I

Satanás no se equivocaba. Si uno quería entrar como protagonista en el negocio de la droga tenía que llegar a algún tipo de acuerdo con los napolitanos. Lo que significaba pasar por Mario el Sardo. El encuentro lo organizó el Búfalo, cuya cabeza era incluso razonable cuando le daba por pensar. El garante era Treintamonedas, uno de Forcella que al principio estaba con los Giuliano. Un buen día había peleado con los Licciardello, aliados de los Giuliano, y dos santistas[3] habían acabado tendidos en el suelo. Treintamonedas se amparó en Cutolo, quien lo recibió con los brazos abiertos en la Nueva Camorra Organizada.[4] Al final, después de un arreglo consistente en trenette con chipirones y bejel en salsa de ajo y tomate, el tribunal de los cumpiarelli[5] lo absolvió y desde entonces Treintamonedas fue considerado por ambas facciones un interlocutor atendible. Nada mal para alguien que había cambiado ya dos veces de bando haciéndose merecedor del apodo de Judas.

Treintamonedas había hecho el bachiller en el Genovesi, procedía de una familia honrada y se jactaba de sus relaciones y de sus maneras refinadas. Era una especie de bestia de un metro noventa de estatura, con el cuerpo cubierto de arabescos tatuados que —según decía— iban a juego con las llamativas corbatas de Manirella que le encantaba lucir hasta en la intimidad. Con las ganancias que le había procurado la cocaína había amueblado al estilo Portoghesi un apartamento en el Eur, cercano a la residencia de algunos aristócratas.

—La princesa es una señora de la cabeza a los pies —dijo mientras mostraba a sus huéspedes la barandilla que daba a un patio de altos magnolios y setos italian garden—. Lástima que sea comunista. ¡La verdad es que no entiendo por qué a ciertos ricos les da por hacerse rojos!

El Libanés asintió convencido. Siempre había sido fascista: en su opinión, la derecha se identificaba con el orden y la organización. Y eso era precisamente lo que estaba tratando de hacer con la banda. Imponer el orden y la organización a una manada de cabezas ardientes e indisciplinadas. El poder debe premiar a aquel que tiene las ideas más claras y la fuerza para imponerlas.

Mientras el Búfalo y Treintamonedas se abrazaban intercambiándose alegres insultos, el Frío y el Libanés inspeccionaron el lugar. Todo parecía tranquilo. El Dandi, en cambio, se había quedado maravillado por el esplendor de la casa de Treintamonedas. Muebles de diseño, mesitas de cristal, estéreo con altavoces ultramodernos, la pantalla de cine, el inmenso salón con grandes sofás… ¡aquello sí que era estilo! Aquélla sí que se podía llamar vida… Treintamonedas lo cogió por el brazo, amistoso.

—Te gusta, ¿eh? Si te digo lo que me ha soplado el arquitecto… pero se nota la mano de un auténtico profesional, ¿eh? Pongo un poco de música…

De los enormes altavoces se elevó una lúgubre melodía de iglesia. El Búfalo se llevó las manos a los oídos. El Libanés preguntó con ironía si los discos también los había elegido el arquitecto. Treintamonedas les explicó riendo que aquélla era la «música ambiental» de la que se valía para ligarse a las psicólogas, las periodistas y a alguna que otra abogada.

—¿También a las abogadas?

—¡Ésas son las más zorras!

Mario el Sardo se hizo esperar hasta el anochecer, cuando ya empezaban a hartarse de la música y del exceso de hilaridad de Treintamonedas. Llegó acompañado de Ricotta. Al Libanés le sorprendió volver a ver a aquel viejo colega al que creía encerrado en la cárcel por un buen puñado de años.

—El abogado hizo bien su trabajo. ¡Montó un buen lío con las penas y aquí estoy ahora!

Mario el Sardo se había evadido hacía dos meses del manicomio judicial de Aversa, aprovechando un permiso experimental. Imputado por tentativa de homicidio, extorsión y asalto, había conseguido que le declarasen enfermo mental gracias a un informe pericial. Declaración que, por otra parte, se había ganado a pulso: en la primera entrevista con el doctor, se había meado sobre los documentos de éste. A la segunda, el médico se había presentado con cuatro guardias y Mario se había encerrado en un absoluto mutismo. La tercera vez se había puesto a llorar como un niño pidiendo un chupete y un biberón. Los exámenes se habían prolongado durante un año, en medio del desconcierto general. Al final, Mario había conquistado la confianza del capellán, y para vencer las últimas reticencias del psiquiatra había puesto en escena un simulacro de suicidio atragantándose con hostias consagradas. Moraleja: clínicamente loco, socialmente peligroso, pero sólo un poco, ¿eh? La evasión —en teoría un error, dado que sólo le faltaban tres meses para el nuevo examen de peligrosidad— había sido ordenada por el mismo Cutolo. El Profesor y él se habían conocido en Aversa, y el Sardo se había pegado a él hasta tal punto que Cutolo se había decidido a «bautizarlo» y a nombrarlo jefe de Roma. De alguna forma, en la decisión de Cutolo de mandar a aquel territorio a su nuevo lugarteniente habían influido también el Libanés y los suyos: Radio Cárcel había hecho circular la noticia de que el secuestro de Rosellini era obra de los napolitanos, y Cutolo había hecho las correspondientes averiguaciones.

—¡Y en cambio fuisteis vosotros!

—Y en cambio fuimos nosotros.

—Nada mal, tratándose de un primer golpe —reconoció el Sardo.

Era casi calvo, menudo, tosco, con la frente surcada por una vieja cicatriz de arma blanca. Tenía a Ricotta completamente dominado e incluso Treintamonedas mostraba hacia él auténtica deferencia. Al Libanés se le atravesó de inmediato. Imposible saber lo que pensó de él el indescifrable Frío.

—Tenemos un poco de pasta para invertir y querríamos invertirla en droga —explicó el Dandi.

—¿Cuánta pasta? —preguntó con sequedad el Sardo.

—Uno, uno y medio…

—Con eso ya se puede hacer algo. Treintamonedas ha abierto un buen canal con los sudamericanos. Yo os procuraré la cocaína y os autorizaré a distribuirla en el mercado, excluyendo la zona del Terrible. Me llevaré el setenta y cinco por ciento del útil y el diez por ciento del capital invertido.

Ni siquiera al Corbatero, el usurero del Campo dei Fiori se le ocurriría algo semejante, pensó instintivamente el Dandi. El Libanés se acariciaba la barbilla. El Frío tenía los ojos entornados. El Búfalo parecía seguir el diálogo esforzándose por comprender los fragmentos que se le escapaban. Treintamonedas se liaba un porro con fingida indiferencia. Ricotta se anudaba y se desanudaba una corbata más bien hortera, decorada con un sol amarillo y una luna negra.

—Tal vez el Dandi no se haya explicado bien —dijo el Libanés en son de paz—, nosotros no estamos pidiendo autorización a nadie, y el Terrible nos importa un comino. Lo que queremos es proponerte un negocio a medias. Cincuenta y cincuenta de principio a fin. Tú nos vendes la droga al precio que establezcamos y nos dividimos las ganancias. Sobre toda Roma…

El Sardo prosiguió en tono cortante.

—¿Acaso no sabes con quién estás hablando, Líbano?

—Si no lo supiésemos, no estaríamos aquí —le respondió desabrido el Frío.

El Sardo lo miró levemente desconcertado. El Frío, pensó el Libanés, sabía imponerse.

—Imaginemos que nos ponemos de acuerdo. Para cubrir Roma hace falta mucha gente. ¿De cuánta disponéis vosotros?

—Unas quince personas —exageró el Dandi.

—No son suficientes.

—Podemos encontrar más sin problemas —insistió el Dandi.

—Siguen siendo pocas.

—Podrías intervenir tú también —le sugirió el Frío—. Con alguno de los tuyos, quiero decir…

—Me estás proponiendo un acuerdo.

—Creo que ya te lo he dicho.

El Sardo se dirigió al Libanés.

—¿Cómo piensas proceder?

—Organizando las redes por zonas. Cada zona abarcará dos o tres barrios. Cada barrio contará con seis o siete camellos pequeños con uno mayor a la cabeza. Los pequeños se someterán a los grandes y éstos a nosotros. Considerando, pongamos, ocho zonas…

—¿Y la competencia?

—Con el Puma podemos llegar a un acuerdo. Hace años que nos conocemos… los demás son morralla.

—¿Y el Terrible?

—Si está de acuerdo, bien. En caso contrario…

El Libanés dejó la frase inacabada, pero su sentido no dejaba lugar a dudas. El Sardo se rascó la cicatriz.

—Lo que pedís es tremendo. En Roma nunca se ha visto una cosa igual…

—Mejor. Eso quiere decir que seremos los primeros. Nosotros y vosotros. Juntos.

El Frío una vez más. De contundente acero. Un jefe.

—¿Juntos? Quizá. Pero con un único jefe. Yo —dijo el Sardo.

—Me ha entrado hambre —aventuró el Dandi.

Se produjo un momento de silencio. El Búfalo y Treintamonedas se dirigieron hacia la salida intercambiando una mirada. Ricotta fue en pos de ellos.

En la calle, señales invernales: muchachas en maxifalda y un cielo negrísimo, con un retumbar de truenos. El Búfalo y Treintamonedas arrastraron a Ricotta hasta un restaurante donde pidieron pollo, patatas y pizza para todos.

—¿Qué pensáis, se cierra el trato? —preguntó Treintamonedas.

El Búfalo abrió los brazos y dijo que el Sardo era un auténtico capullo.

—No, te equivocas, Mario es así… verás como al final se cierra.

En el camino de regreso, Ricotta les contó que el Tribunal de Casación había decidido quemar la última película de Pasolini.[6] Cosa que les traía sin cuidado, pero le dejaron hablar por amistad. Cuando era un muchacho, Ricotta había hecho breves apariciones en el barrio Finocchio. Se decía que el mismísimo Pier Paolo Pasolini le había enseñado a leer y a escribir, lo que no le había convertido en un intelectual pero que sí hizo que, apenas salido de la cárcel, acudiera en peregrinación al Idroscalo, donde el loco de Pino la Rana había asesinado al poeta homosexual.

Llegaron a tiempo para la fase de los abrazos. El Dandi les informó de los términos del pacto: cincuenta por ciento para todos y un cinco por ciento en contante para el Sardo por «poner su nombre y por garantizar el éxito del acuerdo». Las ganancias las administrarían a medias Treintamonedas y el Dandi, lo que equivalía a un representante de cada grupo. En cuanto a la cuestión del líder, habían llegado a un compromiso: propondrían juntos que el Puma asumiera el papel de garante sobre ambas partes. Ni que decir tiene que el Sardo estaba convencido de ser de todas formas el número uno. Estaba previsto que el primer cargamento de cocaína llegase en quince días vía Buenos Aires. Cuestión zanjada, entonces. Al ver el modo en el que el Libanés, el Frío y el Dandi se miraban a espaldas del Sardo, el Búfalo comprendió que aquello no duraría mucho.

—Hazme caso —susurró a Ricotta—, deja estar a ése. Tú eres uno de los nuestros.