El mes de mayo se había precipitado sobre Roma con toda la violencia de su incandescente primavera. Pero era un mayo extraño. Triste. En una ciudad suspendida en una angustia insonorizada, como aplastada por una nevada de poliestireno. En una ciudad aprisionada en el interior de una de esas campanas de cristal bajo las cuales los viejos conservan la imagen de la Virgen. O de un Cristo con el corazón sangrante y la cara de Aldo Moro. Scialoja soñaba con Aldo Moro. Millones de italianos soñaban con Aldo Moro. Los colegas soñaban con Aldo Moro. Soñaban con un final idéntico al de los cinco mártires de la calle Fani[15]. Los colegas odiaban a los comunistas belicistas porque los brigadistas mataban en nombre del comunismo. Los colegas odiaban a los socialistas porque querían negociar, el «gesto humanitario unilateral», porque con los canallas nunca se pacta. Los colegas odiaban a los democristianos, a su milenaria experiencia en cuestiones de martirio: rezaban con los labios trémulos y los párpados cerrados, lo que no era óbice para que luego se lavasen las manos como en tiempos de Poncio Pilato. Los colegas sólo respetaban al viejo Papa que se había hincado de rodillas para suplicar a «los hombres de las Brigadas Rojas». Mientras tanto, engrasaban las armas. Si tengo que irme al otro mundo, quiero hacerlo acompañado de unos cuantos de esos cabrones rojos. Había atmósfera de guerra. Atmósfera de derrota. Los jueces bregaban. Los intelectuales no llegaban a ninguna conclusión. El «movimiento», desde las radios libres, se enfrentaba dialécticamente con los «camaradas que se equivocan». Era increíble que no se consiguiese localizar la prisión del pueblo. Mientras tanto, el prisionero escribía cartas que sus destinatarios se apresuraban no reconocer. Y los correos de las BR deambulaban alegremente entre bidones de basura y cabinas telefónicas. Llovían las denuncias falsas. A Moro lo habían buscado en varias casas de la periferia y en un lago helado. Los brigadistas orquestaban el juego mientras ellos hacían de blanco, furibundos, deprimidos, inofensivos. Pendientes del gerundio de un comunicado de los carceleros: concluimos el proceso ejecutando la sentencia. Eso quiere decir que todavía no la han cumplido. Mientras hay vida hay esperanza. La investigación sobre el secuestro del barón había caído en el olvido. Todos corrían detrás de los inaprensibles guerreros. Incluso Borgia, ocupado con algunas corrientes marginales de la vasta área antagonista «a la izquierda de la izquierda extraparlamentaria». Hasta Scialoja, que ahora disfrutaba de un puesto permanente junto al juez. En el fondo, ya que decían que tenía un pasado de izquierdas, ¿por qué no aprovecharlo? Scialoja se había dejado crecer la barba. La entrada en el Antiterrorismo, tanto tiempo anhelada, le había causado una profunda desilusión. Las jornadas transcurrían entre reuniones informativas y el análisis de los más que prolijos documentos de los colectivos que salían como setas en el barrio universitario. Y por la noche, disfrazado de ex joven, a las asambleas, donde le tocaba confraternizar con una banda de mocosos consumidos por el anhelo de lucha armada, artistas de la elocución oscura que diseccionaban la duda «me adhiero/no me adhiero». Veleidosos, románticos tardíos, a veces involuntariamente cómicos, con aquella manía de las siglas y de las acusaciones a la Tercera Internacional. Avanguardia operaia, AO, acusaba al Movimiento estudiantil de ser la «nueva policía». Lotta continua, LC, acusaba a AO de ser la «nueva nueva policía». Autonomia operaia, Autop, acusaba a LC de ser la «nueva nueva nueva policía». Y todo ello bajo la mirada de la única y auténtica policía, estratégicamente diseminada en los puntos cardinales del salón, del aula magna, del sótano de turno. Scialoja, que había incluso leído al Che, alcanzaba a comprender algunos de sus razonamientos. Pero no podía olvidar la sangre de los caídos en la calle Fani. Cuando uno hace correr la sangre, pasa al lado equivocado. Scialoja se imaginaba a los brigadistas duros, cuadrados, fríos, meticulosos, banales en lo cotidiano, contables metódicos del terror. En caso de que hubiese algo que pescar, el de las barbas, el tono iracundo, y el rito colectivo era el mar erróneo. Éstos podían masacrarte con citas de Marx, Deleuze y Guattari. Aquéllos tenían como mucho el diploma de algún curso nocturno y las manos encallecidas, pero eran capaces de desmontar una metralleta en cuarenta y cinco segundos. Éstos eran un río de palabras. Aquéllos una lluvia de plomo.
Una noche como muchas otras, en la que lo habían enviado a una asamblea ampliada del Círculo de Contracultura Obrera de la calle Luigi Luiggi del barrio de la Garbatella, Scialoja oyó que le pedían fuego. Se hurgó en los bolsillos y tendió maquinalmente su encendedor.
—¡Gracias camarada!
La entonación le pareció burlona. Escrutó al tipo. Éste le guiñó un ojo. Tagliaferri, llamado el Alfiler. Servicio operativo de los carabineros. Un camarada, si es que esa palabra cabe entre un policía y un carabinero.
—De nada, camarada.
—¿Tú también por aquí esta noche, camarada?
—Así lo han decidido, camarada.
Tagliaferri era un livornés mordaz. Se jactaba de tener tres muescas en la Beretta reglamentaria: tres tiroteos, dos con los cataneses instalados en Versilia y uno con los buenos chicos de Prima Linea[16]. Pero jamás una herida, ni siquiera un rasguño. Se colocaron bajo una pérgola de glicinas que sobresalía de una casa cercana. El ingreso en el círculo estaba vigilado por dos tipos con aire de no ser precisamente unas lumbreras. Los camaradas iban entrando en pequeños grupos. Nadie parecía prestarles atención. Tagliaferri le explicó que el grupo era conocido desde hacía ya algún tiempo. No eran clandestinos. No les preocupaba la seguridad. No obstante, estaban previstos algunos arrestos. El carabinero se mostraba más que propenso a las confidencias. Scialoja no lo alentó. Fumaba también su cigarrillo, observaba indolente el flujo de militantes, aspiraba el aroma levemente alcohólico de la glicina. En el cineclub de la calle Benaco proyectaban Sed de mal. La hubiera visto más que a gusto por decimoprimera, no, duodécima vez. En cada una de ellas, la historia le había causado una crisis. Charlton Heston era un policía democrático y respetuoso de la ley, tal y como él aspiraba a ser. Orson Wells era un bandido uniformado, sucio, ávido, corrupto. Un fascista, como la mayor parte de sus colegas. Pero Heston era también un blando capaz de dejarse manejar por las lágrimas de uno que tiraba bombas. Mientras que Wells era un genio de la investigación capaz de oler al culpable cuando el cadáver de la víctima todavía no se había enfriado. ¿Cómo era posible no admirarlo? Cuando estaba a punto de ponerse de acuerdo con Tagliaferri para pirarse de allí, la vio. Vaqueros ajustados, camiseta blanca, cazadora negra. Había pasado a menos de un metro de ello. No había reparado en él. Uno más de los innumerables camaradas dispuestos a lanzar ardientes discursos contra los patrones y los burgueses. ¡Ojalá fuese él capaz de una santa indiferencia como la suya! En cambio se había sobresaltado. Y Tagliaferri se había dado cuenta.
—¿La conoces?
—¡De nada!
—Pensaba que… está buena, ¿eh?
—Sí.
—Sandra Belli. La camarada Sandra. Una dura. Cuando los jefes nos dan el visto bueno, es la primera en entrar en el trullo. Me gustaría arrestarla. Me gustaría que el arresto fuese movidito. Uno de ésos en los que el sospechoso reacciona y te ves obligado… digo obligado… ¡a meterle mano!
Scialoja se encendió otro cigarrillo.
Arrestos, prosiguió el carabinero. Dos, quizá tres. La Belli, por descontado. El grupo del círculo obrero, en sí mismo, no les preocupaba lo más mínimo. Pero esos cretinos estaban tratando de ponerse en contacto con un tipo al que buscaba la columna romana. El camarada Nardo. Un tío duro. Dos homicidios confirmados. La Belli podía conducirles hasta él. Había una operación en curso. El tiempo apremiaba.
—Tal vez mañana, quizá en una semana, quién sabe.
—Puede que nunca —aventuró Scialoja.
—Excluido. Tarde o temprano la pillaremos.
Los dos forzudos que estaban apostados a la entrada del círculo obrero lanzaron un silbido agudo. Tagliaferri les respondió con otro silbido.
—Todo va bien. Ahora vamos.
Los forzudos entraron. Tagliaferri le dio a Scialoja una palmada en la espalda.
—Son tan imbéciles que me han aceptado en el servicio de seguridad. No sé si te has dado cuenta, ¡pero me han enviado para que te controle! ¿Vamos?
Tagliaferri se había puesto en movimiento, seguro de que lo seguiría. Pero Scialoja no podía ir. Sandra lo reconocería nada más verlo. Corría el riesgo de descubrir al carabinero. Apretó el paso para darle alcance y le soltó el más clásico de los embustes. Tagliaferri hizo alarde de comprensión.
—Una amiguita, ¿eh? Eh sí, reconozco que con éstas no hay mucho que hacer… ¡ve con Dios, compañero! ¡Pero recuerda que me debes un favor!
Scialoja desplazó su vieja Mini Minor de color berenjena bajo las glicinas y se puso a esperar. Pasadas tres horas y cincuenta cigarrillos salió ella, miró en derredor, y empezó a andar resuelta volviéndose cada cinco o seis pasos. En un manual de la antiguerrilla que circulaba en el despacho había leído que, en tiempos de los partisanos, el cabecilla era siempre el primero en abandonar las reuniones. Scialoja le concedió unos cincuenta metros de ventaja y luego arrancó el coche. El resto de sus compañeros empezaban a salir en grupos. Scialoja avanzaba a paso de hombre con los faros apagados. Sandra se detuvo a la altura de su vieja Vespa. Hurgó en sus bolsillos en busca de las llaves. Scialoja encendió los faros. Encaró el coche a la acera. Se apeó de él y se acercó a ella.
—Hola, Sandra.
—¿Nico? ¿De verdad eres tú? Qué peripuesto vas.
La registró sin darle tiempo a salir de su asombro. No iba armada. La aferró, indiferente a sus protestas. La empujó al interior del coche. Arrancó haciendo chirriar los neumáticos. Sus compañeros, que iban detrás de ellos, no se habían percatado de nada: ¡bien por la vigilancia!
El tugurio de la calle del Mattonato era una especie de templo de lo alternativo. Cuatro mesitas, luz tenue, tisanas, té y galletas macrobióticas. El olor a canutos era asfixiante. Como música de fondo, Claudio Rocchi y Ravi Shankar. De las paredes colgaban unos batik descoloridos con imágenes de divinidades con cara de elefante.
—Ganesh, el dios que colma los deseos imposibles —dijo Sandra burlona.
—Como nuestra santa Rita da Cascia.
—No sabía que te habías vuelto beato.
—Y tú espiritualista.
—Yo odio a los espiritualistas. Da la impresión de que para ellos no ha sucedido nada.
—Estoy de acuerdo. Pero es un sitio tranquilo. Bueno para hablar.
—¿Hablar? ¡Pensaba que se trataba de un secuestro!
—Perdona, pero quería asegurarme que no ibas armada.
Sandra se encogió de hombros. Una muchacha de aspecto atemorizado les tomó nota. Pidieron una botella de vino. La muchacha les explicó que no tenían licencia para vender alcohol. Se conformaron con una tisana. Sandra se encendió un cigarrillo.
—¿Sigues viviendo en esos dos cuartos mugrientos de la calle Pavia?
—¿Y tú sigues escupiendo sobre las alfombras persas de tu familia?
—Te encuentro bien, Nicola. Ni siquiera pareces un madero.
—¿Qué es eso, una propuesta?
La muchacha regresó con dos tazas humeantes sobre una bandeja de mimbre.
—Chin, chin —dijo Scialoja.
Ella se echó a reír. Él retuvo una mano de ella entre las suyas. Ella la retiró. Él la miró a los ojos.
—¿Hasta qué punto estás involucrada?
—¿Y a ti qué te importa?
—Me gustaría entenderlo. Eres una burguesa. ¿Por qué odias tanto a tu gente?
—Porque los conozco. Porque sé de lo que son capaces. Hay que detenerlos antes de que sea demasiado tarde.
—¿Y cómo? ¿Con las balas?
—Y ¿por qué no? Pero no ahora, cuando llegue el momento adecuado…
—¿Crees que llegará, ese momento?
—Tarde o temprano. Ahora no, en cualquier caso…
La tisana tenía un sabor acídulo, a menos que el gusto se lo estropeasen los cigarrillos que se había fumado. Scialoja le cogió de nuevo la mano. Esta vez, ella no se desasió.
—¿Has disparado alguna vez?
—No.
—Te creo. Pero tienes que marcharte, Sandra.
—¿Me crees? ¡Muchas gracias! ¿De verdad piensas que tu opinión me importa?
—Tienes que marcharte, Sandra. Enseguida.
Se lo contó todo. Ella lo escuchó en silencio. Cuando acabó, Sandra se pasó una mano por el pelo y le sonrió. Acto seguido le dio una bofetada. Alguien se volvió a mirarles. Un espiritualista juntó las manos y dijo: ¡Om! La muchacha de aspecto atemorizado empezó a temblar. Sandra se levantó y se encaminó resuelta hacia la salida. Él la contempló mientras se alejaba, fascinado por el cimbrear de sus caderas. ¿Se parecía a la otra, a Patrizia, o aquella impresión era sólo producto de su fantasía? Lo invadió una oleada de deseo. Seguirla. Afrontarla. Revivir su maldita historia, de la A a la Z. Obligarla a escucharlo. Secuestrarla, si era necesario. Permaneció inmóvil. La había esperado. Había hablado. Ella estaba ahora al corriente. Ella decidiría. La vida era suya. Scialoja encendió el último cigarrillo y pidió otra tisana.
Al día siguiente por la tarde encontraron a Moro en la calle Caetani. Alguien dijo que lo habían soltado adrede a medio camino entre la calle de Botteghe Oscure y la plaza del Gesù[17]. Había que dejar bien claro que aquello era el final del compromiso histórico entre católicos y comunistas. Scialoja se abrió camino agitando su tarjeta envuelto en una sensación de tristeza, de rabia, de dolor. Esto es un parricidio, pensó. Han disparado al viejo padre, lo han mirado a los ojos mientras agonizaba. Esto es un parricidio. La sangre del padre salpica siempre a los hijos. Aquella cara enflaquecida, huesuda, de pájaro; aquella barba gris sin afeitar le habían recordado a su padre en el ataúd. El anciano que había muerto invocando al hijo lejano. El anciano enfermo al que no había tenido tiempo de besar por última vez.