I

Treintamonedas tenía que ir a recoger al correo en la terminal de Fiumicino. Solo. El Libanés había insistido para que alguno de los suyos lo acompañase. El Sardo había montado una escena: un hombre llama menos la atención que dos, mal empezaban si no se fiaban de él. El Frío lo había atajado: o se hace como decimos nosotros, o el asunto salta. El Sardo había dado su brazo a torcer. El Búfalo era el segundo hombre. El napolitano le resultaba simpático: soltaba auténticas retahílas de gilipolleces y con él uno no corría el riesgo de aburrirse. El Búfalo temía al aburrimiento por encima de todo: el aburrimiento te chupa como un agujero negro, para escapar a él se hacen cosas sin pensar y luego, para remediarlas, uno se las ve y se las desea.

Cuando la pareja de mestizos que arrastraba a duras penas dos grandes maletas emergió del puesto de control, el Búfalo comprendió la insistencia del Libanés y su admiración por él aumentó. El Libanés tiene las ideas claras. El Libanés es uno que las ve venir: se había hablado de un cargamento, pero el Sardo esperaba dos. ¿Lo entiendes, el muy bastardo? ¡Acabamos de hacernos socios y ya nos quiere robar!

También Treintamonedas se había dado cuenta enseguida de las implicaciones. El Búfalo lo vio palidecer y le dio una palmada en el hombro.

—¡No sabía nada, te lo juro!

—Te creo, te creo, ¡pero tu jefe tiene que andarse con cuidado!

Regresaron a Roma en dos taxis. Otra medida de seguridad del Libanés. Al Búfalo le tocó ir en el coche con la mujer, una india con la cara picada que apestaba a sudor y a perfume barato. Miraba por la ventanilla y le sonreía con aire atontado. El Búfalo pensó que no sería capaz de tirársela ni aunque fuese la última mujer sobre la tierra. Treintamonedas había subido al otro vehículo con el tipo alto que parecía un remedo de Tomas Milian en su versión para películas de segundo orden del inspector Basura. El hombre estaba asustado y desencajado: giraba constantemente la cabeza y de vez en cuando contraía la mandíbula en una mueca de dolor. Será capaz de haberse tragado unos cuarenta óvulos, pensó Treintamonedas, asunto suyo si uno se le rompe justo ahora.

No sucedió nada y en casi una hora estaban todos en casa del Libanés quien los esperaba arrellanado en su sillón compulsando las páginas de las carreras de caballos. El Sardo, el Frío, Ricotta y el Dandi jugaban al póker blasfemando sobre las cartas, las muy zorras, y con ellos estaba, quién lo iba a decir, el Rata, tan enclenque que parecía a punto de deshacerse, sacudido por un temblor enfermizo.

El Búfalo y Treintamonedas se saludaron con una inclinación de cabeza y entregaron las maletas al Sardo. Éste montó una escena indescriptible: él no sabía que se trataba de un doble envío, aquello debía de ser una broma de los chilenos, en los negocios tiene que haber una cierta ética, etcétera, etcétera. El Frío lo atajó resuelto.

—Basta ya. Cargamento doble, doble beneficio. Con las mismas reglas.

El Búfalo se rio. El Sardo le lanzó una mirada malévola. Ricotta se sacaba los mocos bajo la mirada de asco del Dandi. El Libanés se despabiló y sacó las maletas con el dinero. La india dijo que quería ir al cuarto de baño: la que llevaba los óvulos en el cuerpo era ella y había llegado el momento de expulsarlos.

El Rata se había acercado al Libanés y lo fijaba con una mirada implorante. El Libanés extrajo del bolsillo un sobre de tabaco, abrió una de las maletas que contenían la droga, apartó vestidos y paquetes, levantó el doble fondo y tanteó las bolsas hinchadas de nieve. Cogió una, la abrió con los dientes, procurando no dejar caer ni una mota del polvo blanco, dejó resbalar en el sobre unos diez gramos y se los lanzó al Rata.

—¡Gracias, Líbano! ¡Eres un tío grande!

—Ésa corre de vuestra cuenta —precisó con sequedad el Sardo.

—Dadle la moneda, que se nos pone nervioso —comentó ácido el Dandi.

El Rata se había ido a la cocina a chutarse como Dios manda. El Sardo hizo saltar la cerradura de las maletas del dinero y llamó a Ricotta para que lo ayudase con las cuentas: cuatro ojos ven mejor que dos. El Frío y el Libanés se pusieron a pesar la mercancía.

El inspector Basura, el chileno, había permanecido todo el tiempo con una mano sobre la cabezota del Duce. Su palidez asustaba. Treintamonedas, apiadado, le alargó un vaso de whisky.

—Todo va bien… todo okey, ¿me entiendes?

La india se asomó a la puerta del cuarto de baño. Ahora tenían que recuperar los óvulos y limpiarlos. Un trabajo de mierda. Un trabajo que no era propio de hombres. Un trabajo de ratas.

—¡Rata! —gritó el Libanés.

El muchacho volvió de la cocina arrastrando los pies, con los ojos apaciguados por el buen chute. El Libanés le indicó la taza. El Rata se dirigió a ella con la cabeza gacha.

Todos entendieron entonces por qué lo habían llamado: una vez más, al Líbano no se le había pasado nada por alto.