II

El Puma tenía cuarenta y dos años y había pasado media vida entre el hotel Roma y el Regina.[7] Llevaba algún tiempo liado con una colombiana veinte años más joven que él, una mulata con cara de india, sobrina de un soldado del cartel de Cali. Vivían en una casa del barrio de Cassia con Rodomiro, su hijo recién nacido. A la reunión acudieron cuatro de ellos: el Dandi y el Frío de una parte, y Treintamonedas y Ricotta de la otra.

El Puma los recibió en el jardín con el niño en brazos, y un grueso perro pastor que olfateaba inquieto mientras agitaba su larga cola palmada. La colombiana les sirvió algunos licores y una torta. Treintamonedas, con su habitual lenguaje abigarrado, expuso los términos de la propuesta. El Puma lo dejó hablar sin parpadear. Y al final, con las miradas de todos clavadas sobre su persona, les contestó que no.

—Pero Puma, ¿qué dices? ¡Te estamos ofreciendo la medalla de oro! —estalló Ricotta.

El perro gruñó. El niño se puso a lloriquear. La colombiana se asomó desde el interior de la casa. El Puma le entregó el niño y él se encendió un puro.

—Me retiro, Ricotta. Decídselo al Líbano, al Sardo, decídselo a todos, sobre todo a la policía…

Todos se echaron a reír. El Puma dio dos profundas caladas a su cigarro.

—Estoy cansado. Tengo ya cuanto necesito… esta casa, un poco de dinero en el banco… María Dolores… el niño… ¿habéis visto lo guapo que es? No, estoy cansado. Estoy harto de esta vida.

—Estás diciendo una sarta de gilipolleces, Puma. Dentro de cuatro días te llega de Palermo un kilo del Chino. Lo sabe toda Roma.

El Puma se volvió pausadamente hacia el Frío.

—Si me dejáis este kilo, me hacéis un favor. Rendirá lo suyo. Pero si preferís quedároslo, hacedlo. Es mi último golpe. Decidís vosotros. Yo cambio hasta de aires. Me voy de Roma…

Su calma había impresionado al Frío. El Puma no hablaba nunca por hablar. Si decía que lo dejaba, era cierto. ¿Cuestión de edad? ¿Estaba de verdad tan desgastado como pretendía hacerles creer? El Frío no conseguía resignarse.

—Además habéis de saber que llevo veinticinco años en el hampa… he visto locuras y he hecho de todo. ¿Cómo se dice hoy? Mi currículum es más que respetable… pero hay dos cosas por las que no paso: el secuestro y el homicidio. Yo jamás he raptado a nadie, ni tampoco he matado.

—Nosotros también sentimos lo del barón —insinuó Dandi—. Pero ¿qué podíamos hacer?

—No hablo de eso, chicos. El pasado no me preocupa.

—Entonces ¿qué es lo que te preocupa? —preguntó el Frío.

—El futuro. Lo que va a suceder con todos nosotros… por eso me aparto, Frío.

—¿Por qué? ¿Qué piensas que puede ocurrir?

Ricotta se había hinchado como un globo: había sacado pecho haciendo revolotear su habitual corbata ridícula. Treintamonedas, que se había concedido para la ocasión un suéter de cachemir rojo de Cenci, lo escrutaba con aire de conmiseración.

—Pues que os despedazaréis como cerdos. Os mataréis unos a otros como lobos. Garantizado. Y yo no quiero tener nada que ver.

—Vámonos, muchachos —estalló Treintamonedas—. ¡El viejo es también un gafe!

Regresaron a Roma silenciosos e irritados. El Frío no lo había digerido. Lo que le preocupaba no era el rechazo del Puma sino el hecho de que éste hubiese dado la impresión de querer indicarles, a todos ellos, otro camino, una vida diferente. ¡Menudo absurdo! Para eso podían haberse dedicado a trabajar como dependientes en una tienda. Acabar como su padre: asalariado y sin huevos. El Puma no era más que un viejo agilipollado.

Treintamonedas había insistido para que saliera a cenar con él y con la abogada que se había ligado hacía unas dos semanas. Pero él había preferido quedarse solo. Colocarse con el vino delante del espejo que, junto a la cama y a la mesita, constituían los únicos muebles del estudio de la calle Alessandro Severo. Pero antes tenía que cumplir una antigua promesa. Hizo que lo dejasen en casa del Mangione y encargó una moto para Gigio.