V

Al ver aquella máscara cubierta de sangre que seguía implorando sigue, otro golpe, sigue, amor mío, el muchacho árabe se había asustado. Se había vestido a toda prisa, había arramblado con la cartera del Rana y había salido de allí como alma que lleva el diablo. El portero de noche había sospechado al verlo pasar como alucinado por delante de él, había subido a echar un vistazo a su viejo amigo, el Rana, marica, pero amable y generoso. Había abierto la puerta 216 con la llave maestra, había vomitado y había llamado a una ambulancia. Pero el Rana era uno que no se moría aunque lo matasen. Y, si bien había perdido mucha sangre, todavía le quedaba bastante para otra decena de años de jueguecitos obscenos. Para ponerlo fuera de combate había sido necesario usar doble anestesia. Antes de perder el sentido había tenido tiempo de soltar un torrente de maldiciones contra sus salvadores: porque él no quería que lo salvasen. Él quería morir, y morir feliz. Y el hecho de que fuese alguien diferente no era un buen motivo para negarle el consuelo de una muerte deseada. Ahora, en una habitación miniaturizada del Policlínico, vendado como una espantosa momia, con los brazos inmovilizados por el gotero, todavía atontado por los sedantes, y sin poder dormir a causa del escozor incandescente de las heridas, trataba de convencer a aquel atractivo policía de aire sombrío que todo aquello no había sido sino un intento de suicidio.

—¿Y el árabe?

—No había ningún árabe.

—El portero les vio.

—El portero se equivoca.

—Ustedes subieron juntos.

—Por pura coincidencia.

—No voy a tener más remedio que denunciarle por complicidad.

—Haga lo que quiera.

Scialoja lo observó con una sonrisa de compasión. Era una de las criaturas más espantosas que había visto jamás. Tenía una sarta de antecedentes por delitos sexuales. Sus colegas de la Patrulla Social decían que era un conocido gerente de burdeles. Un delincuente sin remisión posible. Su familia de origen —profesor universitario el padre, arquitecta la madre—, había renegado de él. Scialoja sólo veía en él a un viejo homosexual desesperado. Y las heridas no tenían mucho que ver.

—¿Quiere un vaso de agua?

—¿No ves el gotero? No puedo beber.

El policía suspiró. El Rana se arrepintió de haberse mostrado tan rudo. En el fondo, aquel tipo sólo cumplía con su deber. En el fondo, había intentado ser amable. En el fondo, era un pedazo de tío.

—Perdone —susurró—, estas malditas heridas…

—No importa. Hábleme de usted. Dice que quería morirse. ¿Puedo saber por qué?

—¿Y usted por qué vive?

Scialoja cerró su cuaderno.

—Volveré mañana. Espero encontrarle más disponible.

—¡No se marche! —refunfuñó el Rana—. No se vaya…

Aquel cuerpo caliente, a dos pasos de su propia ruina, le estaba devolviendo unas peligrosas ganas de vivir. Scialoja permaneció de pie junto a la puerta.

—No me creerá, pero todo empezó con una mujer…

—¿Está enamorado de ella?

—Extraño, ¿verdad? Pero así es. Patrizia es una mujer única… Si le hablase de ella es probable que usted la viese sólo como una puta.

Scialoja no se inmutó. Pero en su fuero interno saboreó el triunfo. Por fin aquella triste visita empezaba a tener un sentido. Porque el Rana significaba Patrizia: en eso consistía todo su interés por aquel crimen de tercera. El portero de la pensión lo había puesto sobre la pista después de que el binomio homicidio/complicidad que los chicos de la Brigada Criminal le habían gritado al oído le hubiese soltado repentinamente la lengua. ¿El Rana? ¿El Rana? Vive en la plaza Mercanti. Los muchachos de la Criminal se habían precipitado a dicha plaza y en ella habían encontrado a «la señorita Vallesi, Cinzia, conocida de la víctima, ajena por completo a los hechos». El informe había ido a parar al dossier contra desconocidos que había sobre el escritorio de Borgia, convertido en el cocinero de las sobras que los gastrónomos de la Fiscalía desdeñaban como si fuese queso podrido. Borgia lo había leído, se había reído muy a gusto, y le había pasado el expediente a Scialoja. Mientras tanto, el Rana hablaba de esa amante imposible que jamás podría poseer, y su lenguaje se iba tornando elevado, casi poético. Scialoja lo escuchaba fascinado, tenso. El Rana le pidió que le arreglara los almohadones. Se trataba de una simple excusa para sentir más cerca aquel cuerpo caliente. El policía se inclinó sobre él. Olía a tabaco y a resignación. Pero tenía los sentidos despiertos, en alerta. El Rana empezó a sospechar que el interés por Patrizia era algo excesivo. El Rana se enorgullecía de su talento natural como carabina. En su rostro lacerado se dibujó una sonrisa meliflua. Scialoja captó la señal y se refugió en el aplomo del comisario.

—Todavía no me ha dicho por qué quiere morirse… ¿porque no puede ser suya?

—¡Pero si yo no quiero que sea mía! Es imposible adueñarse de Patrizia, nadie podrá ser jamás su dueño, incluso aquellos que piensan que la tienen en un puño…

—Ni siquiera usted…

—Digamos que ha decidido negarme su compañía.

—¿Se ha cansado de usted?

—Le presenté a las personas erróneas… pero tenía que hacerlo…

—¿Por qué?

—Sobre esto, si me permite, me acojo a mi derecho a no responder.

Scialoja comprendió que el momento mágico se estaba desvaneciendo.

—Se lo agradezco. Ha sido usted muy útil. Ahora me marcho, le dejo en paz…

El Rana soltó una carcajada. Una punzada de dolor le cortó la respiración. Tosió. Con un ademán, indicó a Scialoja que se acercase.

—¡Detesto que me dejen en paz! Usted, más bien…

—¿Yo?

—A usted —susurró—, a usted no le importo nada… igual que la investigación… a usted le interesa Patrizia… quiere conocerla… o quizá… quizá la conoce ya, ¿eh?

Scialoja retrocedió. El Rana le aferró una mano.

—Venga a verme otra vez… le hablaré de ella… le diré cuáles son sus puntos débiles… pero no se haga ilusiones… acabará como todos los demás…

Scialoja cruzó el umbral, seguido de la risita venenosa del mariposón, y fue directo a la plaza Mercanti. Vio la casa, vio los coches de gruesa cilindrada que había a la entrada, vio dos jetas con aire de gorilas que vigilaban la entrada. Efectuó una visita al catastro y descubrió que la casa pertenecía a Vallesi, Cinzia, llamada Patrizia en su ambiente. Había sido adquirida en contante por un importe que sin duda era falso. El propietario anterior, un cierto Luciani, vivía en la calle Aurelio Saffi. Pero en dicha calle no había casas. Sólo una vieja caravana aparcada bajo un techo de paredes medio derruidas. Luciani era un viejo obeso y tatuado que apestaba a vino barato y que amenazó con azuzarles un perro roñoso y bastardo que olía a alcantarilla, y que no se hubiese movido ni siquiera a bastonazos. Un testaferro. Scialoja regresó con una garrafa de Olevano dulce y le hizo escupir el nombre.

—El Seco. Fue ese canalla, el que se ocupó del asunto. ¡Maldita sea, si pienso en todo el dinero que me pasó por las manos! Pero sólo pasó, ¿eh? Porque yo con el Seco tenía pendientes unas cuantas deudas… me quitó el coche, incluso la casa… ¡y ahora me veo obligado a vivir aquí!

En los archivos de la Brigada Criminal el archivo sobre el Seco era, cuando menos, voluminoso. El Seco poseía propiedades inmobiliarias. El Seco hacía circular el dinero. Pero se trataba de simples «se dice que»: nadie había conseguido pillarlo con las manos en la masa. El Seco tenía más conchas que un galápago. El Seco le había birlado la casa a Luciani y al final de la historia Patrizia resultaba ser la única y absoluta propietaria de la misma. El Seco nunca hacía las cosas por altruismo. ¿Estaba con Patrizia? ¿Era su tipo? ¿Y el Dandi? ¿Qué había sido de él? Scialoja volvió a acechar a Patrizia. La vio al tercer día. Salió por la mañana en compañía de una amiga. Estuvieron fuera un par de horas y regresaron cargadas de paquetes y de bolsas. Desde su puesto de vigilancia, Scialoja reconoció las marcas de algunas grandes firmas de moda. Antes de volver a entrar, Patrizia se quitó las gafas de sol y pareció mirar en su dirección. Scialoja intentó esconderse instintivamente. ¡Vaya idiotez! ¡Ella no podía verlo! Y, sin embargo, aquella mirada le había llegado directa al corazón. A ciertas horas del día entraban unas muchachas, en otros momentos salían otras muchachas. Pocos hombres, y todos muy distinguidos: un presentador de televisión, un famoso periodista, un futbolista. Dos treintañeros de aire decidido, políticos o quizá militares, se presentaron juntos y se les hizo entrar. El cuarto día se dejó caer por allí el Dandi. Se apeó de una moto monstruosa, cogió una bolsa con el anagrama de Valentino de las maletas de la moto, y cruzó el portón mientras los vigilantes lo saludaban con deferencia. Aquella misma tarde aparecieron el Búfalo, un muchacho larguirucho que parecía nervioso, y Ojo Feroz, rodeando por la cintura a una tía despampanante con cara de aburrimiento. Scialoja redactó un informe informal para Borgia: el Seco le ha comprado un burdel a Patrizia. «Nuestros» chicos acuden asiduamente al local. El Seco no es un altruista. El burdel es una inversión.

—¿Recuerda cuando me preguntó que hacían con todo aquel dinero… el dinero del secuestro? Pues bien, aquí tiene la respuesta: compran, invierten. Están arraigando en el territorio… igual que ha hecho siempre la mafia…

Borgia consideró que aquello podía ser un buen punto de partida para una investigación, pero le replicó con un argumento basado en el sentido común.

—¿Y se habrían gastado todo ese dinero en un simple regalo a esa…?

—Vallesi, Cinzia… Patrizia.

—¡Porque en el fondo la propietaria es ella!

—Es la mujer del Dandi.

El juez ordenó que se procediese a una investigación fiscal. Scialoja le arrancó un puñado de hombres y volvió a la plaza Mercanti. Dos agentes pidieron la documentación a los gorilas de la entrada y se los llevaron a la Jefatura para verificar su identidad. Otros cuatro permanecieron de guardia para disuadir a los eventuales clientes. Scialoja entró con toda tranquilidad. Necesitaba un poco de tiempo. Patrizia, enfundada en un traje de chaqueta y con la melena recién cortada por un buen peluquero, parecía una ejecutiva.

—Hola, palomita. Veo que has ascendido unos cuantos peldaños. ¡Estás casi en la cima!

—Hola, madero. No me hago demasiadas ilusiones. Caer es muy fácil.

Si le sorprendía aquella visita inesperada, no lo daba a entender. Y tampoco daba muestras de estar asustada. Scialoja pensó que le habría gustado beberse con ella un Negroni bien frío. Patrizia le preguntó si quería echar un vistazo a la casa o si prefería pasar a la acción sin más preámbulos. Scialoja se encendió un cigarrillo.

—¡Vaya prisas!

—A alguien le podría parecer desagradable tu presencia aquí.

—¿Te refieres al Dandi?

Patrizia se encogió de hombros. Scialoja le dijo que no corrían peligro de ser molestados. Los ojos de ella brillaron irónicos.

—¿Se trata de una visita… oficial?

—¿No tenéis por costumbre ofrecer algo de beber aquí, en tu casa?

—Sólo se sirve en las habitaciones, querido. ¿Quieres que te llame a una chica?

Él dijo que no con la cabeza. Y la miró intensamente. Ella esbozó una leve sonrisa y le respondió con otro gesto negativo. Scialoja suspiró. Patrizia se sentó, cruzando sus largas piernas.

Una gatita dura y con garras… una de deja rastro por donde pasa…

Scialoja aplastó con rabia el cigarrillo. Patrizia no perdía el control. La situación estaba empezando a resultar paradójica. Cada vez que se encontraba delante de aquella mujer se hundía en la paradoja. Recordó al Rana, a su venenosa advertencia. Cinzia había crecido. Hasta su perfume era diferente. Más amargo, más contundente. Ahora transmitía mayor seguridad en sí misma. Cada minuto que pasaba con ella era como un reto. Scialoja deseaba doblegar aquella voluntad indiferente. Tenía ganas de hurgar bajo sus vestidos. De adentrarse más y más, hasta llegar al fondo. Al alma. En caso de que tuviese una.

—¿Hacemos una apuesta, Cinzia?

—Sólo si al final gano yo.

—¿Apostamos que consigo cerrar este sitio en… pongamos… una semana?

Ella se echó a reír. Con aquella risa suya, profunda, ambigua, gutural.

—¡Hazlo y me caso contigo!

Scialoja redactó un informe detallado para Borgia. Había que golpearlos en aquello que más se estimaban: el dinero, las propiedades. Había que empezar por aquel burdel. Irrumpir en él, fichar a todos los presentes, secuestrar el material, denunciar a la señorita Vallesi por administrar una casa de citas. Tenían pruebas para dar y regalar. Había que corregir el tiro. Hacerles daño. Todo el daño posible. Borgia se dejó vencer por los escrúpulos.

—Eso es asunto de la Patrulla Social.

—Son unos corruptos. Adelantémonos a ellos.

—No existe ninguna relación directa con el Dandi y con el resto del grupo… Me acusarán de invadir su terreno.

—Que digan lo que quieran. Actuemos antes de que sea demasiado tarde.

Pero la decisión correspondía al juez. El informe fue a parar a la Patrulla Social. A Scialoja no le gustó nada la sonrisa aviesa con la que, tres días después del envío de los de los documentos, el jefe de los puteros le comunicó que las investigaciones seguían su curso.