El Libanés no daba crédito a sus ojos. Lanzó una mirada de preocupación al Búfalo, que danzaba a su alrededor como un oso patoso, y le preguntó por enésima vez si no se trataba de una broma.
—¡Venga, Líbano! ¡Es la cosa más seria del mundo!
—Precisamente. A nadie se le ocurrirá jamás.
Ya. A nadie se le ocurrirá. Y sin embargo, justo allí se encontraban. En el Eur, delante del ministerio, a dos pasos de la comisaría, a trescientos metros de la estación de metro. Al fondo, la torre del Fungo, en los oídos el zumbido del tráfico en la Colombo. En el ministerio. El Búfalo silbó y de las sombras del porticado emergió un hombre alto, entrecano, trajeado. Se llamaba Ziccone. Ujier de profesión. Era un tipo perfumado y un poco grasiento, con la voz ronca del gran esnifador de coca. Él y el Búfalo eran viejos conocidos. Ziccone administraba un giro de apuestas en el hipódromo y, en caso de necesidad, podía incluso armar financieras de poca monta dispuestas para inversiones a breve plazo y para favores un tanto especiales. Como procurar locales para almacenar armas. En el sótano del ministerio.
Ziccone los condujo, a través de una puertecita cubierta con los graffiti de adolescentes holgazanes, hasta el trastero. Según les dijo, allí vivía el ayudante del portero. Un hombrecillo gris con aire de tener pocas luces al que se le entregaban seiscientos mil al mes para que vigilase bien el cargamento. El hombre —Brugli dijo que se llamaba con un soplido lamentable— dio dos juegos de llaves al Libanés y le instruyó sobre el funcionamiento de las cerraduras y sobre el trayecto más conveniente. No había peligro de encontrarse con sorpresas desagradables: el edificio llevaba años abandonado. No obstante, observó el Libanés, siguen pagando a un portero.
—Porque aquí una vez había un pasaje que conducía a la secretaría particular del ministro —explicó Ziccone—, luego lo tapiaron, pero nadie se ha dado cuenta todavía y por eso Brugli todavía conserva su puesto.
Regresaron al coche, bendiciendo la santa burocracia que les iba a permitir hacer lo que les viniera en gana bajo los ojos benévolos del Estado. Ziccone fue recompensado con dos gramos de coca que se disparó en un abrir y cerrar de ojos con tanta avidez que hasta el Búfalo le aconsejó que fuese con calma. A continuación el Libanés los dejó en un garito de la Aurelia y salió en busca del Frío. Pero en el bar de Franco no lo habían visto —allí estaba sólo el Rata rascándose las pústulas con la mirada perdida— y en su casa nadie respondía al teléfono. Un poco tenso, entre una llamada y otra, consiguió que Ojo Feroz le dijese dónde podía encontrar al Dandi, y fue allí de inmediato.
Le tocó esperar tres cuartos de hora junto al portón de la calle Cavour, y menos mal que tenía el coche limpio y que había salido sin la pistola. El Dandi apareció tambaleándose y se sorprendió de verlo. El Libanés fue directamente al grano y le preguntó por la reunión que habían tenido en casa del Puma. Cuando supo que había ido mal, resopló. Paciencia. Lo resolvería de otra manera. Después lo puso al corriente del depósito del ministerio. Se rieron de buena gana y a continuación el Dandi, que se había puesto muy serio de repente, le dijo que se había enamorado.
—¿De esa furcia? —se asombró el Libanés—. Pero si ni siquiera sabes quién es…
—¿Y qué? ¿Cómo se dice? Amor a primera vista…
—No me gusta. ¡Mantén la boca cerrada!
—En dos meses me voy a vivir con ella.
—¿Y Gina?
—¡Venga, Líbano, déjalo ya! No quiero pensar en ella ahora. Además, ¿qué puedes saber tú de eso? A propósito, ¿a qué se debe que no estés con una mujer? No serás marica, ¿verdad? Mira que a mí no me importa… Fifí…
No, no era marica. Las mujeres le gustaban, vaya que sí. Pero ¿cómo explicárselo al Dandi? Habría tenido que decirle que se trataba de una cuestión militar. Ésta era una guerra. Y cuando estás en guerra no puedes permitirte ciertas distracciones. Lo que no significaba que un polvo pudiese hacerle daño, pero… nada de compromisos. Tenían que mantenerse limpios… ¿cuál era la palabra? Castos, eso, castos de alguna manera. Como los curas. Ya tendrían tiempo después. Antes tenían que ganarla, esta guerra. Apoderarse de la ciudad.
El Dandi comprendió que no era el momento y regresó junto a su moto. Ardía en deseos de contarles a todos lo de Patrizia. Decidió que empezaría por Treintamonedas. A él podría incluso arrancarle algún consejo. Al napolitano le sobraba clase.
Treintamonedas, a esa hora, estaba demasiado bien acompañado como para hacerle caso. Le abrió en albornoz, con la nariz blanca de nieve y ojos de poseso, precedido por la música ambiental que se oía al fondo.
—Ven, ven, amigo, nos faltaba justo el cuarto para redondear.
El Dandi lanzó una ojeada al salón. En el gran sofá blanco se agitaban dos formas femeninas. De la maraña emergió una cabeza rizada y rubia. Los ojos del Dandi se cruzaron con los de la abogada Mariano. La otra era una desconocida con pinta de colgada. La abogada hizo un ademán de saludo antes de hundirse de nuevo entre las piernas de su compañera.
—Entonces qué, ¿vienes o no, Dandi? Mira que vale la pena…
Dijo que no sin pensar. En la cabeza tenía sólo a Patrizia.