez hayamos sido demasiado buenos…

—Tal vez…

A Scialoja le habían entrado ganas de desenterrar el cinturón negro que reposaba en algún lugar de su armario. Equis había puesto cara de pocos amigos.

—Escucha, imbécil: estás jodido. Punto y final. Jodido. ¿Está claro? ¡Una palabra de más y mañana te encontrarás en Forte Boccea con una orden de arresto de un kilómetro!

—En otras palabras, te tenemos cogido por los huevos.

Antes de marcharse, Zeta le había devuelto la pistola.

Borgia caminaba arriba y abajo por su despacho.

—¡Esto no se va a acabar así! ¡Organizaré una buena! ¡Organizaremos una buena! He pedido una cita con el fiscal general. Yo sigo adelante. Si creen que basta con un informe anodino para… pero bueno ¡diga algo! ¡Mire que le están acusando de ser un retrasado, un idiota! ¡Diga algo, Scialoja!

Scialoja agachó la cabeza.

—Creo que tienen razón —susurró, incapaz de mirar fijamente a su interlocutor.

—¿Qué? Pero ¿qué dice?

—Tienen razón. Me equivoqué. Eso es todo.

Eso era todo. Scialoja dio marcha atrás. Abandonó a su destino la ira de los justos y la mala conciencia. Tras una semana de ausencia injustificada, el director mandó una patrulla a recogerlo y lo transfirió con efecto inmediato. Scialoja partió en dirección a Módena con una maleta llena de libros y el hígado rebosante de licor.