V

El comisario Nicola Scialoja era un muchacho inquieto. Había pedido dos veces que lo pasaran a Antiterrorismo y las dos veces le habían dicho que no. Políticamente sospechoso. Algunos meses atrás había tenido una historia con una de la Autonomia,[8] hija de un pez gordo del Banco de Italia. Vivía en un ático grande con vistas a Villa Pamphili. Recogía fondos para los prisioneros políticos. Una noche le preguntó por qué no se había quedado en el pueblo en lugar de probar fortuna en Roma. Final de la historia. Sus colegas lo consideraban o un hijo de papá o un tipo extraño, o las dos cosas a la vez. En teoría era un investigador, en la práctica el eterno suplente. La noche en la que habían secuestrado al barón Rosellini sustituía a un colega más experto ocupado —inútil decirlo— con la investigación de una madriguera de brigadistas. Se había encontrado mano a mano con el juez instructor Borgia. Los dos se habían caído bien por instinto. Ambos eran altos y ágiles, ambos carecían de protecciones políticas, ambos se encontraban al margen de los grandes círculos. Borgia había conseguido agregarlo a la escuadra de la Policía Judicial. Su informe final sobre el secuestro del barón había gustado. Borgia lo había elogiado delante del dirigente de la Brigada Criminal. Habían acabado bebiéndose una cerveza durante la pausa para comer. El café de la calle Golametto, delante de la entrada del tribunal, era un pulular de abogados excitados, magistrados embutidos en sus togas y policías de voces arrogantes. Olores de humo rancio, posos de café, plancha incandescente de hamburguesas y lonchas de queso fundido. El juez estaba cansado. Su mujer estaba embarazada. El clima doméstico era tenso.

—Tengo casi treinta años —dijo—, y mi vida está a punto de cambiar.

Scialoja le habló de Sandra, la de la Autonomia. Todavía no se había recuperado del todo. Borgia lo consoló con algo de envidia: afortunado él, que seguía siendo un hombre libre. Entró un veterano de la patrulla social. Se intercambiaron un ademán de saludo. El veterano susurró algo al oído de la cajera. Scialoja vio cómo ésta enrojecía. El veterano le guiñó un ojo.

Archivo. La identidad de los autores del hecho seguía siendo desconocida.

El juez instructor le estaba diciendo que a pesar de que el informe era bueno, no habían conseguido sacar nada en claro. El barón había desaparecido. Y no había rastro de sus captores.

—El fiscal sostiene que mi escuadra es excesivamente… como te diría yo… numerosa —susurró Borgia.

De forma que Borgia estaba a punto de devolverlo al sitio de donde había venido. A remitir documentos. A buscarse una nueva ocasión. No había obtenido resultados. No había tenido éxito. No se habían producido arrestos. Sin arrestos no se va a ninguna parte. Es la regla principal. Scialoja decidió coger el toro por los cuernos.

—Necesito un poco de tiempo —le dijo sin más preámbulos.

—Si por mí fuese… hemos trabajado bien juntos, pero el hecho es que la igualdad no está de moda en la magistratura… el hecho es que yo soy un recién llegado… las cosas serían distintas si tuviésemos detrás a los brigadistas, pero tengo miedo de que el barón, en este momento…

Borgia estaba avergonzado. Consultó su reloj. Era hora de volver al despacho. El policía insistió en invitarlo. Cuando se quedó solo, Scialoja pidió otra cerveza. El veterano de la patrulla social, sentado dos mesas más allá, hojeaba el Corriere dello Sport. De vez en cuando bajaba las páginas del periódico y buscaba con la mirada a la cajera, pero ella le rehuía. Debía de tener como mucho veintidós o veintitrés años. Menuda, pálida, ojos grises, pecho plano, aire de mala leche, ningún atractivo aparente. Scialoja pagó su consumición. El veterano de la patrulla social le dio alcance en la verja del tribunal.

—He oído decir que vuelves.

—Así parece.

—Podrías venir a trabajar con nosotros…

—Gracias, pero no creo tener temple de putero.

—Tan amable como siempre, ¿eh, dottor?[9] Como quieras, lástima. No sabes lo que te pierdes…

—¿A qué te refieres?

—He visto cómo mirabas a la rubita del bar.

—¿Qué rubita?

—La cajera.

—Pero si eras tú el que la mirabas…

—Muy bien. Observación objetiva. Cobra a cincuenta mil el polvo. Si quieres, te doy la dirección.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Parece una cría como las demás, ¿no? Nada de particular, ¿no? Pues bien, es una puta irregular. Desmonta el chiringuito a las seis y va a abrirse de piernas en un apartamento detrás del Vaticano. Roma está llena de tipas como ella. Ahorran un poco de dinero y luego se casan con el primer iluso que las toma por santas. Si me permites el juego de palabras, viven aterrorizadas porque alguien les haga una putada y las descubra. A los hombres les gusta confiarse con las putas. Un buen policía puede tener un chanchullo como ése durante toda su carrera. Y arrestar a un montón de gente. ¡Piénsatelo bien, muchacho!

Le dijo que se lo pensaría. Lo contempló mientras se alejaba con los andares caracoleantes de un cuarentón con los huevos bien puestos. Consideró con un escalofrío el pelo aceitoso, los dientes podridos, la piel grasa. Ser policía. Hacer chanchullos con la corrupción. Quedar reducido a eso. Un día. Un día no muy lejano. Volvió al café. Directo a la caja. Compró cigarrillos, regaliz, dos barras de chocolate fondant. Con el único fin de mirarla a los ojos. Para buscar en ellos los indicios que se le escapaban. Pero no había ninguno.

Se pasó la tarde dando vueltas por las dos habitaciones de un edificio de los años de la guerra del barrio universitario, entre la minúscula nevera, cada vez más vacía, un montón de libros viejos y polvorientos, y el televisor en blanco y negro que sintonizaba sólo la RAI. Se preguntaba sobre los confines entre el bien y el mal, sobre su lugar en el mundo. Deseaba la gloria, deseaba a las chicas que no había tenido el valor de afrontar, deseaba un cambio. No debían apartarlo de la investigación. No lo enviarían a remitir documentos.

Se concentró en el expediente Rosellini. Avisos en balde. Soplos inconsistentes. Interrogatorios que no conducían a nada. Falsas alarmas. Mitómanos alucinados. El vacío. Se preguntó si sería posible conseguir algún indicio del blanqueo del dinero. Una pequeña parte del rescate había sido efectuada con billetes marcados. Menos del cinco por ciento. Introducidos a espaldas de los familiares. Habían aparecido algunos billetes. Alguien había realizado una lista. Tres en Cerdeña. Los carabineros habían presionado a los sardos. Planchazo. Diez billetes en Calabria. La guardia de Finanza había tirado de las orejas a algún pez pequeño de la ‘ndrangheta[10]. Nuevo planchazo. En Roma. Se habían encontrado billetes en Roma. Siete de cincuenta, cuatro de cien. Once en Roma sobre un total de veinticuatro. Scialoja cogió papel y lápiz y trazó un diagrama. Billetes en Monteverde: dos. Billetes en el Esquilino: nueve. Nueve en el mismo barrio. Un estanco. Una tienda de ropa. Una perfumería. Otro estanco. Una tienda de ropa interior femenina. Todo entre las calles Urbana, Paolina, Santa Maria Maggiore y Cavour. Un cuadrilátero de apenas unos cientos de metros. Los dueños de las tiendas habían sido interrogados: no recuerdo, no sé, tal vez fuesen clientes ocasionales. Clientes que estaban siempre en la misma zona. ¿Y si se tratase de uno solo? Estanco. Ropa interior femenina. Peluquería femenina. Perfumería. Era una mujer. Una mujer. Scialoja exploró la minúscula nevera. La cerró desfallecido. Bajó a cenar a un comedor de estudiantes. Los estudiantes hablaban a voz en grito. Los estudiantes se besaban. No hacía mucho que él era uno de ellos. Vivía como un estudiante. Sólo le faltaba la estudiante aplicada. Pensaba en la cajera del café de la calle Golametto. Las escenas de sexo le horadaban la mente. Él y la muchacha del bar. La muchacha del bar y el veterano de la patrulla social. Él y Borgia. La soledad se le estaba subiendo a la cabeza. Se acabó el pollo requemado y la achicoria en vinagreta y regresó a su expediente. Una mujer. Una mujer del Esquilino. ¿Cuántas posibilidades? ¿Diez mil? ¿Veinte mil? Estaba fantaseando. No había nada que justificase un informe suplementario. Estaba perdiendo tiempo. Acabaría en la patrulla social. O en una oficina administrativa. Timbrando pasaportes. Se fue a dormir. Soñó con la muchacha del bar. Se despertó mojado en medio de un sueño. Controló las fechas. Los billetes no habían sido gastados en un solo día. Nueve visitas a las tiendas en veinte días. Tiendas femeninas. Una mujer. Una mujer que fuma. Una puta. Una banda secuestra al barón. Los familiares pagan el rescate pero el secuestrado no vuelve. Los bandidos se dividen el botín. Uno de ellos paga a una mujer con los billetes del rescate. La mujer se gasta uno, dos. El bandido vuelve a verla. Más billetes. Ella ejercita su profesión en el Esquilino. El bandido es un cliente habitual. Scialoja se sintió próximo a un resultado. Ya no tenía sueño, las visiones cambiaban de carácter. Un arresto. Una cadena de arrestos. Joven funcionario resuelve el caso Rosellini. Ahora se trataba de convencer a Borgia. Necesitaba hombres. Medios. Tiempo, sobre todo. A la mañana siguiente, el juez instructor ni siquiera le dejó abrir la boca. Su asignación a la escuadra de la Policía Judicial había sido revocada. Volvía a estar a disposición del dirigente de la Brigada Criminal. Con efecto inmediato. Scialoja tenía unos veinte días de vacaciones que recuperar. Decidió invertirlos en una apuesta de su futuro. Lo celebró con un Campari en el bar de la calle Golametto. En lugar de la cajera había un estudiante barbudo que en los momentos de pausa subrayaba Wittgenstein.