VI

Esperaban al Dandi agazapados en el campo que rodeaba el Gazometro. Esperaban y fumaban. Scialoja estaba también con ellos. Quería encontrarse cara a cara con el hombre al que Patrizia había traicionado. Dos horas antes el juez instructor Borgia había firmado las órdenes de arresto. El secuestro del barón Rosellini era obra de una banda compuesta por pequeños criminales romanos. Sus nombres: el Dandi, el Libanés, el Frío, el Búfalo, Satanás, el Tapón y unos cuantos más que todavía estaban por identificar. El testigo ocular Marussi había reconocido al Dandi en la fotografía. Todo figuraba escrito en el informe suplementario de Scialoja. La información provenía de «fuentes confidenciales». El reconocimiento fotográfico era una confirmación formidable. Los cogerían a todos. Y a todos juntos. Scialoja sabía que no iba a ser fácil ganar el proceso. A los magistrados no les gustan los chivatos. El testigo del secuestro podía flaquear. Necesitaban un poco de suerte. Alguno de ellos podía cantar. En cualquier caso, la batalla acababa de empezar. Tenían que sentir que les estaban pisando los talones. Tenían que saber que habían sido identificados. Tenían que temblar. Tenían que cometer un error. Esperaban y fumaban. Scialoja pensaba en Patrizia. Pensaba en la investigación. Una vez conseguido el soplo inicial, el resto había sido coser y cantar. Usando el cerebro. El corazón. Patrizia había hablado. Si al menos le hubiesen garantizado un mínimo de cobertura, un mínimo de colaboración, habría hecho que seis hombres siguiesen al Dandi y en cuatro días habría sabido su vida y milagros. Pero estaba solo. Se había visto obligado a improvisar una estrategia diferente. Corazón y cerebro. Se había presentado a la Brigada Criminal. Había hecho unas cuantas preguntas ingenuas. Ofrecido cenas a viejos colegas que jamás se habían dignado ni siquiera a mirarle. Los había agasajado, adulado, acariciado, había alimentado su vanidad: tengo que aprender de vosotros. Soy un novato, echadme una mano. Los veteranos habían hecho a un lado su desconfianza. Scialoja había acumulado información. En Roma nunca ha habido un grupo más fuerte que otro. Las bandas nacen y mueren en el intervalo de una mañana. Los pactos aquí se tambalean con el primer golpe de brisa. Todos se odian y si pueden joder al otro lo hacen con mucho gusto. Por eso en Roma cualquiera puede instalar su propio chiringuito: sardos, marselleses, calabreses, puglieses, incluso los de Ciociara, como Lallo el Cojo, uno que usaba a sus víctimas para dar de comer a los cerdos. Van y vienen, y nadie vive lo bastante como para poder contárselo a sus nietos. En este momento el hombre fuerte es un cierto Terrible. Especialista en extorsiones y juego de azar. Scialoja había dejado caer con cautela el asunto que de verdad le interesaba: si el Terrible era el jefe, ¿cómo era posible que un hecho tan clamoroso como el secuestro del barón Rosellini hubiese escapado a su jurisdicción? La respuesta había sido una franca carcajada. El Terrible mantiene su terreno y no sale de él. El Terrible sabe que en Roma es necesario adaptarse. El Terrible no es tipo de secuestros.

—¿Y el Dandi? —había insinuado entonces como quien no quiere la cosa.

—¿Ése? Es un presuntuoso, un pez insignificante, una nulidad.

Se había reincorporado al servicio ocho días antes del final de las vacaciones. El director había abierto los brazos en señal de resignación: ¿y ahora qué hacemos con el señorito? Había logrado que lo asignasen a los juegos de azar. A fin de cuentas, era el territorio del Terrible. Si él y el Dandi se habían asociado para el secuestro, lo descubriría. Había estudiado. Había desenterrado viejas denuncias, revisado informes olvidados. El Terrible tenía propiedades, hombres, relaciones. Había individuado un pequeño truhán sobre el que pesaban numerosas demandas. Aquel Pino Gemito era una especie de guardaespaldas, un musculoso descerebrado a quien habían pagado para ir a la cárcel en lugar del jefe. Scialoja le gritó al oído que él y sus amigos eran sospechosos del secuestro y del asesinato del barón. Dejó caer el nombre del Dandi. Las pruebas se iban acumulando. Los iba a joder a todos, era sólo cuestión de tiempo. Aquella especie de memo se sorprendió, mudó de color, a punto estuvo de tener un infarto. Era evidente que no sabía nada pero Scialoja sólo pretendía una cosa: que la noticia llegase a oídos de su jefe. Los veteranos decían que en el hampa romano no había solidaridad. Tal vez alguien hablase por miedo. Hacía ya varios años que Gemito era el confidente preferido de uno de los veteranos. Éste irrumpió en el despacho de Scialoja y lo arrojó contra la pared.

—Si quieres durar aquí será mejor que te aprendas las reglas, capullo. ¿Qué es esa historia del secuestro? ¿No se te ha ocurrido que si fuese cosa del Terrible yo lo sabría ya? Me parece que aquí dentro tienes los días contados…

El colega fue a ver al Terrible en persona y lo tranquilizó. Aquella historia era una pura payasada. Un pequeño trepa que se la jugaba y que iba a durar muy poco. El Terrible se lo agradeció y le prometió que le devolvería el favor a su debido tiempo. Pero, mientras tanto, el «pequeño trepa que se la jugaba» le había dado una idea. El Libanés y sus pintamonas se estaban poniendo muy gallitos. La ocasión la pintaban calva: ¿por qué dejarla escapar? El policía le estaba siguiendo la pista al Dandi. ¿Por qué no servirle en bandeja también a los demás? Cuando lo había visto salir de la sombra del portón, Scialoja había buscado furibundo la Beretta reglamentaria. Pero Pino Gemito se acercaba a ellos con las manos levantadas en son de paz. Les traía nombres, fechas, detalles, información muy valiosa. La única condición era el anonimato. Scialoja había aceptado el pacto. El otro había mostrado su mercancía. El riesgo era enorme. Pero lo había corrido hasta el final. Había ganado. Por el momento. Scialoja fumaba y esperaba al pez gordo. Todavía no conseguía entender por qué Patrizia se había decidido a hablar.

Tampoco Patrizia lo comprendía. Las cosas habían salido así, eso era todo. Recordaba cada detalle de aquella noche. Había regresado a casa poco antes del amanecer. Al verlo había gritado. Lo primero que había pensado era que se trataba de un maníaco. Pero él había agitado su tarjeta de identificación con aire irónico.

—Hola, Cinzia, te estaba esperando.

Movida por el instinto, Patrizia se había precipitado hacia la puerta.

—Más vale que te rindas. Soy más fuerte que tú y sé lo que quiero.

Algo en el tono de su voz le había convencido a resignarse. Así que se había quitado los zapatos y el bolso.

—Tengo que mear.

Se había mostrado deliberadamente desagradable, vulgar. Quería hacerle sentir todo el peso de su desprecio. Pero al pasar por delante de él había sentido el olor de la excitación. Él le había aferrado un brazo.

—Deja la puerta abierta.

—¿Qué pasa, te gustan las marranadas?

—No quiero sorpresas.

—Te doy mi palabra.

—¿La de Cinzia o la de Patrizia?

Se había cerrado con llave, y él no había tratado de impedírselo. Tal vez fuese sólo un madero que estaba cachondo. Quizá pudiese salir del paso con un trabajito rápido.

Regresó a su lado luciendo un kimono barato y una sonrisa maligna. Dispuesta a arreglárselas sola, como siempre. Encendió una barrita de incienso.

—Por la peste a madero.

Él le había dado dos billetes de cien.

—Aquí no trabajo.

—Ah, es verdad, se me olvidaba… ésta es la madriguera de la pequeña Cinzia…

Pero seguía agitando los billetes. Al final ella los cogió con melancolía. Y se quitó el kimono. Él observó los senos pequeños, atravesó con una mirada indescifrable su desnudez, se detuvo sobre el vello castaño del pubis.

—¿Te gusta mirar?

Patrizia se había acercado. A ver si se daba prisa. Estaba cansada. Los árabes del Hilton la habían dejado exhausta. Le había aflojado el nudo de la corbata. Su olor era discreto, tabaco y colonia amarga. El olor de un hombre en su primera experiencia morbosa. Él la había apartado con una especie de mueca.

—¿Te gusta hacerlo vestido, cariño?

Él había rozado su largo cuello, le había acariciado un seno.

—¿Nos relajamos, eh?

Él la había rechazado de nuevo. Ella había vuelto a la carga. Él la había alejado con mayor determinación. Ella se había irritado. ¿A qué estaba jugando aquel tipo? Se había encendido un cigarrillo. Sonreía. Dueña de la situación. Un poli joven. Alto, delgado, guapo, caliente. Y sin embargo, había dado marcha atrás en lo mejor. Patrizia se había vuelto a poner el kimono.

—Venga, dime, ¿qué pasa?

—Ven aquí, tenemos que hablar.

—Yo no tengo nada que contar a la policía.

—¿Quieres un cigarrillo?

—¡Que te jodan!

—Podía haberte citado, haberte hecho arrestar…

—¿Y por qué? No hago nada malo. ¡Ésta es mi casa!

—Bueno, siempre se puede encontrar un motivo. Basta querer. En cualquier caso, aquí estoy…

—¿Y qué?

—Eres curiosa, ¿eh?

—Estoy cansada. Tengo sueño. He tenido una noche pesada.

—Ah, ya, trabajo… los clientes… todo ese vaivén de hombres…

—¿Se puede saber qué eres? ¿Un sádico? ¿Uno de esos maníacos que se excitan atormentando a las mujeres? Mira que si eso es lo que buscas, te has equivocado de dirección. A mí hay ciertas cosas que no me gusta hacer. Pero puedo indicarte un par de amigas…

—Basta ya, Cinzia. Sólo soy uno que trata de hacerte un favor.

—¡No me llames Cinzia! Has pagado, ¿no? Llámame Patrizia.

—Un favor muy grande… Patrizia.

—¿Un favor? ¿A mí? ¡Ah, ahora lo entiendo! ¡Otro aspirante a protector! No, corazón, de eso nada. Yo no quiero amos. Hoy estoy aquí, pero mañana quién sabe. Si piensas que es suficiente alzar la voz para asustarme…

—Tienes un cliente que te paga con dinero sucio. Billetes procedentes del secuestro de una persona. Te ha dado al menos cuatro. El rehén ha muerto. Un asunto de cadena perpetua.

Ella se había llevado las manos a la cabeza. La había pillado al vuelo. Sólo había alguien que podía haberle gastado aquella broma. Aquel animal que la rondaba. El fanfarrón. Aquel chulo retrasado, ¿cómo se llamaba?, el Dandi. El madero había suspirado, comprensivo.

—Veo que empiezas a entenderlo. Ven aquí.

Patrizia se había acercado a él y se había sentado a su lado. Él la había atraído hacia su cuerpo. El madero amable. El madero de la voz cálida y convincente.

—Estoy seguro de que sabes de qué se trata. Sólo quiero que me digas cómo se llama. Te mantendré al margen de todo. Te lo juro. Dime sólo su nombre…

—Yo no sé nada de esta historia. Vienen, pagan, no puedo controlar…

—Lo sé, estás limpia. Su nombre y te dejaré en paz.

Patrizia se había sentido muy confundida. La oferta parecía razonable. Pero si cantas una vez con un madero, cantas para siempre. Pasas a estar bajo su protección. Y ella no quería protectores. En su vida no había espacio para un protector. Lo había jurado sobre la cara desfigurada del Ruso. El Ruso la había violado. El Ruso había pagado. El Ruso no había ido por ahí contando lo que había pasado.

—¿Y bien?

—Dame un cigarrillo.

Ella se había inclinado para encenderlo. El kimono había dejado a la vista uno de sus pequeños senos. Lo había pillado mirándolo por el rabillo del ojo. Había notado su tensión. Ella lo había mirado, lanzándole pequeños anillos de humo. Él le había devuelto la mirada. Sus cabezas se rozaban, peligrosamente cercanas. Patrizia había cruzado las piernas, dejando al descubierto un resplandor de muslos morenos. El policía había tragado saliva. Patrizia había comprendido que aquellos fugaces atisbos lo excitaban, mientras que la desnudez de antes lo había dejado indiferente. Ahora la miraba como a una zorra. Ella había entendido que el madero era un hombre como los demás. Uno que la deseaba. Si cedía, si le daba aquel nombre, se convertiría en su amo. El kimono había resbalado. Se había pasado una mano entre las piernas, la había impregnado con su olor, le había acariciado la cara. Le había introducido la lengua en una oreja. El policía la había estrechado contra su cuerpo, incapaz de controlarse. Ella había empezado a toquetear su cinturón.

—¡El nombre! —había repetido él con voz agónica.

—No lo sé —se había reído ella, con la boca hundida en la oreja de él—, y aunque lo supiese, ¡jamás te lo diría!

Él la había zarandeado vigorosamente.

—¡No me hagas perder la paciencia!

Patrizia se había desasido. Le había clavado dos uñas en el cuello. Lo había arañado. En la piel habían quedado dibujadas dos rayas rojizas. A continuación había rodado hasta el extremo opuesto del sofá. Dispuesta a afrontar los insultos. Dispuesta a defenderse de la previsible violencia. El madero se había pasado las manos sobre las heridas. Como incrédulo. La había mirado fijamente, ardiendo de deseo. Patrizia había sentido su excitación ir en aumento. Se había arrastrado hasta él. Había empezado a lamerle la sangre que manaba de los arañazos. Le había cerrado los ojos. Lo había desnudado. Con las uñas clavadas en su espalda. Cuando se sentó encima de él, estaba ya listo. He ganado, decían los ojos de ella, después. Has pagado, te has corrido, no he hablado. Él le había inmovilizado los brazos, la había empujado contra la pared, la había obligado a mirarlo a los ojos.

—Eres una tórtola.

—¿En serio?

—Las tórtolas parten de la rama más baja y alcanzan la cima matando a sus compañeras. De una en una. Primero se acercan a ellas, luego ejecutan una pequeña danza de sumisión, y, al final, cuando las otras se han confiado, zac, un golpecito con el pico en la base del cuello. ¡Nuestras queridas, pequeñas y gentiles tórtolas!

En ese momento había decidido decírselo.

—Ese dinero me lo dio uno al que llaman el Dandi.

Scialoja encendió el enésimo cigarrillo. El colega que vigilaba en la Portuense le comunicó por radio la llegada de un vehículo de gruesa cilindrada.

—Ya está —susurró el jefe del equipo.

Controlaron las armas. Deslizaron las balas en el cañón. Un coche giraba en el callejón, con los faros apagados. El vehículo se detuvo. Un hombre robusto, achaparrado. El Dandi. El jefe del equipo ordenó el ataque. Scialoja fue el primero en llegar al objetivo. El Dandi no opuso resistencia. Estaba desarmado. Mientras le cerraba las esposas en las muñecas, Scialoja pensaba en su última conversación con Borgia.

—Esa prostituta… ¿cómo se llama?

—Vallesi, Cinzia… Patrizia para la profesión…

—Ya. Patrizia. ¿Por qué no se la menciona aquí?

—Es inútil. Lo negaría todo y sólo nos haría perder tiempo.

—Scialoja…

—Diga, dottore.

—No será que… aprovechando la ocasión… usted y esa mujer…

—¿Está bromeando, dottore?

—Disculpe, hablaba por hablar.

Había mentido. Había sido convincente. Qué extraño: no había experimentado ninguna emoción. Qué extraño: se había sentido ligero, en paz.