VII

Tal y como había previsto el Dandi, la historia de Moro se estaba convirtiendo en un auténtico calvario. Puestos de bloqueo en todas las calles, controles asfixiantes, miles de uniformes en libre circulación. El riesgo de toparse con una patrulla de las de rompe y rasga era altísimo y había que protegerse. El Frío se había vuelto, si cabe, aún más taciturno; si abría la boca, era sólo para maldecir la política que les impedía concentrarse en las cosas más serias. Casi todos eran de la misma opinión.

El Libanés, en cambio, estaba de buen humor. La venta de droga iba viento en popa. A esos intelectuales del ministerio se les había ocurrido la brillante idea de apostar milicianos en las zonas más calientes. Que, tal vez, fuesen buenos identificando terroristas —¿y cómo, además? ¿Por la pelambrera? ¿Por el mal olor?— pero que en cambio eran capaces de dejar pasar por delante de sus mismas narices un gramo de mercancía. Los polis tenían los ojos inyectados en sangre como después de una buena esnifada, pero estaban tan hambrientos de carne de brigadas que todo el resto les importaba poco menos que un comino. Nadie, sin embargo, se había molestado en indagar seriamente sobre la desaparición de una furgoneta cargada de abrigos de piel de lujo: obra del Búfalo que, cansado de estar mano sobre mano, había ejecutado el golpe gracias al soplo de un policía endeudado hasta las orejas con las apuestas de perros. Concluido el asunto, la deuda había sido condonada y el Búfalo, disciplinado, había metido el botín en el fondo común. De vez en cuando, el Libanés daba carta blanca a sus muchachos. Todos habían obtenido, pues, el permiso de llevarse una o dos prendas para sus mujeres, madres, hermanas, amantes y puterío vario. Era justo empezar a hacer ver que el trabajo estaba dando sus frutos.

Y todo gracias a Moro; aunque sólo fuese por eso, merecía la liberación. El Sardo estaba convencido de conseguirla. Por otra parte, además de la contrapartida, al Libanés no le desagradaba en lo más mínimo la idea de dar por el culo a los rojos.

Al final, una mañana de abril, el Libanés dijo al Frío que había que ir a un cierto sitio en Maremma.

—El Sardo ha encontrado a Moro.

—¿Está en Toscana?

—No. El que está allí es Cutolo. Vamos a hablar con él.

El Frío dijo que no pensaba hacer nada: su opinión sobre el asunto era de sobra conocida y no tenía ninguna intención de que lo involucrasen en él. El Libanés le rogó que lo acompañase: un favor personal a un amigo y compadre. Imposible negarse. El Frío lo castigó guardando un obstinado silencio durante todo el trayecto.

El lugar era una granja en medio del campo que se preparaba para el despertar de la primavera. Un par de muchachos de aire resuelto y armados con unas metralletas checoslovacas vigilaban la avenida de acceso. El Libanés se presentó. Los tipos pidieron órdenes por el walkie-talkie, acto seguido los dejaron pasar.

Moscas, mosquitos, y un pequeño rebaño de ovejas gruesas rodeadas por una camada de corderitos. En la explanada del edificio había aparcados cinco o seis coches. Dos tipos que apestaban a Estado se apearon de un BMW blindado con los cristales ahumados y una matrícula provisional. El Sardo estaba en el umbral, gesticulando con los brazos para indicarles que se diesen prisa.

—Yo no entro —dijo resuelto el Frío. El Libanés, exasperado, se encaminó a la entrada sin contestarle.

El Frío se encendió un cigarrillo y se puso a contemplar los corderos. Se movían en grupo, inesperadamente, sin una razón, en una carrera desordenada. De repente se detenían y corrían a refugiarse entre las tetillas de mamá oveja. El ruido de unas pisadas lo obligó a volverse. Los dos guardianes lo miraban ensimismados. El hedor a Estado se hizo fortísimo, insoportable. Le pidieron tabaco. Les ofreció la cajetilla. Le dieron las gracias con una inclinación de cabeza y a continuación el más alto de ellos saltó la verja y entró en el recinto. Los corderos emprendieron de nuevo su loca carrera. Un animal más lento que los demás chocó con las piernas del hombre. Éste lo inmovilizó con movimiento rápido, le rompió el cuello sin el menor esfuerzo y se lo echó al hombro. Al volver a pasar por su lado, lo saludó con un ademán de la mano.

El Frío se estremeció. Por un momento le pareció ver la cara de Gigio en aquel cordero. Al instante regresaron el Libanés y el Sardo, con semblante serio, y todos se metieron en el coche.

Durante el viaje de vuelta le contaron al Frío cómo habían ido las cosas. Cutolo había presentado a su colaborador, Pino el guapo, uno elegante que habría hecho morir al Dandi de envidia, y a otros dos con traje de chaqueta cuya identidad era mejor ignorar: Zeta y Equis, basta. Pero entre todos ellos había un gran respeto. El Sardo no veía la hora de contar lo que sabía: se había enterado por un soplo del lugar donde tenían encerrado a Moro. Fuente: un ex autónomo que después se había pasado a la derecha. Un tipo un poco irascible, pero de fiar. Según él, Moro se encontraba en un apartamento cercano al hospital de San Camillo. Los detalles dependían de la cantidad de cuartos que estuviesen dispuestos a gastarse. Pero habían hablado de todo, salvo de Moro. De la evasión de don Rafele del manicomio, al que él denominaba «mi ruidoso exilio» (habían echado abajo el portón con tres kilos de TNT), de cómo iban los negocios de la organización en Nápoles, del secuestro del hijo de De Martino[13], una cosa de críos, según palabras del mismo Profesor, de un próximo viaje a América, hasta de la cena a base de cordero e hierbas aromáticas que había que comer en honor de la inminente Santa Pascua. Todas las veces que el Sardo trataba de abrir la boca, cambiaban de inmediato de tema. Hasta el punto que, al final, el Libanés se había permitido un agrio comentario.

—Don Rafe’, hemos venido porque nos habéis llamado. Quisiera saber por qué.

Y don Rafele lo había mirado desde detrás de sus gafas, con aquella media sonrisa suya que significaba todo y nada, y había pronunciado la sentencia:

—Muchacho, ¿quieres entender de una vez que a esa criatura de Dios la quieren muerta?

Así habían ido las cosas. Pero el Libanés no se quería resignar: ahora que tenían la información había que venderla. Quizá a los democristianos; alguien tenía que haber, entre toda aquella gente, que quisiese salvarle la piel a Moro. Bastaba encontrar a la persona justa y la cosa todavía se podía llevar a cabo.

—No has entendido —dijo el Sardo—, las órdenes de Cutolo no se discuten.

—Yo no acepto órdenes de nadie —lo provocó el Libanés.

El Sardo lo dejó estar y añadió que había llegado el momento de saldar su propia cuenta con la justicia.

—Un par de días para arreglar las últimas cosas y luego me presentaré en el manicomio de Sant’Efremo. Las cosas se están poniendo feas. Las Brigadas Rojas matarán a Moro tarde o temprano y a partir de ese momento las cosas se tornarán incomprensibles para todos.

Lo acompañaron a casa de Treintamonedas. Mientras el Libanés trataba de convencerlo de la necesidad de una tentativa extrema, el Frío seguía dándole vueltas a la cabeza de cordero con la cara de Gigio.

Cuando se separaron, a altas horas de la noche, todavía no les había dicho ni sí ni no.

La Brigada Criminal los cogió al alba.