III

El Negro y el Frío paseaban por el lungotevere de la Vittoria.

—No puedo devolverte las armas.

—Eso es un problema.

—Lo sé, pero no puedo hacer nada. Ya no las tengo.

—¿Se las has dado a alguien?

—Sí.

—¿A quién?

—A Sellerone.

El Frío se encendió un cigarrillo. El Negro debía de haber tenido sus buenos motivos para hacerlo, pero aquella entrega era como una especie de traición a su confianza.

—Sellerone es un cretino, Negro.

—Su Idea no coincide con la mía, aunque, en el fondo, es aceptable…

—Tienes que devolver las armas.

—Te las devolveré. Sólo es cuestión de tiempo.

—Sólo podré defenderte durante algún tiempo. Los demás están cabreados.

—¿No te fías?

—De Sellerone, no.

—¿Y de mí?

—Con los ojos cerrados.

El Negro asintió. Las cosas iban bien. También aquel problema se resolvería. No obstante, se había cometido un error. De una manera u otra, el Frío y sus amigos debían ser compensados por ello. El Negro decidió hablarles del asalto a la Caja de Ahorros.

—¿Fuiste tú?

—Yo y algunos muchachos más.

—¿Asunto político?

—También.

—Un buen golpe —le felicitó el Frío.

—Organización, preparación, estudio meticuloso… pero los billetes estaban marcados.

—Hay que blanquearlos.

—Pensaba dirigirme a unos tipos de Milán.

—¿Para qué ir tan lejos? Podemos hablar con el Seco…

—Es una idea

—Tendrás que decírselo a los demás.

—Cada uno tiene su parte, yo respondo de la mía.

—¿Y la Idea?

—Cada uno tiene la suya, Frío.

Así era como debía funcionar entre hombres, pensó el Frío mientras le pasaba el cigarrillo. Pocas palabras y buena sintonía. El Negro dio una calada con desgana y se detuvo a observar a dos chicas rubísimas que caminaban apresuradamente en dirección al hostal del Flaminio. Turistas medio desnudas. Tetas grandes y largas piernas de ave zancuda.

—¿Te gustan las mujeres, Negro?

—¿Y a ti?

—Como a todos.

—¿Vas a menudo al local de Patrizia?

—Nunca. He dicho mujeres, no putas.

—Putas, mujeres… ¿qué diferencia hay? ¡El acto es siempre el mismo!

—¿De verdad lo crees?

—No siempre. Pero las mujeres pueden ser un problema. No hay que dejarse dominar por ellas.

—Basta encontrar la adecuada.

—¿Existirá?

—Yo todavía no la he encontrado.

—Yo ni siquiera pienso en buscarla. Las mujeres van y vienen, Frío. Como todo en esta vida.

—Exceptuando la amistad.

—Eso. Exceptuando la amistad.

También Treintamonedas pensaba que la amistad era una gran cosa. Sobre todo, era importante tener los amigos justos en el momento justo. Santini, Fabio, sin ir más lejos. Al principio le había parecido alguien insignificante y, sin embargo, según parecía, a la larga se iba a revelar como un elemento muy valioso. En el ínterin había llevado a cabo una rápida investigación y le había garantizado que en al asunto del Angelito no había ningún uniforme de por medio. Luego, una noche en la que ambos se encontraban en el Climax Seven, el policía había dejado caer la bomba.

—Cincuenta kilos de Peshawar purísima. Secuestrados a un hindú de paso por Fiumicino. La mercancía no estaba destinada a nuestro mercado. Ese imbécil iba directo a Londres pero los perros lo delataron. La droga está en el depósito donde conservan las piezas de convicción. Tengo un amigo que trabaja allí, un empleado civil. Entrar será un juego de niños. A mi amigo lo contentamos con unas migajas. Yo quiero dos kilos de coca y un poco de dinero para saldar algunas deudas.

Treintamonedas informó al Libanés y al resto del grupo. El golpe parecía atractivo, cosa de coser y cantar, siempre y cuando las informaciones del policía fuesen exactas. Treintamonedas y el Tapón se encargaron de verificar que el asunto fuese factible. Al Búfalo, que deseaba una rápida remisión, le habría gustado participar en la acción. Pero no tuvo la posibilidad, dado que la Brigada Criminal lo arrestó en su casa a finales de agosto. En la orden de captura se hablaba —de hecho— de intento de asesinato. ¡Y pensar que el Lejía, su cuñado y sus respectivas furcias sólo habían recibido un par de arañazos en las piernas! Treintamonedas, por medio del consabido Santini, consiguió obtener un acta sujeta a secreto de sumario, que envió al abogado Vasta. De la misma resultaba que el Lejía había mencionado al Búfalo entre los posibles agresores. La investigación correspondía a Borgia. Carlo Bufones propuso que lo liquidasen de una vez para siempre. El Frío sugirió en cambio una oferta considerable y una retractación convincente: si lo hubiesen matado de inmediato incluso uno más estúpido que Borgia habría entendido. El Libanés le tendió la mano. El Frío fue a visitar al Lejía al hospital. Éste aceptó la oferta y prometió que, apenas le diesen el alta en el hospital, se presentaría al juez para retractarse.

A principios de septiembre, dado que el Negro había desaparecido de la circulación y que no se sabía nada de las armas, el Frío, Ojo Feroz y dos camellos deseosos de hacer carrera cogieron a Sellerone delante de la estación de Trastevere y lo condujeron a una casa segura en los alrededores de la calle Imbrecciata, que les había procurado Ziccone.

—Te doy una semana —le explicó el Frío—, o nos devuelves las armas o te convertimos en pasto para los cerdos.