IV

Al final abrieron el garito. Justo entonces el grupo de obreros que había contratado Ziccone terminaba de rehabilitar la villa del Frío en Palocco. Todos asistieron a la inauguración del Full’80. El Libanés, el Esqueleto, el Dandi, Nembo Kid, los Bufones, el Tapón, incluso Ricotta, en chaqueta y corbata: tan ridículo y fuera de lugar que le habían ordenado que se dejase ver lo menos posible y él, que el fondo era un buen muchacho, no se lo había tomado mal y había ido a hacer compañía al Búfalo. Montaban guardia en el exterior por si se producía alguna sorpresa desagradable: con el canuto en la boca, la mano en el hierro, y la atención puesta en todo aquel esplendor de tías despampanantes a sólo dos pasos, mientras rezaban porque les dejasen un poco también a ellos, pobres desgraciados.

Ojo Feroz, siempre a la caza, echaba una mano, y en caso de necesidad incluso las dos, a las muchachas reclutadas por el trío compuesto por Patrizia-Daniella-Donatella, yendo y viniendo del salón al piso de arriba y viceversa. El Frío había hecho un aparte con el Negro. Al Rata, cada vez más colocado, lo controlaba Vanessa. Treintamonedas, que la encontraba arrebatadora enfundada en aquel vestido de gasa sin sujetador, procedía con la habitual discreción. Sin prisas, ya que estaba escrito que antes o después la enfermera y él acabarían como tenía que ser. El Corbatero había acudido también acompañado de su mujer, sepultada en oro. El Maestro se asomó, saludó, y les deseó buena suerte en nombre del tío Carlo.

—Espero que no lo haya dicho sonriendo —aventuró el Dandi.

—Estaba muy serio —lo tranquilizó el Maestro.

Llegaron también el Puma, con su Dolores, que había engordado hasta el punto de resultar irreconocible, y Mazzocchio, con sus maneras taimadas.

En fin, toda una fiesta. Aparte de ellos, el público estaba fundamentalmente compuesto por invitados de honor. Gente de clase. En un cierto sentido, al menos. Califano y Fred Bongusto les habían dado plantón. Cuando el Búfalo había propuesto a Lando Fiorini, todos habían arrugado la nariz. Al final habían tenido que conformarse con un semidesconocido, Mimino Vitiello, uno que se consideraba como Buscaglione y que con su inglés aproximado destrozaba las canciones de Frank Sinatra. Lo soportaron durante un cuarto de hora, pasado el cual, decidieron que quizá fuese mejor sin la música y lo despidieron con un cheque falso: a fin de cuentas, aquel tipo no iba a protestar.

Pero entre actores, futbolistas y grandes comerciantes, con sus correspondientes señoras, el nivel de la velada seguía siendo alto. Entre los asistentes había también una cara desconocida, un barrigudo perfumado de ojos porcinos que iba escoltado por dos guardaespaldas: vestía con mucho gusto y con el mismo gusto engullía. E incluso dos auténticos maderos —uno de la comisaría de la zona y otro de la calle Genova—, presentados por Santini, Fabio, que intercambiaba grandes palmadas en la espalda con Treintamonedas. Con una compañía así uno no podía por menos que sentirse blindado.

El Libanés le dijo al Frío que al barrigudo lo llamaban el Seco.

—Luego te lo presento. Tenemos que hablar.

Pero el Frío no perdía de vista a los dos amigos de Nembo Kid. Unas caras extrañas, que le recordaban a alguien. Conversaban con Nembo, el Tapón y el Dandi.

—¿Has visto alguna vez a esos dos? —le preguntó al Negro.

—No los conozco de nada.

Al responder, el Negro había desviado la mirada.

El Frío se acercó al grupo de Nembo Kid. El Dandi le presentó a los desconocidos: les habían echado una mano con los permisos y la licencia del local, dijo. El Frío no estrechó la mano que el más alto de los dos le tendía. Lo había reconocido. Se habían visto por primera y última vez en casa de Cutolo.

—¿Estaba bueno, el cordero?

El hombre sonrió y abrió los brazos como diciendo: ¿qué pretendes? Nembo Kid y el Dandi intercambiaron una mirada de preocupación. El Frío se despidió de ellos llevándose dos dedos a la sien, y se fue a hacer compañía al Búfalo y a Ricotta.

El Negro fumaba nervioso. No le gustaba mentir a los amigos. Pero no había tenido más remedio. No se había sorprendido al ver a los agentes Equis y Zeta conversando despreocupadamente con Nembo Kid, el Dandi y el Tapón. Aquella gente iba siempre detrás de algo. Lo habían abordado una mañana, hacía tres meses.

—Hay cosas que el Estado no puede ni hacer, ni reconocer que ha ordenado que se hagan. Pero para eso están los chicos listos como tú —le había dicho Equis.

Y el Negro, simulando sumisión, les había preguntado por el precio. Equis había soltado una cifra. El Negro se había dado media vuelta para marcharse. Zeta lo había llamado ofreciéndole el doble.

—La mitad ahora y el resto después.

El Negro había aceptado y ellos le habían pagado. Antes de dejarse, Zeta le había dicho que «pertenecían al mismo bando».

Los dos espías creían haberlo reclutado. Pero iban muy desencaminados. La idea que le atribuían no era la auténtica Idea. Para él se trataba sólo de un experimento. Uno más entre muchos. Por eso le había mentido al Frío. Le gustaba separar las diferentes esferas de su existencia. Tal vez un día le contaría todo, quizá nunca. Justificaba en parte su conducta el hecho de que el acuerdo hubiese sido estipulado antes de que el Frío y él se conociesen. Se trataba de un mandato abierto: tenía que estar siempre listo para entrar en acción.

El Libanés encontró al Frío contemplando la luna medio flipado y lo llevó al piso de arriba, donde habían dispuesto la sala de juego. A la misma se accedía por una puerta con un cartel en lo alto que rezaba: PRIVADO. Uno de los Bufones vigilaba la entrada. Dentro había cuatro mesas de póker, un banco de chemin y una ruleta abatible, un pequeño bar bien provisto y, en el papel de maître, el actor Bontempi. Años atrás había sido uno de los rostros más queridos del cine italiano. Después la coca, el juego y el whisky lo habían demolido. Ahora lo contrataban como carabina cuando había una partida millonaria. Una larva: en su cara marcada sólo quedaba un pálido atisbo del encanto que había tenido una vez. El Seco, sentado a una de las mesas de póquer, observaba el escenario. El Libanés le presentó al Frío y expuso su proyecto.

—Se trata de lo siguiente. El Seco es un artista en hacer circular el dinero. Nos ha echado ya una mano con el… local de Patrizia. Propongo que le confiemos la caja. O mejor dicho: una cuota de la caja. Él nos garantiza unos beneficios del cuarenta y cinco por ciento del capital invertido en seis meses.

El Frío escrutó al grasiento aspirante a socio.

—¿Y qué sabe hacer que nosotros no podamos hacer? ¿Usura? ¿Recuperación de créditos? ¿Inmuebles? ¿De verdad necesitamos otro socio?

Era evidente que aquella noche el Frío estaba molesto, pensó el Libanés, porque antes incluso de entender su idea ya la atacaba. El Seco no se inmutó y le respondió con una amplia sonrisa.

—Vosotros tenéis ya mucho que hacer, una infinidad de ocupaciones… yo, en cambio, sólo pienso en hacer circular el dinero. Es mi especialidad. Hablo de bancos, créditos altos, Bolsa, especulaciones inmobiliarias… hablo del capital… cojo el diez y os devuelto el cuarenta y cinco, tal vez incluso el cincuenta… yo sólo pienso en esto…

Aquel hombre no le gustaba. Como tampoco los policías de abajo. Toda aquella situación no le gustaba. Había demasiada confusión. El Frío necesitaba tiempo para pensar.

—Es igual que el cuerpo humano, Frío —proseguía el Seco—, están las piernas para andar, el cerebro para pensar, el corazón para las decisiones…

—¡Corazón y cerebro! —rio con amargura el Frío y añadió, mirando fijamente al Libanés—: A nosotros no nos faltan, Líbano. ¿Qué necesidad tenemos de él?

El Libanés se enardeció.

—¡No podemos hacer todo solos! El volumen de los negocios se multiplica a diario… y no podemos pasarnos el tiempo haciendo cuentas… dentro de nada tendremos que volver a la calle…

—¿Cómo lo sabes?

—¡Lo presiento! ¿Me he equivocado alguna vez? ¡Lo presiento! Además, para ser francos, tú y yo, tal vez el Dandi y Nembo Kid… somos gente que razona… pero ¿y el resto?… ¿Durante cuánto tiempo crees que conseguiremos tenerlos bajo control? El Búfalo, el Esqueleto, Treintamonedas, pueden hacer una gilipollez en cualquier momento, y nosotros nos veremos obligados a remediarla… necesitamos dinero, hombres, ideas… ¡no podemos hacerlo todo solos, Frío! ¡Hazme caso, por el amor de Dios!

El Libanés no se equivocaba. El Libanés nunca se equivocaba. El Frío dijo que aceptaría el plan a condición de que cada uno de ellos pudiese seguir invirtiendo por su cuenta una parte de los beneficios.

—¿Y quién ha dicho lo contrario? —sonrió el Libanés—. Imagina que tenemos que repartir dos o tres mil millones: mil millones, una cantidad miserable, se la damos al Seco para que la invierta. Con ella ganamos mil quinientos…

—Incluso mil setecientos si todo va bien —precisó el Seco.

—Mil setecientos —prosiguió el Libanés—, uno lo cobramos nosotros y siete se los damos de nuevo al Seco que los convierte en…

—Está bien, me habéis convencido —le interrumpió el Frío, quien empezaba a perder la paciencia.

A continuación cogió al Libanés del antebrazo y se alejó con él unos pasos.

—Abajo he visto dos caras de mierda…

—Entiendo, entiendo. Pero no te preocupes. Son amigos de Nembo Kid. Nos pueden ayudar. Protección, ¿entiendes? Para nosotros y también para Patrizia… Luego te cuento… ¿Cuánto crees que nos seguirán dejando en paz Borgia, la pasma, y el resto de la compañía? Ahora somos famosos, amigo mío. ¡La protección nos sirve y cómo!

Cuando el Frío estaba a punto de replicarle, oyeron un vocerío procedente del piso de abajo. El Seco se puso de pie de un salto mascullando algo sobre sus guardaespaldas. El Libanés y el Frío se precipitaron escaleras abajo.

El Sardo había obtenido a la fuerza otro permiso: aquel manicomio era un auténtico colador. Ahora pedía venganza a voz en grito porque no sólo habían organizado todo aquello sin informarle, sino que además ni siquiera lo habían invitado a la inauguración.

Treintamonedas, que aprovechando una visita del Rata al baño para pincharse, había acorralado a Vanessa en un rincón, tuvo en el silencio cargado de tensión una salida afortunada:

—¡Aquí tenemos al labriego!

De forma que al Sardo no le quedó más remedio que tragarse la rabia: las pistolas no sirven de nada contra las carcajadas.