V

Cuando se corrió la voz de que habían encontrado el cadáver de Moro, el Libanés, sombrío, le dio una bofetada al Esqueleto al ver cómo éste se reía batiendo las manos.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—No, eres tú, mierda, ¿a qué viene esa risa?

—Y yo qué sé, ha muerto uno de ésos, ¿no? El enemigo, como lo llamas tú…

—¡Pero de qué enemigo hablas! ¡Si no nos hubieran pescado a todos, lo habríamos salvado y ahora seríamos unos héroes!

—¿Qué pasa, ahora quieres que seamos héroes?

—Mira que a los héroes no les registran la casa de madrugada en busca de droga… los héroes están por encima de cualquier sospecha… pero ¡para qué me molesto en hablarte si no entiendes nada!

Dos meses después, el tribunal de casación anuló las órdenes de arresto por «absoluta carencia de pruebas».

El Búfalo los esperaba a la salida, con una cara tan radiante como el sol.

Había sido imposible retener al Dandi. Nada más salir se había precipitado a casa de Treintamonedas para sacar veinte de los grandes del fondo común: anticipo sobre los beneficios, las cuentas ya las haremos después, te dejo un pagaré, cómo es que no te fías de un viejo colega, ese tipo de cosas. Todo para el regreso memorable junto a Patrizia con la que había soñado durante todos aquellos largos e interminables meses. Siempre. Treintamonedas lo había aconsejado sobre los adornos, indispensables, había añadido, tratándose de una mujer de clase como tu Patrizia.

Tras una sesión de sauna y algunos golpes de tijera al pelo, reseco a causa de la cárcel, el Dandi había intentado rehacerse un guardarropa en una tienda elegante del centro, donde el dependiente le había tratado como a una mierda, hasta el punto de que había llegado a acariciar la idea de volver con el revólver y ponerlo todo patas abajo. Pero lo de Patrizia era más urgente, de forma que se había replegado a los más alentadores almacenes Clarke, recién inaugurados en la avenida Marconi. Chaqueta, pantalón, seis pares de calcetines y calzoncillos de seda, tres corbatas que, en su opinión, no eran demasiado llamativas, abrigo: mientras se probaba se había encontrado a una cabina de distancia de un consejero de la Fiscalía General al que había visto pasar en varias ocasiones por el hotel Regina para los interrogatorios. Cómica, la situación, el fiscal y el granuja que se acicalan a dos metros de distancia: y, como no, el otro también lo había reconocido. Pero entre hombres de mundo estas sutilezas son irrelevantes. Luego los zapatos, cuatro pares, dos mocasines y dos de cordones, en Boccanegra, en el Testaccio. Y para el gran final, una magnum de champán y, con el anticipo de cinco billetes en contante, una nueva Kawa 1300 que todavía tenía la matrícula de prueba. Limpia, regular.

Patrizia le abrió con un vestido de noche. Escrutó el revoltijo de colores, olfateó la loción para afeitado Metal Atkinson’s, frunció la nariz y congeló la sonrisa de él con una ácida mueca.

—Ah, eres tú. Podías haberme llamado. Me encuentras de milagro. Ven, vamos.

Le quitó la magnum de las manos dejándolo plantado en la puerta, regresó después de haber metido la botella en la nevera, lo cogió por el brazo y lo arrastró imperiosamente fuera.

Patrizia estaba aún más guapa y atractiva de lo que la recordaba. Muy por encima de sus fantasías más desenfrenadas. Pero era fría, distante, maldispuesta. De irse a la cama, ni hablar. Todo cuanto le concedió fue tocar sus pequeños senos puntiagudos, el aromático contacto con sus brazos desnudos, después, mientras se dirigían en moto al Climax Seven.

Era un piano-bar que se encontraba detrás de via Veneto. Lentejuelas y putas, a algunas las conocía de vista, otras se las indicaba Patrizia, precisando la especialidad de cada una de ellas. En una mesa junto al pianista, dos o tres jugadores del Lazio. Y periodistas, comendadores, rufianes, árabes, una princesa de sangre real con un perrito en brazos, un político de segundo orden, el director general de un ministerio, una actriz ajada enfrentada a unas facciones de contornos indefinidos causados por un lifting cuando menos desastroso.

El pianista atacó La bambola. El Dandi bebía. Patrizia parloteaba: excitada, guapísima, intocable. Al oír Questo piccolo grande amore, de Claudio Baglioni casi le entraron ganas de llorar, pero ¿qué hacían en aquel sitio de mierda? ¿Qué tenía que ver su pequeño gran amor con aquella gentuza?

Luego las luces se atenuaron, un proyector iluminó una cortina que había al fondo de la sala y apareció Franco Califano. El Dandi experimentó una sacudida eléctrica. El Califa era un mito. Estrechó con fuerza la mano de Patrizia y le susurró unas tiernas palabras de agradecimiento. El Califa inició con Una ragione di più. El Dandi no pudo controlar las lágrimas por más tiempo, lágrimas de champán y de liberación. Al final de la canción, se puso de pie de un salto, aplaudiendo como un loco. Todos lo miraban. Cuando gritó: «¡Eres grande, Califa!», el cantante le sonrió. El Dandi se desplomó en su asiento, con el corazón encogido. Patrizia se había marchado. Inspeccionó la sala con la mirada encendida. Ah, ahí estaba: charlando con una pareja distinguida, él tenía aire de intelectual, con sus pequeñas gafas y ella… ella, Daniela, la amiga de Patrizia. Lo atravesó un presentimiento. El Califa cantaba Dammeli per più tardi quegli attimi d’amore, dámelos para después, esos momentos de amor. Patrizia volvía a la mesa contoneándose.

—Tengo que marcharme.

—¿Cómo?

—Un trabajo —susurró, indicando al intelectual que cogía de la mano a Daniela.

—Tú no vas a ninguna parte.

Había alzado el tono, quizá sin darse cuenta. Sus ojos se cruzaron con la mirada ceñuda del Califa. El alcohol palpitaba en sus venas.

—Tú no vas a ninguna parte —repitió, bajando la voz.

Patrizia recibió su declaración encogiéndose de hombros y se encaminó hacia la pareja que la estaba esperando. Desaparecieron detrás de la cortina roja. El Dandi se puso a duras penas de pie. Las piernas le temblaban. Volcó dos mesas. El público lo miraba indignado mientras avanzaba tambaleándose. ¡Vaya cogorza, coño! El Califa parecía dirigirse directamente a él: porque mañana o quién sabe, cuando las cosas tal vez cambien y los besos que tú no me des…

Fuera, el aire de la noche fue como una bofetada. El trío estaba subiendo a un Porsche Carrera. Con un esfuerzo terrible consiguió aferrar a Patrizia antes de que ésta subiese al coche. El intelectual le lanzó una mirada angustiada.

—¡Déjame! ¡Estoy trabajando!

—Tú no trabajas. ¡Tú eres mi mujer!

Los gorilas del local se acercaron a ellos corriendo. Portazos. Con un zumbido, el Porsche se alejó de allí. Los gorilas los rodeaban. Uno lo conocía, había estado dentro con el hermano.

—¡Todo va bien, chicos! —dijo para mantener apartados a los demás, y acto seguido añadió en voz baja, dirigiéndose a él—: Dandi, por favor, no me organices un lío, me juego el puesto…

Patrizia se lo llevó a rastras de allí. Sus tacones repiqueteaban iracundos contra el asfalto.

—¡Conmigo has acabado, capullo!

—Mi mujer no trabaja. ¡Mi mujer no es una puta! —Voz desgarrada, sabor a vómito en las papilas.

—¡Tú no tienes ya ninguna mujer, animal!

El Dandi levantó una mano, para golpearla. Pero algo en la mirada de ella le hizo renunciar a la violencia. La perdería para siempre. Patrizia no se podía domar. La imagen del Libanés, una luz de consuelo. El Libanés sabría darle el consejo adecuado.

—Patrizia, yo…

Palabras vanas. Patrizia estaba entrando de nuevo en el local. Le llamarían un taxi. El Dandi se apoyó en la pared y vomitó el alma.