II

Pero no hubo ninguna prueba balística, como tampoco ningún interrogatorio. El final del Terrible no tenía nada que ver con todo aquello. La idea de mantener al margen al Libanés había sido una jugada maestra. Radio Cárcel confirmó que tres viejos usureros habían sido denunciados por el homicidio: si bien estaban completamente al margen de aquel asunto, a ver quién era el guapo que lo explicaba así que, por el momento, raus, al trullo.

En cuanto al arresto, estaba relacionado con una vieja orden que había quedado en suspenso tras un recurso. Un asunto que al Frío se le había pasado por completo: como si perteneciese a otra vida, a un Frío diferente. Se trataba de la extorsión al Tigame, el dueño de los cementerios de coches de Vitinia, un taimado que en lugar de quedarse donde le correspondía se había mosqueado de mala manera por unos cuantos millones. Le habían hecho de todo: llamadas telefónicas, neumáticos pinchados, latas de gasolina y cabezas de ovejas muertas delante del depósito. Pero no había servido de nada, al contrario, el tipo los había denunciado: a él, a Ojo Feroz, y a los Bufones.

De manera que se encontraban de nuevo dentro: en Rebibbia, esta vez. Conscientes de que aquello no podía durar mucho: hasta el punto que, personalmente, el Frío estaba dispuesto a olvidar aquella historia. Cosas de otra vida, de hecho. Inútil removerla. Vasta, por su parte, que había acudido pocos minutos después de recibir la llamada oliendo todavía a loción para el afeitado, esbozó una sonrisa tras examinar los documentos y escuchar el relato de los muchachos.

—¿Sabes de cuándo es esa llamada? De noviembre de 1977. Hace casi un año. Borgia todavía no ha digerido la historia del barón y os quiere tener pillados por los huevos. Pero no hay historia. No hay testigos. Sólo su palabra. Y Tigame es uno con más antecedentes que vosotros. Esto acabará como la otra vez, tenéis mi palabra. Sólo que en esta ocasión será más rápido: en veinte días estaréis fuera.

El Libanés estaba con el Búfalo cuando le contaron lo del arresto. Puso mala cara. Atravesaban una fase peligrosa, llena de incógnitas. No podían permitirse el menor error. Después de la muerte del Terrible, se corría el riesgo de desencadenar una espiral de anarquía. Otros grupos desearían ocupar el espacio que había dejado vacante el viejo boss. Empezaban a temerles, pero el miedo que inspiraban todavía no era suficiente. Había que afirmar de manera indiscutible un señorío destinado a durar para siempre en la Vieja Puta. Fallar con uno de ellos significaba fallar con todos.

—Es decir: uno para todos y todos para uno, Búfalo —resumió el Libanés antes de pasar a las conclusiones.

Era intolerable que un miserable como Tigame saliese de rositas después de haber mandado a la cárcel a uno como el Frío. Se imponía un castigo ejemplar. El Tigame debía morir.

—Está bien, está bien —le interrumpió el Búfalo, cuya particular y macabra ironía hacía brillar sus ojos—, cuando hablas en latín, me cuesta seguirte. ¿A qué esperamos? ¡Nos hacemos con dos hierros y vamos!

El Libanés comprendió que su amigo lo había calado. Cuidado con subestimar al Búfalo. Se había criado en la calle, no tenía la menor noción de lo que era una estrategia, pero no le faltaba instinto, una especie de doble visión. En este caso se había percatado de que el Libanés hablaba para convencerse a sí mismo.

Cogieron dos revólveres del ministerio y una moto que un idiota había dejado en el lungotevere de Pietra Pat; sin dirigirse la palabra se encaminaron como una exhalación a Vitinia donde, al atardecer, se plantaron a las puertas del bar al que Tigame, con el mono todavía grasiento, solía acudir a soplarse su botella de licor de café; le pegaron tres tiros cada uno, y acto seguido emprendieron el camino de regreso. Demostrando una cierta clase, el Búfalo volvió a dejar la moto a apenas cien metros de donde la había robado.

—¿Estás más tranquilo ahora, Líbano? —fue su saludo.

El Libanés llegó a pie bajo el puente Marconi. Las piernas le temblaban, la adrenalina descendía poco a poco. Tal vez hubiese una buena razón para eliminar a Tigame. Tal vez tuviese de verdad sentido el bonito discurso que le había soltado al Búfalo. Tal vez. Pero lo cierto era que se debía algo a sí mismo. A sí mismo y al Frío. Con la historia del Terrible habían sellado un pacto de amistad. Un pacto sagrado. Definitivo. El sacrificio de Tigame había sido su modo de honrarlo.

Pero ni siquiera esto era del todo cierto.

Más allá de cualquier plan, mucho más allá de la razón, el cemento que los unía era la acción.

Ninguna estrategia, por muy sofisticada que fuese, lo convertiría por sí sola en un jefe. Nada podía compensar a la acción. Había que ensuciarse las manos. Como los demás. Con el Tigame o con cualquiera, eso era lo de menos. No eran nada, no eran nadie. La acción. Enseñar al Búfalo a convertirse en uno como él. Y convertirse él mismo en uno como el Búfalo. El Búfalo, que llevaba dentro la acción, sin que nadie tuviese que explicarle cómo se hacía.

Respirando el aliento fangoso del río recuperó el control de sí mismo. Y una sensación de indomable poder lo elevó a alturas estratosféricas: sintió que aquel muerto le había beneficiado, percibió el impacto devastador del rito que acababa de celebrar junto al Búfalo, en nombre de todo el grupo. Porque ahora eran por fin un grupo. Estaban unidos. Eran invencibles.

Habían pasado cuatro días desde la muerte del Terrible.