—La lucha contra el terrorismo no es competencia de la Magistratura, sino de las fuerzas del orden. Los magistrados deben controlar, verificar escrupulosamente la legalidad de la acción policial. ¡Defender los derechos y libertades por encima de todo!
—Pero cuando la democracia está en peligro ciertos excesos de protección jurídica son un lujo. Lo que obliga a invertir la regla de la presunción de inocencia. El presunto terrorista es el que debe demostrar que no lo es, y no al contrario.
—Preservar las garantías del Estado de Derecho: ése es el valor principal.
—Decapitar la mala hierba de los sanguinarios: ésa es la prioridad.
—El hecho de que estemos en guerra no es motivo suficiente para renunciar a nuestra propia y secular tradición legalista.
—Estamos en guerra, el motivo es la guerra: ¡a la guerra hay que enfrentarse con la guerra!
Las intervenciones se sucedían a un ritmo incesante. El clima de la asamblea se iba calentando minuto a minuto. Jueces, políticos, abogados, numerosos estudiantes, ciudadanos de a pie. Había que hacer una «recapitulación» sobre el terrorismo. El pretexto: la aprobación de nuevas leyes excepcionales destinadas, según pretendían sus promotores, a «secar el mar en el que nadan habitualmente los peces brigadistas». El enfrentamiento entre los represivos y los defensores de la protección jurídica era radical, irreconciliable. Borgia, que escuchaba con creciente embarazo, mimetizado entre los estudiantes de las últimas filas, se concentraba en particular en los oradores que abordaban la cuestión de Moro. También sobre este tema había dos tendencias. «No hemos conseguido salvarlo porque su muerte nos resultaba más cómoda. Cada vez que nos encontrábamos a un paso de cualquier progreso significativo, la investigación se veía obstaculizada por misteriosos aparatos cuya intervención iba dirigida a boicotear, interrumpir, apaciguar». O bien: «Los brigadistas son invencibles porque los jueces y los policías tienen las manos atadas por unas leyes excesivamente permisivas». Borgia giraba entre los dedos la hoja en la que había anotado una frase de Leonardo Sciascia: «Es posible escapar de la policía italiana —de la policía italiana tal y como es, instruida, organizada y directa— pero no del cálculo de probabilidades. Y según las estadísticas del Ministerio del Interior relativas a las operaciones efectuadas por la policía en el período que va desde el secuestro de Moro al hallazgo de su cadáver, las Brigadas Rojas han escapado precisamente al cálculo de probabilidades. Lo que es verosímil, pero no puede ser verdadero y real».
La reflexión del maestro de Racalmuto era su última meta. Borgia sentía la desagradable sensación de encontrarse a caballo entre los defensores de las garantías y los represivos. Estamos en guerra, de acuerdo, pero en cualquier guerra los medios cuentan por lo menos tanto como los fines. Estamos en guerra, de acuerdo, pero se trata de una guerra oculta, que nadie ha declarado. Y sobre todo, estamos en medio de un terreno de batalla cuyos confines son, cuando menos, inciertos. Lo que equivale a decir: se equivoca quien dispara y al Estado hay que defenderlo en cualquier caso. Pero ¿qué sentido había que atribuir a las ambigüedades, a las reticencias, a los misterios que constelaban la investigación sobre la calle Fani? Cuando, en el curso de una operación militar, después de un rastreo exhaustivo, te encuentras delante de una puerta cerrada y no la echas abajo; cuando te enteras a continuación de que detrás de aquella puerta, justo aquella, y no otra, detrás de aquella única puerta que no has echado abajo podían estar los carceleros del secuestrado… cuando, por decirlo de algún modo, vives una enormidad semejante en directo, te preguntas si la improvisación, si las órdenes contradictorias, si la falta de preparación ante la fuerza del enemigo y la ingenuidad del funcionario público bastarán para explicarlo todo. O si, más bien, la proclamada holgazanería de los investigadores no será la enésima burla de una mente refinadísima, si en el origen de todo no se encontrará uno de esos fantasiosos ilusionistas que se mueven con el talento de un mago del cine sobre el filo de la navaja que transforma al aliado en adversario, a la víctima en carnicero. E incluso admitiendo, como sostenía Scialoja, el pragmático Scialoja, que, en caso de que se hubiese producido una intervención oculta, ésta sólo había tenido lugar en una segunda fase… es decir, si alguien, de acuerdo con sus propios cálculos, había dado una mano a los brigadistas tras el secuestro de Moro… protegiéndolos… advirtiéndolos… obstaculizando su captura… ¿acaso no significaba eso que los buenos eran también responsables en alguna medida por haber cooperado de manera decisiva en el cruento final? Esto era lo que, tal vez, intentaba decir Sciascia cuando había escrito que algo «literario» animaba los cincuenta y cinco días posteriores al 16 de marzo. La verosimilitud, la apariencia, pero no la verdad. En el país de Pirandello y de Maquiavelo. Esto pensaba el juez instructor Borgia mientras abandonaba la bulliciosa asamblea de la cual no iba a obtener ningún alivio a sus atormentadas dudas.
La mayoría de aquellos que pensaban como él —y que no eran pocos— habían resistido en primera línea, quizá para tratar de amortiguar el daño. Borgia escapó de allí precisamente por esa manera de ver las cosas que ponía en peligro a cualquier magistrado de la República. Solicitó que lo dejasen ocuparse de nuevo de la delincuencia común. Nadie se opuso. Scialoja decidió seguir sus pasos la mañana en la que recibió la tarjeta con la Torre Eiffel. No estaba firmada, pero el mensaje era claro: Sandra estaba a buen recaudo en París. La circunstancia se la confirmó el subteniente de los carabineros, Tagliaferri, llamado el Alfiler, delante de un trozo de sandía helada, en la esquina del puente donde el año anterior habían asesinado a la estudiante Giorgiana Masi.
—¿Recuerdas a la tía buena? Ha conseguido escabullirse. Quién sabe por obra de la casualidad, o por algo peor. ¡Esos revolucionarios de buena familia encuentran siempre el modo de arreglárselas!
Los camaradas de su grupo vegetaban en la Rebibbia. Ninguno se había declarado prisionero político. De sus confesiones a medias se desprendía que sí, que habían intentado entrar en contacto con un tipo que se encontraba bajo orden de captura por ser sospechoso de haber participado en la emboscada de la calle Fani. Pero sólo por razones humanitarias; los jovencitos confiaban en poder convencer al «camarada Nardo» de que soltasen a Moro. Y no porque fuesen contrarios al derramamiento de sangre en nombre de la Causa por una cuestión de principios. Su oposición se debía más bien a un cálculo político más «agudo» y «estratégico» que el de los brigadistas.
Despedirse del reino de la política supuso un alivio para los dos. Y la noticia de los homicidios ordinarios, por llamarlos de algún modo, del Terrible y del Tigame, casi los puso de buen humor. Al menos tenían algo concreto de qué ocuparse. Sabían, o creían saber, dónde estaba la frontera que los separaba del mal.
Dos homicidios en cuatro días, por lo tanto. Un boss temido y respetado como el Terrible, y un cero a la izquierda como el Tigame. Tanto Borgia como Scialoja intuían la relación entre ambos. Escaseaban, como sucedía a menudo, las pruebas. Pero si bien la supresión del Terrible podía obedecer a diez mil razones, el asesinato de aquel desgraciado de Vitinia parecía no encajar en el esquema. Tenían ante sus ojos a los directos beneficiarios de la eliminación del único testigo de la acusación, pero éstos contaban con la coartada más indiscutible de este mundo. De no haber sido por el carácter trágico del asunto, aquello habría tenido su lado cómico. Era como si alguien, desde fuera, hubiese querido hacerle un favor al Frío. Un vínculo, claro está. Pero de ahí a las pruebas… y, sin embargo, algo estaba cambiando rápidamente en el hampa. ¿Las personas, quizá? No sólo. Un proyecto diferente, más bien. Similar a una estrategia militar. El preludio de una mutación que posiblemente se encontrase ya en marcha. Y ellos, como siempre, serían los últimos en darse cuenta. Borgia trazó un organigrama.
—Veamos, tenemos al Frío, a los Bufones, y a Ojo Feroz dentro… y de los implicados según sus… fuentes confidenciales… tenemos al Búfalo, al Dandi y al Libanés fuera…
Scialoja asintió. Eran dos grupos. Se habían juntado. Se habían convertido en una banda. Y desde entonces no estaban dejando títere con cabeza.
Interrogaron al Frío, a Ojo Feroz, interrogaron a los Bufones, interrogaron al Búfalo, interrogaron al Libanés. Los interrogaron dos, tres, cuatro veces. Los sometieron a careos. Nada. Cero absoluto. Ellos se mostraban desdeñosos y seguros de sí mismos, a veces repentinamente sumisos. Mentían siempre y en cualquier caso. En las raras ocasiones en las que se encontraban acorralados, intercambiaban una mirada con el gélido abogado Vasta y se acogían a su derecho a no responder. Scialoja empezó a hacerse una idea de sus respectivos caracteres. Ojo Feroz y los Bufones gritaban, voceaban, alborotaban, escupían y lanzaban injurias e insultos de carácter sexual. Chusma. La mano de obra. Moralidad cero. Aunque no traicionaban. El Libanés tenía una sonrisa oblicua que ninguna presión conseguía borrarle de la cara. Era duro y frío. En la cárcel había mandado a la mierda a un boss de la ’ndrangheta. Tenía carisma. Era un líder nato. El secuestro sólo podía habérsele ocurrido a él. Ojo Feroz y los Bufones lo miraban con el mismo arrobo con el que los niños contemplan al Sagrado Corazón de Jesús durante el catecismo. Era él el que los mantenía unidos, el cemento. El Libanés era una pista muerta para los investigadores. Demasiado duro. El Frío, por su parte, hablaba lo mínimo indispensable. No insultaba. No revelaba nada de sí mismo. Jamás se llegaba a saber lo que realmente estaba pensando. Como esos niños a los que el exceso de sufrimiento ha privado de la capacidad de expresarlo. El Libanés y él se trataban como iguales. Como si cada uno de ellos buscase en el otro la cualidad que le faltaba para ser perfecto. ¿Sería quizá una cuestión de cantidad o de calidad del valor? ¿De desprecio por el peligro? ¿De capacidad para concebir proyectos? Sus biografías eran singularmente diferentes. El Libanés había nacido en la calle, el Frío en el seno de una buena familia. En un cierto momento de sus vidas, habían unido sus respectivas depravaciones. Y ello había generado una fuerza temible. Scialoja la sentía crecer como un monstruoso organismo. En cualquier caso, el Frío era un enigma. A Scialoja, por instinto, le gustaba más que los otros. El Búfalo, un corpulento hombretón, jugaba a hacerse el loco entre silencios y estallidos de cólera. Pero no era idiota: lo demostraban ciertos accesos repentinos de burda camaradería hacia los Bufones, cuya personalidad era más débil, o la benévola consideración que demostraba hacia él el Libanés. La misma de la que gozan ciertos muchachos bien dotados que, sin embargo, corren el riesgo de precipitarse en cualquier momento en un abismo sin salida. Al Búfalo no se le podía perder de vista. Era peligroso, imprevisible. Luego estaba el Dandi. Scialoja lo interrogó dos o tres veces. El Dandi era el más arrogante de todos. Su altivez era sutil: estudiada y consciente pero, al mismo tiempo, instintiva. Iba perfectamente afeitado, lucía trajes de corte impecable, y se mostraba deferente con el juez. En caso de necesidad sabía ser cortante: pero si se le concedía la oportunidad era parlanchín y hasta chistoso. Hacía esfuerzos inauditos para comportarse como un señor. Scialoja se preguntó si detrás de aquella apariencia de aspirante a burgués no estaría una mujer. Quizá se tratase de Patrizia. Tal vez la relación entre los dos fuese más compleja de la que normalmente existe entre una zorra y uno de sus clientes de paso. El Dandi no poseía ni la inteligencia aguda del Libanés, ni el carácter imprevisible del Búfalo, ni la oscura fuerza que emanaba de los silencios del Frío. Pero era como si, a fuerza de estar con ellos, se le hubiesen adherido a la piel algunos fragmentos de todas estas cualidades. Si el Libanés era el líder nato, el Dandi era el alumno que no tardaría en superar al maestro. La gente a la que se debían enfrentar era de este calibre. Scialoja fue a Canossa, a casa del antiguo colega de la Brigada Criminal que tenía una antigua relación confidencial con Pino Gemito, el gorila del pobre Terrible. Pero Pino Gemito no estaba, o si estaba, dormía tan profundamente que el ruido de los golpes en la puerta no lo despertó. Los tres monos, en pocas palabras.
—Aquí tenemos la prueba final —concluyó Scialoja—, ¡lo hicieron ellos!
Borgia asintió.
—Si a uno como Pino Gemito le matan al jefe y él insinúa…
—¡Eso significa que ahora mandan los otros!
Scialoja redactó un breve informe lleno de alusiones y de ecuaciones con tres incógnitas: suponiendo que… existen fundamentos para sugerir la tesis de una relación entre… Vasta soltó una carcajada y solicitó la excarcelación para todos. Borgia se opuso. Pero sólo para no tener que dar su brazo a torcer: el abogado tenía razón. Esta vez ni siquiera hacía falta llegar al tribunal de casación. Esta vez sería el juez instructor en persona el que los pusiese en libertad. Mientras firmaba los cuatro folios notariales cuyo único efecto iba a ser hacer perder algún día de libertad a los presuntos culpables, Borgia expresó sin querer un pensamiento en voz alta:
—No obstante, me pregunto… ¿qué harán con el dinero del secuestro? ¿Será posible que se lo gasten todo en coca y furcias?
Scialoja se deshizo del disfraz de castrista y fue a ver a Patrizia. Al teléfono, ella le explicó con dureza que sólo recibía con cita previa. A gente forrada. Y que sólo comunicaba la dirección cuando el interlocutor le ofrecía amplias garantías: ¿cómo había obtenido su número, dado que el mismo no aparecía en la putanoteca oficial de los anuncios del Messaggero? ¿Quién le había hablado de Patrizia? Scialoja se inventó a un hombre de negocios de paso por la ciudad. El portero del hotel le había sugerido la manera de pasar agradablemente el tiempo libre que le quedaba antes de marcharse. Patrizia le dio la dirección. Era un sábado por la noche. Scialoja compró un pequeño tigre de peluche en una tienda del centro. Había recordado algunas de las fotografías que había visto en casa de Cinzia. Al llegar ante la puerta de ella, seguía preguntándose por la razón de aquel gesto y no lograba encontrar una respuesta. Patrizia lo reconoció de inmediato. Trató de impedirle el paso. Pero él fue más rápido y bloqueó la puerta con el pie. Scialoja entró y arrojó sobre el sofá la bolsa de plástico con el animalito envuelto. Patrizia cruzó los brazos.
—Vete, estoy esperando a alguien.
—¿A un hombre de negocios de paso por Roma?
Patrizia abrió los brazos exasperada. Lucía un corsé rojo, medias negras, pulseras en los tobillos. Scialoja hizo un ademán de saludo con la mano.
—Mira que los precios han subido —le espetó ella.
—Esta vez no pago.
—Esta vez no follamos.
—Estás en deuda conmigo.
—¡Estás loco!
Scialoja pasó por su lado. Se adentró en el apartamento. Tras cruzar el vestíbulo, entró en el dormitorio. Vio la amplia cama en perfecto orden. La colección de látigos. Los peluches sobre la colcha. En el televisor, encendido y sin volumen, aparecían escenas de violencia metropolitana. Aspiró el perfume de Patrizia, completamente distinto del que había respirado en casa de Cinzia. Regresó a la otra habitación. Ella se había puesto un suéter de cuello cisne. Fumaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas. Recelosa, ceñuda. Scialoja se encendió también un cigarrillo. Se sentó al lado de ella, apartando la bolsa con el pequeño tigre envuelto. Le dijo que su amigo el Dandi era un asesino. Ella le contestó que le importaba un comino. Que no era asunto suyo. Se nace, se muere, unos viven mejor, otros peor: ¿dónde está la diferencia? La amenazó: le diría al Dandi que había sido ella la que lo había traicionado. Ella se rio a carcajadas.
—No te creerá. Y aunque lo hiciese, ¡ya procuraría yo hacerle cambiar de idea!
Scialoja le dijo entonces que el Dandi cometería un error tarde o temprano. Todos los criminales lo cometen un día u otro. Lo capturarían. Le caería cadena perpetua. No volvería a salir de la cárcel. Ella le contestó que si como policía era ya repugnante, como hombre era aún peor.
—¿Querías un nombre? Lo tuviste. ¿Y qué hiciste con él? Nada. Pero bueno, ése no es mi problema. Yo trabajo aquí, ¿queda claro? Y tú me estás haciendo perder tiempo. ¿Queda claro? Así que, o sueltas algo de pasta…
—O no se folla, he entendido —concluyó él irónico.
Se levantó a echar una ojeada por la ventana. Una cálida y luminosa noche de verano. Turistas. Familias ajetreadas e indiferentes. Scialoja se sintió repentinamente triste, vacío.
—O bien un día lo matarán —dijo dulcemente.
—¿A quién? ¿Al Dandi? ¡Y a mí qué! ¿Quieres entender de una vez que el Dandi, tú, todos los hombres que pasan por aquí, que van y vienen, me importáis un carajo… un auténtico carajo?
Estaba preciosa, en la penumbra creciente. Estaba preciosa cuando se alteraba y daba pequeños puñetazos al brazo del sofá. Estaba preciosa mientras la miraba como se mira a una mujer y no a una puta, y sentía como se apoderaba de él una furia que no sabía motivar, y una añoranza que no conseguía relacionar, ni siquiera de forma confusa, con una pérdida, un sentimiento, un sufrimiento. Scialoja cogió la bolsa con el tigre y se la tendió.
—Esto es para ti —le dijo con dulzura antes de marcharse.
Patrizia desenvolvió el paquete. El tigre de peluche tenía los ojos azules, un largo bigote, y una sonrisa de ternura y resignación. Patrizia lo estrechó contra su pecho y empezó a hacerle carantoñas como a un niño. Entró en su dormitorio y lo colocó junto a los otros muñecos. Saltaba a la vista que juntos estaban felices. Se hacían compañía. Patrizia sintió que la invadía una rabia sorda. Cogió el tigre y le arrancó un ojo. Agarró un cuchillo y lo hundió en la tripa de tela. Al instante recuperó la calma. Sacó el cuchillo. Trató de arreglar lo mejor que pudo el desgarro. Volvió a colocar el ojo en su sitio. Acomodó al tigre sobre el almohadón. Ahora iba todo mejor, mucho mejor. El olor del madero seguía flotando en la habitación. Un olor a tabaco y a empalago. Patrizia miró el reloj de pared. Faltaba media hora para la cita con los tres futbolistas. Daniela debía de estar ya lista. Se dirigió al baño. Dejó correr el agua de la ducha. Se enjabonó entre las piernas. Cogió una navaja de afeitar. A algunos clientes les gustaba así.