Habían cogido al Rata mientras entregaba un paquete de papelinas a dos camellos de Cinecittà. Los camellos habían puesto pies en polvorosa dejando la mercancía en el suelo. Eran seis: los cuatro hermanos Gemito, Checco Bonaventura, de Spinaceto y Saverio Solfatara, un siciliano que había pasado siete años en un manicomio penal. Habían arrastrado al Rata a un solar y le habían obligado a tragarse un gramo de mierda. Luego, después de haberle roto un brazo, lo habían abandonado rodeado por su propio vómito. El muchacho se había salvado de milagro, y ahora estaba bajo vigilancia en arresto hospitalario en el San Camillo. Franco el Barman les había contado cómo habían sucedido las cosas. El Libanés y el Frío decidieron no ir a verlo: era demasiado arriesgado. Líbano, antes de despedirse de Franco, le había entregado diez millones de liras para el tratamiento y todo lo demás.
Así que el Terrible les había asestado un golpe. Había ido a por el más inofensivo de todos: el infeliz del Rata. Era una declaración de guerra en toda regla. Imposible desentenderse de ella. El Búfalo, que había asistido con el Dandi, Treintamonedas y Ricotta al gran consejo, propuso que recuperasen las armas del ministerio y que fuesen a hacer una bonita escabechina.
—Sé dónde está ese cabrón —gritaba—, vamos enseguida. ¡No se lo espera! Lo pillamos por sorpresa y lo dejamos tieso. ¡Vamos ahora!
—Yo también sé dónde está ese canalla —dijo impasible el Libanés—, está en un búnker en Garbatella. Cristales blindados y guardaespaldas por todas partes. Y si hay un momento en el que espera que vayamos, es justo éste…
—Entonces ¿tenemos que dejarla pasar? ¿Nos la tragamos y amén?
—Faltaría más. Lo dejamos para más tarde, eso es todo.
—¡Lo dejamos para más tarde! ¿Para cuándo?
El Libanés buscó el apoyo del Frío. Éste le indicó con un gesto que prosiguiese.
—Un tiroteo ahora sería un suicidio.
—Entonces ¿qué hacemos?
—Ante todo hay que pensar en colocar el cargamento. Todo. Sin más pérdidas. Sólo hay un modo de conseguirlo: tenemos que negociar con el Terrible.
Se organizó un escándalo. El Búfalo daba puñetazos a la cabezota del Duce. El Dandi trataba de tranquilizar a Treintamonedas que amenazaba en dialecto. Ricotta intentaba contactar por teléfono con Mario el Sardo, quien había ido a hablar con Cutolo sobre el asunto de Moro. El Frío aguardó a que las aguas se calmasen. Luego le pidió al Libanés que expusiese su propuesta.
—Les ofreceremos el diez por ciento a cambio de que nos dejen distribuirla libremente…
—¡Dijiste que no pagaríamos el impuesto a nadie! —gritó el Búfalo con los ojos inyectados en sangre.
—Déjalo ya —susurró el Frío.
—Disimulamos… le haremos creer que reconocemos su autoridad —prosiguió el Libanés—, le decimos que él sigue siendo el número uno… lo mantenemos tranquilo mientras nos resulte útil… dos… tres meses… hasta que coloquemos el cargamento, todo, hacemos llegar otro… y le ofrecemos el veinte… él se sentirá seguro, segurísimo… bajará la guardia, y entonces saltaremos sobre él. Con calma. Cuando decidamos nosotros. Como decidamos nosotros. ¡Donde decidamos nosotros!
El Puma intervino para organizar el encuentro. Un hombre de palabra, el Puma: había vendido la casa a bombo y platillo y ahora estaba disfrutando de su niño y su mestiza al fresco de Acquapendente. No fue fácil convencerlo, pero al final Dandi lo consiguió, entre bromas y carantoñas al crío. El Terrible fijó las reglas: nada de armas, sólo dos hombres del grupo; él, en cambio, tenía derecho a ir con todos los que quisiese. El escenario: las ruinas de la antigua Ostia. Puma, el garante. Durante el trayecto, el Frío podía sentir la crispación del Libanés.
—Nos estamos jugando todo —le explicó el socio—, sólo necesitamos tiempo pero si el Terrible se niega, no podremos controlar a los muchachos. Nos estamos jugando todo.
Aquello era una verdad a medias. Ahora que había aprendido a conocerlo, al Frío no se le escapaba que el Libanés le estaba escondiendo algo. Algo diferente, más personal. Sintió curiosidad, pero no era el momento de hacer preguntas. El Terrible y los cuatro hermanos Gemito los estaban esperando, con las manos apoyadas en las caderas. El Puma, que estaba con ellos, se apartó del grupo y se acercó a recibirlos. Con la excusa del saludo, les dio a entender que el Terrible estaba que echaba chispas.
—Ah, Líbano. ¿Cómo va el muchacho? ¿Cómo es que lo llamáis? ¿El Rata?
—Está bien, Terrible. Te manda un saludo…
—Ah, bueno, menos mal, ¡eso quiere decir que me ahorraré el dinero de la corona!
El Libanés esbozó la sonrisa más conciliadora de su repertorio y les tendió de inmediato la mano: venían en son de paz, para llegar a un acuerdo e impedir una guerra que podía perjudicar a todos.
—A mí nadie me causa problemas, imbécil. ¡Eres tú el que tienes que estar atento a tu sombra!
El Puma trató de aplacarlos: si empezaban así, no llegarían a ninguna parte. En el fondo, los muchachos habían ido para disculparse por haber invadido la zona del Terrible, y él debía tener en cuenta su disponibilidad y mostrarse más razonable. El Terrible pareció reflexionar por unos momentos, y acto seguido se dirigió al Frío.
—¿Y tú qué coño dices?
El Frío hizo como si no lo hubiese oído y se encendió un cigarrillo. Pero el Terrible insistía: y qué coño haces por aquí, y a quién coño estás buscando por allá, e incluso un empujón al Puma, que trataba de arreglar las cosas. Era la primera vez que el Frío veía al Terrible. Todos sabían que había empezado robando coches, después había pasado a la usura en los burdeles y de ahí a las apuestas. El Terrible era el rey de los perros y de los caballos. Con el dinero que le había procurado todo aquel tráfico había abierto un par de carnicerías y un almacén de material de construcción en Primavalle. Mantenía a unos quince secuaces, adquiría material robado. Los Gemito eran su guardia pretoriana: a ellos se les permitía ejercer por su cuenta la extorsión y la usura. El Frío lo sopesó: cerebro de gallina y grasa de buey oriental. Si hubiese tenido un revólver lo habría fulminado en el acto. Pero el Libanés lo detuvo con una mirada. Al amigo que llama, se le debe respuesta.
—Hemos venido para pedir disculpas, Terrible. Nos equivocamos y ahora queremos remediarlo.
—¡Vaya, veo que ahora empezamos a razonar!
Engreído y gilipollas: mientras los Gemito se relajaban y el Puma suspiraba aliviado, el Libanés expuso su propuesta. El Terrible lo dejó acabar, luego lanzó la suya: el veinticinco de inmediato, el treinta sobre el próximo envío. Ninguna implicación directa en el tráfico de drogas y Centocelle off limits. El Libanés representó durante unos diez minutos la comedia del grupo de muchachos que, si bien están a punto de imponerse, siguen pendientes de los labios del viejo líder lleno de autoridad. Acordaron el veinte por el momento y el veinticinco para el segundo cargamento. Tuvieron que ceder sobre Centocelle: paciencia, la conseguirían la próxima vez. El Terrible y los suyos se marcharon sin ni siquiera saludar al Puma. Cuando se quedaron solos, el Frío se percató de la media luna que iluminaba el cielo glacial de aquella noche de marzo y del temblor del Líbano: miraba el horizonte del anfiteatro con los puños apretados y la mandíbula apretada. Quiso regresar solo a Roma. El Puma se ofreció para acompañar al Frío. Él fue el que le contó durante el trayecto la razón del viejo odio que el Libanés sentía por el Terrible.
—Una historia de críos, un viejo asunto, qué quieres… pero el Libanés no se lo perdona…
Por aquel entonces tenía dieciséis años. Y le gustaba una tipa del callejón Bologna, en el Trastevere, una morenita hija de un brigadier de la Seguridad Pública. Se habían besado ya y ella se había dejado tocar las tetas la noche en la que el Libanés decidió presentarse con un cochazo para impresionarla. Sólo que robó el Lancia equivocado: uno de los muchachos del Terrible incluso lo vio manipulando los hilos del encendido. Los sorprendieron a la salida de la pizzería y los llevaron a rastras ante el gran jefe. En la trastienda de un garito de las Pompas de la Magliana, el Terrible se meó encima de él mientras que dos de los suyos obligaban a la morenita a chupársela. Luego los dejaron salir de allí, y fue un milagro que no la violasen. El Libanés nunca la volvió a ver.
—Yo creo que el Terrible acabará pagándolas todas tarde o temprano, porque ha hecho demasiadas —concluyó el Puma—, por eso precisamente me he retirado. Qué quieres que te diga, Frío, ¡la sangre me repugna!
El Frío decidió que el honor del primer golpe le correspondía al Libanés. Pero el segundo se lo asestaría él mismo a aquel taimado.