La patria está amenazada por la chusma roja. Los colmillos escarlata de los bolcheviques están listos para despedazar a la nación. La Democracia Cristiana se embriaga con los cosacos, que patalean ansiosos por abrevar en la Plaza de San Pietro: se ve que no han tenido bastante con la lección de Moro. Hordas de jóvenes exaltados por las desviaciones marxistas se han apoderado de las calles. La universidad es una madriguera de subversión. La economía se encuentra a la deriva, lo que causa una gran satisfacción a los banqueros judíos. América está demasiado lejos para intervenir. Aquí no estamos en Chile, y ni siquiera es posible divisar a un posible Pinochet en el horizonte. Hay que moverse desde el interior. Como en Grecia. Cuando un sistema está podrido, es necesario derribarlo y sustituirlo por otro diferente. Cuando un miembro enferma de gangrena, hay que amputarlo. Es inútil, y suicida, esperar a que la infección se propague. Por eso ha llegado el momento de aunar las fuerzas antisistema alrededor de un gran proyecto purificador. Hacer un llamamiento a quienes, en las fuerzas armadas, en la policía, en la judicatura, en la Iglesia, en la universidad e incluso en la política no quieren resignarse a comer arroz y a permitir que los mongoles y los mujiks le pisoteen. Reunirlos a todos pero sin olvidar a la gente de la calle, por supuesto. Militantes idealistas, mafiosos, soldados en desbandada y también ladrones, asesinos, aquellos que, en definitiva, el lloriqueo comunistoide definía como «criminales». Todos unidos en la batalla común contra el Estado corrupto de la Estrella Roja de cinco puntas. Porque sólo destruyéndolo todo hoy será posible reconstruir mañana. Porque sólo aniquilando el viejo orden actual se podrá instaurar un Nuevo Orden para el futuro.
Cuando tenía que recuperar el aliento entre una filípica y otra, cosa que apenas sucedía, el profesor Sesudo se pasaba un pañuelo con sus iniciales por su espaciosa frente, una mano entre los muslos y el paquete marcado por lo ajustado de los pantalones, y los miraba uno a uno a los ojos con expresión alucinada.
Ellos le respondían con miradas distraídas y con sonrisitas de educación, las justas para simular un cierto interés, y en las que el Profesor, sin embargo —sin percatarse en lo más mínimo de las señales que ellos trataban de lanzarle—, encontraba el ardor necesario para embarcarse en una nueva parrafada. Entonces sus ojos volvían a vagar por las paredes del estudio —grabados con escenas de caza, un garabato futurista, una foto de tamaño gigante de aquel famoso escritor japonés que se había hecho el harakiri, banderas de Salò[19], otra con la dedicatoria autógrafa del príncipe Julio Valerio Borghese: «A los valerosos de la X MAS —EIA EIA EIA ALALA»[20]— para después detenerse brevemente, con aire de reproche en el Dandi, quien se limaba absorto las uñas.
—Como iba diciendo… como iba diciendo… se trata de implantar una coalición de marginados. Es necesario sembrar el pánico. Desencadenar una campaña de terror capaz de hacer palidecer de envidia al mismo Robespierre. Nadie podrá ya sentirse seguro en la calle, en el estadio, en los trenes, incluso dentro de su propia casa. La gente no podrá por menos que preguntarse, confusa: pero ¿dónde estamos? Pero ¿en qué mundo vivimos? Y la pregunta sucesiva será: ¿quién nos podrá salvar? Entonces se precipitarán sobre nosotros, se arrojarán en nuestros brazos. ¡Y nosotros estaremos listos para acogerlos! A eso me refiero cuando hablo de «coalición de desviadores». ¡A los brazos y a las piernas que tendrán que poner en marcha nuestro Nuevo Orden!
Lo que quería decir el Profesor, tradujo el Frío, era que ellos se iban a verse obligados a colocar alguna que otra bomba, a disparar en la cabeza a unos cuantos rojos, y a cambio… sí, lo que ellos obtenían a cambio era lo más enigmático. El Profesor juraba por todos los santos que el Nuevo Orden tomaría el poder en poquísimo tiempo. Ellos mismos se quedarían estupefactos si supiesen cuántas personalidades de primer orden estaban al corriente del proyecto y aprobaban sus objetivos. Si no revelaba sus nombres, era por una cuestión más que comprensible de prudencia y, a la vez, porque no quería que lo tomaran por loco. Pero cuando el Nuevo Orden se hubiese instaurado, sus pecados serían amnistiados y sus méritos recompensados.
—Habrá que organizar un ejército… será necesario un servicio eficaz de espionaje… la experiencia de gente como vosotros resultará impagable… y lo que hayáis hecho por el advenimiento del Nuevo Orden se recordará siempre.
Al Frío, a quien le bastaba oír la palabra «política» para que le entrasen ganas de organizar una escabechina, la perspectiva de convertirse en general o en espía jefe le parecía más irresistible que una película de Alberto Sordi. ¡Sí, eso es, incluso ministro! ¡Señoras y señores, tengo el honor de presentarles a su excelencia el Frío, gran conde de Spinacetto, embajador del Infernetto!
—¡Vosotros no sois criminales, sino auténticos soldados de la Revolución Nacional! ¡Vosotros robáis y matáis para hacer realidad un objetivo más elevado! Vuestras actuaciones muestran de forma despiadada la progresiva decadencia y reblandecimiento de la horda roja… ¿qué otra elección puede tener en el día de hoy un joven inteligente, un talento forjado en la Tradición, sino la de practicar, cotidiana y conscientemente, el Mal?
¡Qué demonios sabría él!
Incluso el Libanés, a pesar de sus creencias fascistas, estaba perdiendo la paciencia. El asunto Moro no le había gustado. En cuestiones de política, el escepticismo del Frío estaba más que justificado. Lo que había que hacer era aprender de tipos como el tío Carlo: vencieran los rojos o los negros, lo importante era permanecer en la cresta de la ola. El resto era pura barahúnda.
En cuanto al Dandi, después de haberse metido la lima en el bolsillo, se había puesto a contemplar el triste atardecer en la Ciociaria que presagiaba lluvia, o incluso nieve. La noche en el Climax Seven corría el riesgo de saltar. Hacer caso a un perdedor como Mazzocchio había sido una estupidez.
Mazzocchio, que había organizado el encuentro, veía cómo se le deslizaba entre los dedos el magnífico proyecto en cuyo éxito había invertido sus últimos restos de credibilidad. Tras una serie de golpes más bien desgraciados, había sido readmitido en el ambiente gracias a la intercesión del Puma. El arreglo con el Profesor debía constituir el pasaporte para un regreso por la puerta grande. Pero el tiro le estaba saliendo por la culata. Al parecer, iba a tener que seguir contentándose con las migajas.
El Profesor, mientras tanto, agitaba un viejo ejemplar de un libro con una esvástica en la portada.
—¡Aquí está escrito todo! —gritaba, haciendo aspavientos—. ¡Leedlo! ¡Documentaos! ¡Leed los Protocolos de los sabios de Sión![21] ¡La conspiración judía! ¡El proyecto sionista para conquistar el mundo! ¡Leedlo! Cultivaos un poco…
—¡Ahora sí que me ha tocado los huevos!
Flotaba en el aire. Había tirado tanto de la cuerda, el Profesor, que al final el Frío lo había enviado a freír espárragos. Se pusieron las cazadoras, listos para largar las velas, cuando Mazzocchio los detuvo con un gemido esperanzador.
—¡Esperad! El Profesor puede ayudarnos con las peritaciones…
El Libanés se encogió de hombros y siguió por su camino sin hacerle caso.
En cualquier caso, el Dandi había cogido el libro. En una revista había visto unas fotografías de una de las muchas casas que le gustaría tener. Estaba llena de libros. Aquello podía ser una buena señal.