II

La Mariano abortó a mediados de febrero. Vanessa, que a medida que pasaban los días se estaba convirtiendo en un elemento cada vez más valioso, se ocupó de todo. Treintamonedas la invitó a cenar a la noche siguiente. La Mariano estaba ya en Udine, en casa de unos parientes. Se escribieron un par de cartas desgarradoras, pero ella nunca volvió. Mejor así: aparte el hecho de que, en algún lugar de Campania, Treintamonedas tenía ya una mujer oficial y dos hijos, no existía ninguna certeza de que aquel hijo fuese realmente suyo. Con todo lo que había pasado entre las piernas de la Mariano, a saber quién era el que había dado en el blanco. En consecuencia: mientras se tratase de pequeñas orgías, camas redondas, esnifadas y veladas no había problema. Pero el amor era otra cosa, y no digamos los hijos, a ésos los llevamos en el corazón.

Vanessa, en cambio, era muy distinta a aquella grandísima zorra, incluso medio lesbiana, de la abogada. Una personita distinguida, elegante, una tipa con clase, que recordaba vagamente a la actriz con cara de niña enfurruñada que se dejaba untar con mantequilla en El último tango en París: es decir, al verla sonreír y cruzar las piernas se comprendía que en el interior había fuego. Sólo que era un fuego que antes había que domar. Como a todas las mujeres de verdad, como en todas las historias serias, no era el caso de tirársela a la primera de cambio. La Mariano, en cambio… le había abierto la bragueta la primera vez que se habían cruzado en el estudio de Nino Vasta… una auténtica furcia…

—¿Quieres un poco más de champán?

—Gracias.

Un auténtico desperdicio, que una como ella estuviese con un asqueroso como el Rata, que si no se chutaba, era porque iba ya empastillado, y que, si le fallaba la materia prima, era capaz de esnifarse hasta el gas del encendedor. Pero era sólo cuestión de paciencia, al final… Mientras tanto, disfrutaban de la velada en el Climax Seven. Un local que no estaba nada mal. Frecuentado por gente famosa. Todo en orden, en apariencia. Pero el Dandi se había enterado de que Nembo Kid tenía al gerente en un puño: deudas de juego, usura, unas cuantas fotografías comprometedoras con menores, en fin, que en unos tres o cuatro meses el tipo se vería obligado a ceder la licencia. Desde la noche en la que había hecho el ridículo con Patrizia, el Dandi se había jurado que aquel sitio acabaría siendo suyo. Nembo Kid y él se lo habían comentado al Libanés quien, incomprensiblemente, vacilaba. El Libanés iba detrás del Frío por el asunto de la villa en la Olgiata. Pero el Frío, como siempre, no iba detrás de nadie. Al enterarse del asunto, Treintamonedas se había apresurado a informar al Sardo, quien se reconcomía en el manicomio. El Sardo le había ordenado que observase y vigilase. Por eso, además del placer de la compañía, aquella noche estaba allí cumpliendo una misión.

—¡Hola, Vanessa!

Treintamonedas alzó la mirada y se cruzó con la sonrisa de un joven alto que lucía una bonita chaqueta de paño oscuro y una corbata en toda regla. Vanessa, que le había devuelto el saludo, se lo presentó.

—Fabio Santini, un viejo compañero del colegio.

Antes de que hubiese tenido tiempo de inquietarse, Treintamonedas se dio cuenta de que Santini, Fabio, iba acompañado de una mulata despampanante con dos muslos interminables y una minifalda de vértigo que hacía hervir la sangre. Nada de celos, entonces, ningún motivo de preocupación. Se levantó educadamente e invitó a los recién llegados a unirse a ellos.

Fabio era una persona de conversación amena, un tipo como se debe: la mulata, que se llamaba Desy, no entendía una palabra de italiano y se restregaba sin cesar contra el joven susurrándole estupideces en una mezcla de español y dialecto incomprensible. Vanessa se mostraba relajada, a gusto, con el «viejo compañero de colegio». Era probable que por aquel entonces se la hubiese tirado. La verdad era que, a juzgar por la mulata, de mujeres sabía un rato. Podía tratarse de un joven abogado, o de uno simplemente forrado. En cualquier caso, a Treintamonedas no le disgustaba el muchacho y además el ambiente se estaba calentando, de forma que les propuso acabar la velada en su apartamento, donde un par de rayas de coca tal vez le ayudasen a desbloquear la situación con la enfermera.

Una vez en casa, mientras Treintamonedas ponía una de esas melodías ñoñas que tanto les gustan a las mujeres, Fabio y Desy se hicieron tres rayas de boliviana rosa. Rabiosos como gatos salvajes, con la nariz todavía enharinada, se abalanzaron sobre el sofá blanco que antaño había acogido las proezas de la Mariano. Vanessa no le hizo ascos a la mercancía, pero sólo le concedió un par de besos y le permitió que le toqueteara el pecho antes de anunciarle que estaba demasiado cansada, que había tenido un día muy pesado y que al amanecer empezaba su turno. Treintamonedas, un señor de la cabeza a los pies, se ofreció a acompañarla. Vanessa prefirió un taxi. Los dos pichones habían encontrado solos el camino del dormitorio. De nuevo a solas, Treintamonedas se percató de que no conseguía dominar el deseo que Vanessa —una auténtica «mujer con clase», un bizcocho al ron— había encendido y decepcionado. Mientras pensaba en llamar a Ojo Feroz para pedirle una de sus fulanas, su mirada se posó en la chaqueta de Santini, Fabio, que había caído a los pies del sofá durante el arrebato amoroso. Treintamonedas se acercó para verla mejor. Si se hubiese tratado de una pistola normal, no le habría prestado mayor atención. Pero lo que asomaba del bolsillo interno era una Beretta 92S bifilar «perteneciente a las fuerzas del orden». De forma que de las dos posibilidades había que descartar una: o el tipo era un listillo, uno que circulaba con una pistola robada a algún policía, quizá un terrorista, o era uno de las «Fuerzas del Orden». Antes de nada, Treintamonedas se metió el arma en el bolsillo, entornó la puerta corredera de la alcoba, donde los dos se meneaban bien a gusto y la negrita chillaba como un águila, y a continuación procedió a efectuar un meticuloso registro. Cuando encontró el carné con la foto y el número de registro, comprendió que se le había metido en casa un madero.

Y ahí estaba el lío. Podía dispararles de inmediato, tanto a él como a la mulata, pero entonces tendría que enfrentarse al problema de las manchas de sangre, por no hablar del de los cuerpos y, sobre todo, de la posibilidad de que algún vecino mirón los hubiese visto subir. Podía llevarlos con una excusa a dar un paseo a orillas del río, pero el riesgo de un plan improvisado así por las buenas lo aterrorizaba. Y, sin embargo, tenía que tomar una decisión. Lo que le preocupaba no era el par de muertos: le había sucedido ya en Nápoles y se las había arreglado. Pero en este caso se trataba de una cuestión diferente. Estaba en su casa. Y no se le ocurría nada. Por eso, cuando el muchachote salió del dormitorio, desnudo y empapado de sudor, Treintamonedas sintió que lo invadía la cólera al ver su sonrisa franca e inoportuna. Le asestó una patada en los huevos y mientras el tipo se desplomaba con cara de asombro, le golpeó con el antebrazo en la nuca. Acto seguido se abalanzó sobre él y le apretó el cuello.

—¡Infame! ¡Madero de mierda! ¿Qué te pensabas que estabas haciendo, eh? ¡Vienes a mi casa, follas, y sólo eres un madero de mierda!

El otro forcejeaba, farfullando frases incomprensibles. Treintamonedas no soltaba la presa. El policía se estaba poniendo morado. Se asomó la mulata. Al ver la escena soltó un grito y se precipitó hacia la salida. Treintamonedas se arrojó sobre ella, la aferró por la cintura y la lanzó sobre el sofá.

—¡Ahora me ocuparé de ti, zorra!

Pero el policía había tenido tiempo de recuperarse, o al menos de llegar arrastrándose hasta la parte posterior de un mueble de estilo inglés por el que Treintamonedas había pagado un pastón a un anticuario de Coronari. A sus espaldas había dejado un rastro baboso de sangre, como el de un caracol. ¡Sólo faltaba que encima le estropeasen los muebles!

—Espera, te lo puedo explicar…

—¿Qué coño me tienes que explicar? Eres hombre muerto, ¿lo entiendes?

—No, te lo ruego, espera, pertenezco a la Criminalpol, te puedo ayudar…

Treintamonedas, que había cargado ya la Beretta, bajó el arma.

—Yo esnifo, amigo. Y tengo que mantener a Desy… mi vida no es fácil… cuando nos vimos en el local, llevaba dos días sin coca… estoy sin blanca, amigo. Nos podemos echar una mano… tú a mí y yo a ti…

Parecía sincero. Pero ¿quién no lo parece cuando se encuentra desnudo y desarmado ante el cañón de una semiautomática con once balas dentro?

—¿Y Vanessa? ¿Qué sabe de ti Vanessa?

—¡Nada, te lo juro! Íbamos al mismo colegio, de verdad. Ella cree que soy periodista… venga, baja esa pistola… hablemos…

Acabaron por llegar a un acuerdo. Fabio le pasaría información sobre los procesos, cuando los hubiera, y lo avisaría de los eventuales arrestos. A cambio, Treintamonedas le suministraría la coca. Fabio le prometió presentarle a otros dos colegas interesados en hacer negocio. Treintamonedas le permitió vestirse de nuevo y retuvo la Beretta como prenda.

—¿Y yo qué hago? ¿Qué les cuento a mis superiores?

—Invéntate una historia. ¡Y ahora desaparece!

Al final, de todo aquello había salido un buen arreglo. En Nápoles pagaban y en Roma tendrían que empezar a hacerlo antes o después. Ahora sabía qué decirles a los demás: he reclutado a dos o tres de la bofia y los mantengo con coca. Nos pueden servir. Y si bien no era toda la verdad, poco importaba. Que, a fin de cuentas, no estaba casado con sus colegas: hacían negocios juntos pero, según se dice, hoy aquí, mañana ¿quién sabe?