VI

A Patrizia le gustaba el Rana. Era su amigo, su confidente. El Rana siempre estaba de buen humor. Sabía manejarla cuando estaba enfurruñada. Sabía calmarla cuando estaba furiosa. Pero lo que más le gustaba de él era el modo en el que le contaba sus sueños.

—Soy rubia, mido uno y ochenta de estatura y tengo dos tetas así. Estoy en lo alto de una escalinata cubierta por una alfombra violeta y llevo en la mano un ramo de iris blancos. Debajo de mí hay un montón de chicos guapísimos vestidos de esmoquin. La orquesta entona I Wanna Be Loved By You y en mis larguísimas manos inmaculadas aparece como por milagro un pequeño banjo. El foco me ilumina. Empiezo a bajar, un escalón tras otro. Los muchachos deliran… los siento… siento su calor animal… soy su presa preferida… soy Norma Jean Baker…

—¿Quién?

—¡Marilyn Monroe, tontina!

Bastaba bien poco para que sus malos pensamientos se evaporasen. Patrizia se reía. El Rana era poco menos que un enano y tenía la piel verdosa.

—Estoy en el desierto de Sonora, en Arizona… Soy Minneaha, la reina de las pieles rojas. Los cazadores de cueros cabelludos me han capturado. Estoy atada a un árbol, iluminada por el claro de luna. Los cazadores me matarán. Pero antes tienen que violarme, uno a uno. Yo sé que Serpiente de Oro, mi hombre, está al acecho en algún sitio, detrás de una roca, o de un cactus, con su arco y sus flechas, listo para salvarme. Lo sé, y estoy cachonda. ¡Deseando que se retrase para que yo pueda gozar como se debe con ese hatajo de bestias!

—Pero ¿de dónde sacas esos sueños, Rana?

—Del cine, tesoro. Del gran cine de antaño. ¿Y tú? ¿Qué sueñas?

—Yo nunca sueño.

—¡Pobrecita! ¡Pero eso es terrible! ¡Nadie puede vivir sin soñar, nadie! Incluso… incluso el diablo, eso es, incluso él sueña de vez en cuando… y se imagina como un lindo angelito…

—Yo nunca sueño.

—Eso es porque tienes algo dentro de tu cabecita que te lo impide, cariño. Una especie de peso. Un peso que te oprime. Si te esforzases un poco por hacerlo salir, ese maldito peso…

—¡Ni hablar!

—¡Madre mía, Patrizia! ¡Eres un desastre! ¡No sabes soñar… no sabes llorar…! Y, sin embargo… Dios mío, qué bien le vendrían unas cuantas lágrimas a esa carita afilada y astuta que tienes…

Llegados a ese punto, se acababa el juego. Patrizia lo interrumpía con cualquier excusa. Ella sentía que el Rana rozaba algo peligroso. Que la obligasen a mirar en su fuero interno: ésa era la única cosa que la espantaba de verdad.

El Rana tenía una cicatriz causada por un cuchillo que le atravesaba la mejilla izquierda.

—Un amante fogoso —le gustaba repetir, malicioso, mientras hacía parpadear sus diminutos ojos brillantes a los que rodeaba una tupida red de arrugas refractarias a cualquier crema de belleza. Y añadía canturreando el estribillo de la vieja canción de Tony Renis, Quando dico que ti amo:

—¡Es la pura y sacrosanta verdad!

El Rana sentía debilidad por los juegos peligrosos. Había nacido rico, había estudiado, siempre había sido raro. Por Patrizia hubiera sido capaz de dejarse cortar una mano, puede que incluso las dos. Era él el que la había convencido de que en un burdel como se debe no podía faltar un muchachito bien caliente.

—Para la clientela refinada con gustos un poco particulares…

Al principio, Patrizia no quería oír hablar ni de maricas ni, sobre todo, de menores. Por mucho que el asunto pudiese mantenerse en secreto, tarde o temprano el burdel acabaría adquiriendo una cierta reputación. Y entonces empezarían los problemas. Patrizia sabía que con la Patrulla Social era posible llegar a un acuerdo sobre todo, excepto sobre los menores. Los menores eran una cuestión tabú. Bastaba hacer entrar una sola vez por la puerta a uno de esos críos para arruinarse el resto de la vida. Recurriendo al llanto, a las ocurrencias y a las orquídeas, el Rana logró al final arrancarle un pacto: gestionaría personalmente una habitación en el segundo piso; pero, a diferencia de las chicas, algunas de las cuales eran huéspedes permanentes, los jovencitos, cuya edad, por encima de los veintiuno, debía quedar siempre rigurosamente garantizada, se reclutarían de una vez para otra, según la necesidad, y no podrían quedarse a dormir en el burdel. Cuando se supo la historia de los maricas, el Dandi se apresuró a mofarse de Ricotta.

—Eh, Rico, tú que te lo hacías con Pasolini: ¿no tendrías por ahí un par de culos frescos?

Y Ricotta, tragando bilis, maldijo la vez en la que se le había escapado que él también, en una ocasión, una sola, ¿eh?, con el poeta…

Si al Rana le hubiesen gustado las mujeres, se habría casado con ella. Patrizia era su tipo. Puede que incluso estuviese un poco enamorado de ella. Por eso, cuando se presentaron los agentes Zeta y Equis les rogó que echasen tierra sobre el asunto. Pero para Zeta y Equis aquello era una cuestión de trabajo. Órdenes. Órdenes del mismísimo Viejo en persona.

—Os mandará a hacer puñetas —imploró el Rana.

—Y entonces nosotros le cerraremos el chiringuito —replicó Zeta.

—No es lo que creéis.

—¿Y quién ha hablado aquí de creencias? ¿Me equivoco o esto va de folleteo?

—¿Se puede saber por qué tenéis que ser siempre tan condenadamente vulgares?

—¿Y por qué eres tú tan condenadamente marica?

—Buscaos a otro. Yo no os haré ese favor. Antes muerto.

—Muerto no, pero dentro de unos quince años, quizá…

Era una cuestión de trabajo. De chantaje. El Viejo decía siempre que los mariquitas eran terreno abonado. Los mariquitas son frágiles banderitas víctimas de la pasión. Todos los mariquitas acaban por cometer un error más o menos irreparable. Y acaban en el libro de asalariados del Viejo. Así era y así sería siempre. De forma que, a pesar de lo mucho que gritó e imprecó, al Rana no le quedó mas remedio que presentarlos a Patrizia como dos clientes de absoluta confianza. A ella le bastó una ojeada para calarlos: pasma, o incluso algo peor. Pero, eso sí, muy diferentes de aquel fisgón que la había atormentado antes de unirse al Dandi. Scialoja. Ése olía… ¿a qué olía? Ah, ése olía a tabaco y a empalago. Éstos apestaban a cuero y a metal. Mala gente. Patrizia se deshizo del pobre Rana con una mirada iracunda.

—Os habéis equivocado de día. Las chicas libran hoy. Pero si me concedéis media hora, os llamo a Milly la pelirroja y a Ketty la rubia…

—¡Vaya prisas! —le contestó el más alto de los dos, un hombre de ojos grises, pelo hirsuto, traje de corte impecable, agua de colonia de aroma amargo.

—Sí, ¿a qué vienen tantas prisas? —convino el otro, achaparrado, macizo, grasiento, un tipo de redecilla, brillantina y mechón sobre la calva.

El Gato y el Zorro, pensó Patrizia. Querían echar un vistazo al local. Patrizia los condujo para empezar a la planta baja. Zeta y Equis alabaron la sobriedad del mobiliario.

—Un acogedor saloncito para recibir a los clientes con la mayor discreción… pero ¿no hubiera quedado bien un bar?

—Hay bebidas en todas las habitaciones.

—Bebidas y a lo mejor un poco de coca, ¿eh?

—Aquí dentro nada de drogas.

—Lástima.

—¡Pues sí, una auténtica lástima!

En los pisos de arriba estaban las habitaciones.

—En el primer piso están las muchachas fijas. En el segundo las demás.

—¿Y esa puerta de ahí qué es?

—Ésa es por si os gustan los jovencitos.

—¡Por el amor de Dios! ¿Nos tomas por maricones?

—Venga, no me puedo creer que nos hayas confundido con unos mariposones.

Zeta y Equis inspeccionaron dos habitaciones al azar. Nada había sido dejado a la improvisación. De la gran cama circular a la nevera llena de bebidas, a las imágenes eróticas colgadas de las paredes, a los proyectores de dieciséis milímetros con una amplia oferta de películas pornográficas, o a los armarios abarrotados de instrumentos de todo tipo. Todas las habitaciones contaban con un pequeño baño. A saber cuánto habrían costado las obras. El Viejo, como siempre, había dado en el clavo: la situación era prometedora.

—¡Realmente admirable!

—¡Desde luego!

—Pero un tanto frío, ¿no te parece?

—Sí, recuerda a un hotel… ¡aunque tal vez a algunos les guste así!

—Puede ser.

—Además —añadió Patrizia, tratando de conducirlos hacia el salón de entrada—, en el sótano está el cuarto oscuro…

—¡Uhhh! ¡Eso huele a pecado!

—¡Apesta a pecado!

Zeta y Equis insistieron en verlo. El cuarto oscuro olía a desinfectante. En el centro había una mesa de mármol. Colgados de la pared: látigos, vestidos de látex, máscaras, cadenas. En uno de los muros había dos anillas. Zeta abrió un armario. Dentro había un auténtico almacén de lavativas.

—Os imagináis para qué sirven, ¿no?

—¡Qué asco!

—Los hombres son asquerosos —afirmó Patrizia.

—Si tú lo dices… —soltó Zeta.

Equis se echó a reír. Regresaron al piso de arriba. Patrizia intentó mencionarles de nuevo a las chicas. Zeta se acomodó en un sofá rojo. Equis, de pie, se encendió un cigarrillo. Patrizia le tendió de mala gana un cenicero.

—Un bonito negocio, en serio. Sería una auténtica lástima que le sucediese algo desagradable…

—¿Es una oferta de protección?

—Digamos que es una propuesta que podrías tomar en consideración… siempre que tengas ganas de…

—¿Qué necesitáis?

—Una habitación —susurró Zeta.

—Mejor dos —aventuró Equis.

—¡He dicho una! —lo fulminó Zeta.

—Es posible que se pasen por el burdel clientes relevantes. Clientes muy especiales. Hombres importantes que entre un negocio y otro de sus tumultuosas existencias sienten la necesidad de concederse una pausa. Una pequeña e inocente bocanada de oxígeno en el mar de las adversidades cotidianas. Cabe la posibilidad de que estos hombres deseen desahogarse de una amargura, celebrar un éxito largo tiempo perseguido y por fin alcanzado. Sería interesante poder asistir a esos momentos de abandono. Observar. Escuchar.

—Entiendo. Queréis hacerles chantaje.

Zeta soltó una carcajada.

—¿Chantajear por vicios sexuales? ¡Qué idea tan absurda! Esto no es América, querida. Estamos en Italia. En nuestra querida y vieja Italia. ¡Aquí cuanto más poderoso es un hombre, más folla, y cuanto más folla, más le gusta a la gente!

—¡No olvides que somos católicos!

—¿Queréis que haga de espía?

—Pero ¡qué dices! Nos alquilas un cuarto… un cuarto desde el que podamos observar sin ser vistos… escuchar sin ser oídos… y nosotros a cambio te garantizamos que nadie, digo nadie, nunca, bajo ningún concepto… ¡te molestará!

—Para ser más exactos, dos cuartos —puntualizó Equis, ignorando la mirada de su colega.

—Pero no hace falta que lo decidas ahora —la tranquilizó Zeta.

—Volveremos.

—Mientras tanto, dado que ya nos conocemos y que el sitio parece bastante acogedor…

—Os llamo a las dos chicas —suspiró Patrizia.

Zeta negó con la cabeza. Equis sonrió.

—Con una hermosa señora como tú a nuestra disposición…

—¿Los dos juntos o uno a uno? —preguntó ella, gélida, mientras se quitaba el suéter.

Zeta admiró su frialdad.

—Ve a dar una vuelta —ordenó al colega.

Después de liquidar a los dos agentes, Patrizia llamó al Dandi y le contó lo sucedido. El Dandi le preguntó si habían follado. Patrizia lo mandó a la mierda. El Dandi se lo contó al Libanés. El Libanés dijo que a esos dos tipos había que cogerlos con pinzas. Viejos conocidos de Nembo Kid. Cuando llegase el momento oportuno, se lo explicaría todo. En cuanto al acuerdo, le pidió un poco de tiempo para reflexionar. En cualquier caso, aquello era asunto suyo. Patrizia no perdonó al Rana. Se sentía traicionada. Exigió su cabeza. El Rana le confesó llorando que aquellos dos bastardos le estaban chantajeando. Porque la única vez en su vida en la que, jugando a tú-das-yo-recibo, él había querido experimentar la emoción de dar, un pobre muchacho… por desgracia… un accidente… sin querer… no se había vuelto a levantar del suelo… Patrizia se mostró inamovible. El Rana se encontró en la calle con los bolsillos llenos del dinero que le correspondía, y en el corazón un vacío desgarrador. Se ligó a un árabe en la plaza Navona y lo llevó a una pensión de detrás de la estación. El árabe tenía una especie de cuchillo, una navaja ridícula. Mientras le hacía cortes, el Rana cerró los ojos y se imaginó como el cuadro de San Sebastián.