Si bien la historia con el profesor Sesudo había acabado de aquella manera, se había corrido la voz de que el grupo tendía más bien a la derecha. Por ese motivo, en un abrir y cerrar de ojos se vieron asediados por una multitud de escolares, muchachotes con el pelo cortado al rape, suéteres firmados y palabras sangrientas en unas boquitas que seguían oliendo a leche. Fingían encontrarse con ellos por casualidad en el bar de Franco, o en los restantes sitios que frecuentaban, como en el Eur o en Fiumicino. Buscaban cualquier excusa para poder meter baza en la conversación, exhibían como trofeos de guerra armas que habían robado a la Brigada Política o a los carabineros, se lanzaban a cruentas descripciones de verdaderas o presuntas hazañas. Alguno había ya experimentado de verdad el bautismo de fuego, pero en su mayoría eran un bluf: pasada la cogorza, en caso de que consiguiesen salir de ella, corrían a refugiarse en brazos de mamá.
A algunos, como Sellerone, se les había metido en la cabeza adoctrinar a aquellos macarras, siguiendo el modelo del Profesor. El Libanés les había concedido una media hora de audiencia una tarde en la que se encontraba de particular buen humor: dos horas antes había decidido junto al Dandi y Nembo Kid alquilar la famosa villa de la Olgiata. Sin contar con el Frío, porque si tenían en cuenta sus vacilaciones, corrían el riesgo de tener que esperar hasta que las ranas criaran pelo. Sellerone, una especie de seudointelectual medio tiñoso que venía de Castelli y divagaba sobre los Maestros de la Tradición, trataba de explicarles que «todos los hombres que había eliminado» habían sido «justamente sacrificados a la Idea». Al margen de que el Libanés dudaba seriamente de que aquel desgraciado hubiera «eliminado» de verdad a alguien, aquella historia de la Idea se estaba convirtiendo en una auténtica tabarra.
—Pero vamos a ver, la Idea, la Idea… ¿se puede saber qué has salido ganando con esa Idea?
—Con la Idea no hay beneficios, Líbano. La Idea es precisamente lo opuesto al beneficio. La Idea aborrece el beneficio. Cualquier beneficio conlleva usura, y la usura es cosa de judíos…
—A ver si lo entiendo: ¿quieres ser pobre?
—Pobre en dinero, quizá, pero rico de gloria. ¡Y de tradición!
Mientras discutían, se había formado un grupo a su alrededor. Cuando el Libanés soltó aquella ocurrencia, se produjo una carcajada general:
—¡Entonces eres comunista!
Sellerone se puso como un tomate, parecía estar a punto de estallar. El Libanés hizo un ademán al Esqueleto para que se acercase y le pidió su reloj. A continuación se sacó del bolsillo un juego de llaves y apoyó todo sobre la barra del bar.
—Esto es un Rolex, Sellero. Y éstas son las llaves del Alfetta. ¿Sabes cómo consigue uno estas cosas? Con el corazón y con el cerebro. ¡Y no con la Idea! ¿Quieres un consejo? Mejor dicho, más que un consejo es, cómo se dice, una ocasión… mañana por la mañana llega un amigo de Sicilia. Un buen muchacho. Hay que ir a buscarlo a la estación, ayudarlo a descargar las maletas, pasearlo un poco por Roma y enseñarle las maravillas de la ciudad eterna… el pobre dispone de poco tiempo, tiene que volver a coger el tren por la noche… ah, me olvidaba: él nos trae una cosa y tiene que regresar con otra… coge tu coche y hazme este servicio, coges su cosa y le das a cambio la cosa que yo te daré a ti… luego, cuando hayas acabado, lo acompañas de nuevo a la estación, te aseguras que suba al tren y que éste se ponga en marcha… sólo cuando oigas el silbato… ¿sabes lo que es el silbato? Búfalo, ¿cómo hace el silbato del tren?
—Tuuuuu… tuuuu…
—Eso, muy bien. Tututu… tututu… sólo entonces puedes volver al coche y regresar aquí. Después me das el paquete del siciliano y a cambio obtendrás un Alfetta o un Rolex como éstos. Te aseguro que luego te irás a la cama contento y la Idea te importará un carajo… Bueno, ¿qué dices? ¿Te va la idea?
Sellerone del color rojo había pasado al tierra. Y las carcajadas a su alrededor eran de evidente escarnio. El Libanés pidió silencio. Las risas se acallaron.
—Vamos, Sellero, di algo.
—Tú… ¡tú no crees en nada, Líbano!
—Pero ¿qué dices? ¡Yo soy fascista desde antes de que tú nacieses!
—¡Pero de qué fascismo hablas! —explotó Sellerone—. Esto es… esto es…
—¿Qué es esto? —lo provocó el Libanés.
A Sellerone le faltaban las palabras. O tal vez lo que le faltaba era valor para decir lo que pensaba. Aquella historia de la «coalición de desviadores», objetivo por el cual el Profesor lo había «infiltrado» en el grupo, era una auténtica gilipollez. Sellero retrocedió y se marchó, seguido de las pullas del Búfalo.
—Cuando veas a la Idea… ¡salúdala de mi parte!
Pero había uno diferente de los demás, uno que no malgastaba saliva y que al final se convirtió de verdad en uno de ellos, uno que encajaba. Se hacía llamar el Negro[22], era alto y enjuto, como el Frío, y su carácter se asemejaba además un poco al de éste. Ambos se hicieron amigos sin mayores preámbulos. Cuando estaban juntos, les bastaba la recíproca compañía para sentirse cercanos. Era como si todo lo que cualquiera de ellos mantenía a buen recaudo en su fuero interno entrase en sintonía con aquello que el otro ocultaba a su vez. Pero ¿qué había dentro de ellos tan duro que no fuera posible expresarlo? ¿Una rabia, algo no dicho y que no se podía decir? No se podía decir, justamente. Entre ellos se entendían.
Una noche en la que el Frío estaba probando una partida de coca de los napolitanos, el Negro pasó por allí. Esnifaron juntos y el Negro le confesó que para él era la primera vez.
Había que hacerlo. Para probar. En esta vida hay que probarlo todo.
Se lo había enseñado su único y auténtico maestro: Julius Evola. Un genio condenado a una silla de ruedas por una bomba de guerra. Muerto hacía ya algunos años, viejísimo. Vivía en una casa miserable y le gustaba rodearse de jóvenes. En su juventud había sido pintor. No hablaba de política: sólo de la vida. El Negro lo había conocido y frecuentado cuando todavía era un menor. Nunca lo olvidaría.
—Todo, todo, ¿entiendes? Con él comprendí de verdad el significado de la Idea. La Idea no son palabras. La Idea son gestos sin palabras. Todo. El río de la vida. Y cuando se acaba, se acaba.
El Frío sentía que aquellas palabras descendían en su interior como una corriente de calor blanco. Y quiso revelarle una cosa que jamás le había dicho a nadie y que nunca le volvería a decir a nadie.
—Yo sólo he pensado una vez en el final, Negro. Tenía cinco años y estaba con las monjas. Me habían dado una sopa asquerosa, y yo la había tirado por la ventana. Pero la madre superiora se dio cuenta y nos hizo bajar a todos al patio. Una vez allí me dijo que recogiera la sopa con la cuchara y que me la comiese. Allí, delante de todos. Hasta la última cucharada. Ha sido la única vez en mi vida en la que he deseado morir. Y decidí que jamás me volvería a sentir así…
—Si quieres, puedo matar a esa monja.
El Frío sonrió.
—De eso se ha encargado ya el cáncer.
—Habrán sido tus oraciones. Esas cosas funcionan, Frío.
—¿Tú crees en ellas?
—Forman parte de la vida, ¿no? ¡Así que me las creo!
Grandes amigos, pues. Hasta el punto de que cuando el Negro le pidió un par de hierros para un asunto personal, el Frío le pasó sin hacerle preguntas una bolsa con dos revólveres, una semiautomática y una metralleta checoslovaca que habían robado a un botarate de la Autonomia.