II

Patrizia tenía una amiga. Daniela no se teñía el pelo y no se depilaba las axilas, pero había hecho ya un par de películas porno. El número con los tres dejó al Dandi insatisfecho: con Patrizia era diferente. Ni siquiera la esnifada lo había estimulado como se debía, al contrario: después de apenas medio gramo se había hundido en una melancolía que no había experimentado ni siquiera cuando era joven, el domingo por la tarde, cuando iba con Líbano a robar neumáticos y motos y acababan contemplando el mar de Ostia sin saber lo que sería de ellos no sólo al día siguiente, sino incluso un segundo más tarde…

Al final despidieron a la amiga y se dedicaron a ver la televisión. Patrizia hubiera preferido salir: una cena y luego a bailar, o al cine. Pero al Dandi se le había metido en la cabeza que tenían que hacer el amor como se debe, así que no hicieron nada. Se durmieron delante de una reposición de Alighiero Noschese[11]. A media noche a ella le entró un ataque de hambre canina. El Dandi la sorprendió delante de un helado de chocolate y al verla desnuda, con las piernas dobladas bajo las nalgas sobre la silla de piel negra, tuvo de nuevo un deseo sano. ¡Quería a su Patrizia! Ella lo dejó hacer sin participar demasiado: de todas formas, el Dandi aprendía deprisa y se había refinado. En cuanto al placer, Patrizia había aprendido hacía ya tiempo que se podía encontrar en cualquier parte, salvo entre las piernas.

La llamada del Libanés sorprendió al Dandi en plena pesadilla western en la que él era un sheriff con la estrella de plata y Patrizia una piel roja que se dejaba sodomizar por el jefe de los malos.

—Han secuestrado a Moro.

—¿A quién?

—A Moro, el de la Democracia Cristiana…

—Hablamos más tarde, ¿eh?

El Dandi colgó y se volvió del otro lado. Patrizia aún dormía, o fingía dormir. Le metió una mano entre los muslos, para probar. Patrizia se deshizo de él con un gruñido de malhumor. El teléfono volvió a sonar.

—Escúchame, idiota: las Brigadas Rojas han secuestrado a Aldo Moro, el jefe de los democristianos, y han asesinado también a cinco agentes de su escolta…

—¿Y qué, Líbano? Asunto suyo, ¿no?

—No. Asunto nuestro también. Nos vemos dentro de una hora en el monumento.

Patrizia le dejó las cosas bien claras: o se daba una ducha de inmediato o se podía ir olvidando del sexo. El Dandi obedeció de mala gana, pero consiguió hacerlo todo a tiempo y a las diez y media se presentaba puntual a la cita.

El Libanés, en cambio, se retrasaba. El Dandi intercambió un saludo con el Corbatero, que pasaba por allí para retirar los intereses de los puestos del mercado, y se encendió un cigarrillo bajo la estatua del fraile que los curas habían quemado en el pasado. Los vendedores de periódicos iban y venían con las ediciones extraordinarias del Paese Sera y del Messaggero. Todos murmuraban sobre ese Moro. El Dandi consideraba que los terroristas eran una lata: puestos de bloqueo, controles continuos, avisos sobre posibles sospechosos. En pocas palabras, espacios estrechos y peligro en aumento. Pero era gente que sabía lo que hacía. Gente con huevos. ¡Lástima que se perdieran con la política!

A Giordano Bruno, cubierto de excrementos de paloma, le importaba un carajo. Los miraba a todos desde lo alto, él. El Dandi pensó que debía de ser horrible morir en la hoguera. Hacía algunos años había leído en el periódico que un estudiante se había quemado vivo para protestar. El muy gilipollas. Para su último momento, deseaba una bala fría e inesperada. Amén.

El Libanés llegó en moto y le indicó con un ademán que se subiese detrás. Se adentraron en los callejones y, tras pasar por la calle del Pellegrino, salieron a la Moretta y cogieron el lungotevere. El Libanés parecía sombrío, ensimismado.

Mario el Sardo los esperaba bajo el puente de la Magliana. Lucía una cazadora blanca, un par de gafas de espejo, una corbata tricolor y llevaba consigo un maletín de cocodrilo.

—¿De qué vas? ¿De hombre de negocios?

El Sardo ignoró la pulla del Dandi y los puso al corriente de la situación.

—Cutolo se ha puesto en contacto conmigo. Tenemos que hacer algo por Moro.

—¿De qué se trata?

—No ha sido muy preciso. Creo que tenemos que encontrar dónde lo han encerrado, liberarlo, algo por el estilo…

—¿Nosotros? —se sorprendió el Dandi.

—O nosotros o la policía. Sólo tenemos que pasarles la información.

—Pero bueno Sardo, ¿qué es esto, un reclutamiento extraordinario? ¿Ahora somos buenos?

—Puede ser, Dandi, puede ser. Trata de verlo de este modo: esos fanfarrones de la policía no saben qué peces pillar. Así que han pedido ayuda a Cutolo. Cutolo sabe que aquí, en Roma, puede contar conmigo. ¡Y yo cuento con vosotros!

—¿Y nosotros qué ganamos con todo esto? —insistía Dandi. El Libanés intervino.

—Sería una especie de intercambio, ¿no, Sardo? Hoy por ti, mañana por mí.

El Sardo asintió.

—Podemos hacerlo —concluyó el Libanés—, ¿por dónde empezamos?

—Ya os lo comunicaré —respondió el Sardo.