II

Les sacaron del aislamiento en una semana. En el patio había un sol que reconfortaba los huesos y el alma después de la humedad de la celda. El Libanés y el Frío evitaron al grupo de macarras que se entretenían con el consabido partido de fútbol y se pusieron a estudiar la orden de arresto apoyados contra el muro que había bajo la torre de vigilancia.

—Es más lo que omite que lo que dice —comentó el Libanés.

—Conocen el hecho, pero les faltan los detalles —corroboró el Frío.

—No saben nada del Escoria y de los otros cuatro de Casal del Marmo.

—Por eso nos atribuyen el secuestro y no el homicidio. Creen que el barón sigue vivo…

—No. Saben de sobra que está muerto y enterrado. Lo que pasa es que no tienen pruebas.

—No tienen nada.

—Nada de nada. Ni siquiera una palabra sobre la droga…

—No tienen nada.

—Ni siquiera una frase sobre el Sardo y Treintamonedas…

—Nada de nada.

De forma que se trataba de un soplo. Ahora estaba bien claro. Pero no procedía del grupo. Incluso Satanás, que estaba dentro con los demás, quedaba fuera de toda sospecha. Alguien ajeno a ellos, por tanto; bien informado, sin lugar a dudas, aunque eso no tenía nada de extraordinario. Cualquier persona de su entorno sabía quién había eliminado al barón. Así pues, uno al margen del asunto, o uno que los odiaba.

—¿El Rata? —sugirió el Frío.

—No creo. Vasta ha dicho que están buscando al autor de las llamadas… si lo tuvieran, habrían dejado de darnos la tabarra con las pruebas fónicas.

—Podría ser una cortina de humo…

—Ni pensarlo. ¿Te has fijado en Borgia? Es… ¿cómo se dice? Un idealista… se ve a la larga, a qué raza pertenece. No. Si estamos en el trullo, es porque alguien nos la tiene jurada.

—Vasta dice que todos los informes los ha escrito el policía que lo acompañaba, el nuevo…

—Sí, ya lo he oído. No parece gran cosa, pero tal vez me equivoque…

—Era él el que tenía la información.

—El chivato es cosa suya…

—El chivato es uno que está metido en esto.

—Se me ocurre un nombre —rio sarcástico el Frío al cabo de unos instantes.

—Dime, colega, ¿estás pensando lo mismo que yo?

—Depende. ¿Qué piensas tú?

—Pienso en alguien al que le jode que ciertos muchachos se estén abriendo camino en la vida…

—Un tipo cuyo momento pertenece ya al pasado…

—Y que en vez de retirarse tranquilo se dedica a conversar con la pasma…

—¡Algo terrible!

—Tú lo has dicho, colega. Una cosa realmente terrible…

¿Y quién sino el Terrible podía haber cantado? En el supuesto de que todavía quedase alguna perplejidad sobre su destino, aquellos arrestos tan tempestivos pretendían cancelarla. Y para el Terrible había empezado ya la cuenta atrás.

El Dandi, que se había parado a confabular con don Pepe Albanese y con dos secuaces de su ‘ndrina[14], gesticulaba tratando de llamar su atención. El Frío y el Libanés se encaminaron hacia el trío con aire indolente. Los dos secuaces se apartaron para dejar espacio al boss. Se saludaron inclinando repetidas veces la cabeza. Como los japoneses en las películas, pensó irónico el Libanés. Luego don Pepe hizo un ademán al soldado que estaba a su derecha, quien se apresuró a meterle un cigarrillo en la boca. El otro soldado, con idéntica diligencia, le ofreció fuego.

—He sabido que os estáis moviendo bien.

El Libanés y el Frío recibieron el cumplido sin mover un músculo.

—Venid a verme uno de estos días. Me gustan los muchachos despabilados. Necesito gente como vosotros en Roma.

—Nosotros no pagamos el impuesto como el Puma, don Pepe —precisó el Frío.

Los dos soldados, menudos, achaparrados, negrísimos, dieron muestra de inquietud. Albanese los calmó con una mueca bonachona. Era un anciano con una larga cabellera blanca, las uñas pulidas y un afeitado perfecto, que olía a loción con aroma a pino silvestre.

—Me han dicho que el Sardo se ha entregado —prosiguió el calabrés cambiando de tema.

El Libanés asintió.

—¿A qué viene tanta prisa por apartarse de la circulación?

—Qué quieres que te diga —se entrometió el Dandi—, cuando uno no está acostumbrado al aire puro… llega un momento en que le entra la nostalgia…

Don Pepe sonrió. Los soldados sonrieron.

—Habéis hecho bien dejando a un lado la historia de Moro —dijo Albanese, poniéndose serio de repente—, el favor nos lo pidieron también a nosotros y después nos dijeron también que ya no les interesaba. Y otra cosa te quiero decir —añadió atravesando al Frío con la mirada— no pienses que antes no te he entendido. No creas que la vida la has inventado tú, que ahora eres el rey de este mundo sólo porque te has llevado los cuatro cuartos del barón Mierdanoséqué… puede que mañana yo salga de aquí, y que tú salgas también y, una vez fuera, ya veremos lo que pasa…

El Libanés negaba con la cabeza.

—Yo también te tengo que decir una cosa, calabrés: yo en tu lugar, esta noche dormiría preocupado…

Los dos soldados estaban a punto de saltar. Pero a medida que la conversación iba subiendo de tono, el Tapón, los Bufones, el Esqueleto y alguna que otra cara nueva se habían colocado junto al Dandi. Don Pepe sopesó la situación con una vaga sonrisa.

—No es momento para peleas, Libanés. He venido en son de paz. Ya tendremos ocasión de volver a hablar, ¿no?

—Puede ser… —le concedió el Libanés, luego pronunció entre dientes una frasecita—: y a ver si mañana consigues que te envíen a San Vittore para que podamos respirar mejor.

Don Pepe se dio media vuelta, escupió en el suelo, chasqueó dos dedos. Sus secuaces lo flanquearon.

El Frío siguió con la mirada el ritual de retirada del boss: el partido de fútbol se había interrumpido, y los macarras, alineados en dos filas, se inclinaban al paso del trío.

—Es un desafío —observó el Tapón—, me parece que hemos hecho una gilipollez.

—¡Noooo, pero qué dices! —ironizó sombrío el Dandi—. ¡Acabamos de rechazar una suculenta oferta de trabajo y hemos tratado a patadas en el culo al jefe de una poderosísima banda! ¡Los que vamos a dormir preocupados esta noche vamos a ser nosotros!

—No digas estupideces —le atajó el Libanés—, no se trata de ningún desafío. Se marchan. Ha entendido que aquí los más fuertes somos nosotros. Si queremos, esta noche les podemos cortar los huevos a rodajas.

—¿Quieres declarar la guerra a los calabreses? —preguntó el Dandi asombrado.

—No hace falta. Abandonan. Y además, aunque así fuese… ¿acaso no sabes que los enemigos aumentan con el honor?

—Pues sí que… ¿de quién es ese sermón?

—¡Mussolini! —gruñó el Libanés que, en lo tocante a cuestiones de pasión política, no transigía.

—¡Ay Líbano, estás verdaderamente obsesionado! —le dijo el Dandi riéndose.