VI

Los demás, mientras tanto, lo celebraban en casa de Treintamonedas.

Habían vendido todo el cargamento. Una vez liquidados los gastos judiciales, el beneficio neto era de los que daban vértigo. Esta vez, el Libanés no se mostró tacaño con los muchachos: doscientos millones a todos. Otros seiscientos para el fondo común, que funcionaba a las mil maravillas. Luego, reinversiones: un cuarto en el sector de la usura, que fue confiado a Ziccone, el que había facilitado el depósito de armas en el ministerio. Lo demás en un nuevo envío de heroína, mercancía tailandesa, esta vez, que ya había llegado y que ya había sido depositada en el ministerio de siempre.

Treintamonedas había preparado el sartú[18] de arroz y procurado un par de cajas de mozzarella de búfalo procedentes de la pequeña fábrica de un amigo suyo de Casal di Principe: el mejor queso del mundo. Se comía, se bebía y se fumaban porros. Sólo el Libanés y el Frío se mantenían, como siempre, lúcidos.

En el grupo había una cara nueva, Vanessa. Una enfermera de unos treinta años a la que el Rata, todavía en mal estado por la paliza, se había ligado de manera inexplicable durante su estancia en el hospital. Treintamonedas se quedó impresionado: una tía rubia cuya sonrisa tímida no lograba ocultar su predisposición al vicio. No era una tipa para el Rata. Pero le había venido bien a éste. El muchacho parecía renovado: seguía pinchándose, como no podía ser menos, pero había disminuido las dosis y ahora podía permitirse una jeringuilla limpia para cada chute. Ella, Vanessa, no tenía pinta de drogadicta. Ante todo parecía una mujer inteligente: no había llegado con las manos vacías, había traído una cajita de morfina y algunos frascos de metadona por si las moscas. Y mimaba a su Rata como una solícita madrecita. El Libanés se apresuró a nombrar al Rata responsable del sector metadona y medicamentos legales: éstos se podían revender a buen precio a los drogadictos en tratamiento en el servicio de recuperación. Una pequeña fuente autónoma de ingresos para el muchacho y Vanessa, un quince o veinte por ciento de lo ganado, digamos. El resto, claro está, al fondo común.

Una vez acabado el reparto del dinero, el Libanés mandó a todos a casa. Sólo se quedaron él, Treintamonedas, el Búfalo y el Frío.

Treintamonedas dijo que el Terrible había respetado los pactos por el momento. Ningún camello había vuelto a ser molestado. Ahora tocaba liquidar las cuentas pendientes. El Libanés soslayó el tema y le pidió al Búfalo que repitiera delante de todos lo que le había contado por la tarde. El Búfalo carraspeó.

—Uno de Aversa va diciendo por ahí que el Sardo está cabreado con nosotros.

—¿De verdad?

El Frío había arqueado una ceja. El Búfalo se rio, y se dirigió a Treintamonedas.

—Tu jefe dice que desde que está dentro le llega poco dinero. Dice que su cuota se ha elevado al sesenta. A partir de este nuevo cargamento. O no se hace nada.

Treintamonedas se quedó pasmado. ¡Pero si había efectuado regularmente todos los ingresos! ¡Pero si le había comprado a la hermana un coche nuevo! ¡Pero si le había dado trescientos millones al correo para que los llevase a Suiza! ¡Pero si incluso los napolitanos no habían dicho ni mu sobre el reparto!

—Tengo la impresión de que antes o después vamos a tener que hablar con el Sardo —comentó el Frío.

—Cuando salga —profetizó el Búfalo, acariciando la culata de su pistola.

—Una cosa a la vez —lo aplacó el Libanés—, digamos que el Sardo está cabreado porque el juez ha decretado que en lugar de los tres meses residuales le tocará pasar los dos años en el manicomio… ¿cómo se dice? Ex novo!

—¿Entonces? —preguntó el Búfalo un poco decepcionado.

—Entonces, Treintamonedas le va a escribir una bonita carta en la que le explicará que aquí las cosas van bien, pero que todavía necesitamos un poco de tiempo para asentarnos. Que tenga paciencia, que todo se resolverá. Una carta amistosa, ¿eh?

Treintamonedas estaba de acuerdo. Resuelta la cuestión de la carta, se pasó al asunto del envío. Una cosa temible: trece kilos de Brown Sugar para cortar, como mínimo, al treinta y cinco por ciento. Si se ponían manos a la obra ya, la heroína podía estar en la calle en unos tres o cuatro días.

—Pero nosotros la tendremos almacenada durante un mes, o un mes y medio —dijo secamente el Libanés.

Los demás lo miraron perplejos.

—¡Mira que todos esos colgados están ya que no pueden más!

—En la calle corren detrás de la mercancía…

—Esta vez sí que no te entiendo, Líbano…

El Libanés los dejó desahogarse. A continuación se encendió un cigarrillo y les expuso su idea. Con la parsimonia que lo caracterizaba.

—Es la ley de la demanda, colegas. Los dejamos secos durante treinta o cuarenta días. Mientras tanto cortamos la heroína no al treinta y cinco por ciento, sino al cincuenta o al sesenta. Cuando todos, digo todos, estén ya con la lengua fuera, desparramamos por la calle todo el cargamento. Doblando el precio…

—¡Coño! —silbó el Búfalo.

El Frío reflexionaba.

—La idea no es mala. Pero ¿qué hacemos si, mientras tanto, alguien nos birla el mercado?

—¿Quién? —replicó el Libanés—. Los napolitanos están de nuestra parte. El Puma está fuera de juego. ¿De quién debemos tener miedo, Frío?

A Treintamonedas le había bastado oírlo para convencerse. El Frío oponía todavía alguna resistencia.

—No lo sé, Líbano. Un mes y medio me parece demasiado…

—Bueno —accedió el Libanés—, podemos mantenerlos a raya con el hachís.

—El costo me parece cosa de macarras —protestó el Búfalo desdeñoso.

—¡Pero cuando no hay caballo —lo corrigió el Libanés—, es como el oro!

Todos se echaron a reír. El Frío dio su brazo a torcer.

—Y ahora hablemos de cosas más serias —anunció el Libanés—. ¿Cuándo está prevista la cita con el Terrible?