I

El primero en entrar fue el Libanés. Inmediatamente después el Frío. Y algunos minutos más tarde, uno a uno, el Esqueleto, los hermanos Bufones, Ojo Feroz, el Dandi, el Tapón y, por último, Satanás, quien se guareció en un rincón con la cabeza gacha y una mirada hosca para dejar bien claro que él no se relacionaba con cierta gente.

Sólo el Búfalo no había acudido a la citación.

A medida que iban llegando, se saludaban con un apretón de manos y unas palmaditas en la espalda. En Roma todos sabían que se frecuentaban desde hacía años. Fingir que no se conocían hubiera sido como agitar el capote rojo delante del toro y no era cuestión de provocar a la pasma antes de comprender bien qué pasaba. Si sabían algo o si, por el contrario, estaban dando palos de ciego. Cuánto sabían. Si algún canalla había cantado.

De forma que, a la espera de que llegase el fiscal de la República, los cigarrillos pasaban de mano en mano y el juego de gestos y miradas era continuo pero, eso sí, en medio del más absoluto silencio. El hecho de que los hubiesen puesto juntos debía de obedecer a un motivo: seguro que los estaban observando desde el otro lado del cristal, listos para pillar cualquier expresión de miedo, cualquier frase reveladora. En vano: a esas alturas ni siquiera los más jóvenes caían en el juego del acuario.

Y eso sin contar que el canalla podía ser uno de ellos.

Durante dos días los mantuvieron en el baño maría del aislamiento. La ley se lo permitía y ellos aprovecharon la posibilidad. Dos días llenos de pensamientos y paranoias para el Libanés. Imposible sacarle algo al encargado de barrer, un condenado a cadena perpetua de la región de las Marcas —tras estrangular a su mujer, la había despedazado y luego la había arrojado a un pozo— y ni siquiera habían probado con los vigilantes. Algo se podía deducir de la orden de arresto. Les acusaban de secuestro a fines de extorsión en la del barón, pero no se hablaba de homicidio. No se habían atrevido a ir más allá. Ergo, como decía su tío, cura de la iglesia de San Francisco de Asís, cuando se daba cuenta de que le habían forzado el cepillo, ergo no habían encontrado nada. Ergo sabían algo pero no todo. Ergo aquello olía a chivatazo. No sería la primera vez. Tampoco la última. Por miedo, o por dinero, en Roma se acaba siempre por encontrar a alguien dispuesto a traicionar. Sicilia era otra cosa. Allí no se traicionaba a nadie. Allí había respeto. Pero paciencia: ya se ocuparían ellos de cambiar a Roma. Sólo necesitaban un poco de tiempo. Mientras fumaba nerviosamente su cigarrillo, el Libanés trataba de estudiar a los demás.

La mayoría de ellos parecían molestos, indiferentes, arrogantes, seguros de sí mismos. Su mirada se cruzó con la del Frío. Ambos asintieron con la cabeza, como si cada uno de ellos fuese capaz de leer el pensamiento del otro. También el Frío pensaba que había un traidor. En el grupo, sólo ellos dos eran capaces de razonar con perspectiva. Sin ellos a la guía, los demás se dispersarían en un abrir y cerrar de ojos. Y todo concluiría antes incluso de haber empezado. El Dandi también permanecía al margen, luciendo todavía la bata de marca que llevaba puesta cuando lo habían detenido. También él perplejo y desconcertado. El Libanés pensó que el Dandi estaba madurando. Tal vez fuese gracias a Patrizia, una mujer dura. Puta, pero dura. Día a día, el Dandi se iba haciendo un hombre a su lado. Sería bueno que cada muchacho pudiese tener a su lado a una mujer con agallas. Pero tal vez sea pedir demasiado, concluyó el Libanés: en cualquier caso, por el momento había que pensar en el modo de salir de aquel lío.

Mientras tanto, empezaban a llegar con discreción los abogados. Del Búfalo seguía sin saberse nada. Era el único que había faltado a la citación. Por la cabeza del Frío empezaba a serpentear una mala idea.

Los abogados que habían nombrado en la secretaría de Regina Coeli eran los mismos de siempre: Terenzi, Piancastelli, Biancolillo, Domineddò y los relativos portamaletines y pasantes. Gente de frontera, dignos artesanos que jamás habían ido más allá de la usura y los atracos, pequeñas rapaces en el linde con el gran bosque. Mientras el Libanés se preguntaba si no sería el caso de hacer llamar a alguien de reputación más consolidada, llegó el abogado Vasta escoltado por un subteniente con tres barras. Les acompañaba una chica de pelo rubio y rizado enfundada en un traje de chaqueta. El Dandi la reconoció y le dirigió una sonrisa maliciosa: era la Mariano, la amiguita de Treintamonedas. Ella enrojeció mientras un destello de pánico atravesaba sus ojos azules. El Dandi la tranquilizó con un gesto imperceptible de la cabeza, e hizo al Libanés el signo de la victoria con los dedos.

Mientras tanto, los colegas menos eminentes habían rodeado a Vasta. Se decidió que cada uno de ellos contaría con la asistencia de dos defensores: el que ya les había sido adjudicado y Vasta que, de esta forma, podría seguir a la vez todos los casos.

El juez Borgia entró e informó a los defensores de que tenían derecho a hablar con sus clientes antes del interrogatorio. A su lado había una cara nueva. Un policía joven, con aire de crío. El Libanés apenas podía contener la risa. ¿De forma que pretendían hacer prevalecer la Ley y el Orden valiéndose de novatos como aquél, recién salidos de la universidad? ¡Pues estaban listos!

—Podemos proceder, dottor Borgia, mis defendidos pretenden acogerse a su derecho a no responder.

Vasta había hablado en nombre de todos. Los otros abogados asintieron. A Borgia se le escapó una mueca malvada. Pero no había nada que hacer. El interrogatorio se redujo a una mera formalidad. Uno a uno fueron informados de los cargos, declararon que preferían guardar silencio, y fueron acompañados de nuevo a las celdas de aislamiento. Uno a uno fueron llevados del aislamiento al locutorio, donde les esperaban Vasta y la Mariano.

Antes de mediodía todos estaban al corriente de lo que había pasado: el Búfalo estaba en el bar de debajo de su casa jugando a sacanete cuando se habían presentado dos coches patrulla en pie de guerra. Si no hubiesen tenido tantas ganas de jugar a indios y vaqueros, lo habrían cogido. Pero gracias al escándalo que organizaron, el Búfalo había podido escapar con toda tranquilidad. Del bar a casa de Treintamonedas, desde la que había llamado a la Mariano, y ésta, a su vez, a Vasta. El Búfalo estaba ahora a buen recaudo y, en cuanto a los gastos, no había por qué preocuparse: Treintamonedas le había pagado un buen anticipo. El sistema del Libanés empezaba a funcionar. El informe de Vasta había sido alentador.

—No han sacado nada en claro de los registros. El proceso se anuncia sin pruebas materiales. No creo que el fiscal cuente con testigos serios. Como mucho, alguna fuente confidencial. Pero eso no se puede usar durante las audiencias. Os someterán a careos, reconocimientos, exámenes de huellas. Os pedirán que digáis una frase delante de la grabadora. Servirá para identificar al autor de las llamadas. De manera que, si alguno de vosotros tiene algo que ocultar, será mejor que vaya pensando en un fuerte constipado o en algo parecido. Por lo demás, recusaremos al juez instructor y, si las cosas van mal, siempre nos queda la casación. A menos que suceda algo, os sacarán en dos o tres meses con mil disculpas.