V

El problema lo habían causado los cataneses de Casal del Marmo. El barón le había visto la cara a uno de ellos, por lo que éstos se habían visto obligados a eliminarlo. Incluso en el supuesto de que hubiesen podido —algo imposible porque se les informó con posterioridad a los hechos— ni el Libanés ni el Frío habrían movido un dedo. Por otra parte, sin testigos era menos arriesgado. Después de entregar al Escoria su parte, habían decidido cortar toda relación con aquellos aficionados. El Búfalo, un muchacho corpulento de Acilia que había procurado el cloroformo y el Alfetta 1750, había sugerido que los exterminaran. Pero al final había prevalecido la euforia por las ganancias: una vez deducida la parte de los achaparrados de Casal del Marmo les quedaban dos mil quinientos millones a repartir de acuerdo con las reglas ya establecidas en la fase preparatoria. Dos mil quinientos millones entre diez.

El Libanés los había convocado en el apartamento de San Cosimato. Estaban todos. El Dandi, el Tapón, un tipo rechoncho de la Pirámide muy hábil con la pistola; Satanás, un elemento algo desquiciado pero duro, con una cabellera pelirroja más bien escasa y una cazadora negra de Diabolik,[2] el Esqueleto… en resumen, no faltaba nadie, exceptuando al Rata. El Libanés había dejado en suspenso el juicio sobre él: había hecho un par de llamadas colocado, corriendo el riesgo de mandarlo todo al garete. Pero, en general, se las había arreglado bastante bien. En cualquier caso, pagaría con su parte.

El dinero, ya. Ni siquiera en el cine había visto tanto a la vez. Y sin embargo, lo que más le interesaba era observar la reacción de los demás. Los hermanos Bufones, por ejemplo: Aldo —o Ciro, era difícil distinguirlos— trataba de hacerse un sombrero de papel con los billetes. Mientras que Ciro —o Aldo— explicaba:

—Que le den por el culo al gilipollas de mi padre, que quería mandarnos al taller.

El Búfalo había conseguido que le dieran a crédito un frasquito de coca y, atontado delante del botín, se abandonaba de cuando en cuando a una especie de rictus colmado de suspiros (¡eh!, ¡ih!, ¡eh!, ¡eh!). El Dandi hojeaba un catálogo de Ferragamo y el folleto de una exposición de pintura. Ojo Feroz se había sacado del bolsillo un folio cuadriculado y arrugado lleno de números de teléfono.

—¡La mejor tía de Roma!

Mientras se pasaban las cervezas y los porros, todos pensaban en el modo más rápido y estúpido de gastarse su parte. Casi todos. El Frío se había quedado al margen. Y miraba por la ventana: una mañana gris sobre el mercado, una llovizna tonta que te calaba hasta los huesos.

—¿Dividimos?

El Búfalo se había despabilado.

—Veamos: quinientos para esos cerdos. Amén. Sobran dos mil quinientos. Líbano y el Frío salen a cuatrocientos cada uno. Es lo justo, ¿no?, la idea fue suya. Sobran mil setecientos. Nosotros somos ocho. Doscientos cada uno hacen mil seiscientos. Los cien que sobran nos los podemos fundir en un garito, ¿qué os parece?

¿Era necesario contestar? Todos se arrojaron sobre la pasta, incluso el Esqueleto a quien, de puro delgado, bastaba darle un golpe con un hombro para tirarlo al suelo. El Libanés y el Frío fueron los únicos que permanecieron inmóviles: uno con la mano sobre el cabezón del Duce y el otro apoyado en la ventana con un chicle entre los dientes.

El Libanés se decidió a poner las cartas sobre la mesa.

—¡Un momento, compañeros!

—¿Y ahora qué quiere éste? —El grupo se volvió para mirarlo como se mira a un loco. El Búfalo, incluso, se llevó la mano a la pistolera que tenía bajo la axila. Suspicaces, oliéndose la trampa. El Libanés se quedó sentado, y extendió los brazos en un ademán tranquilizador. El Frío seguía con su habitual concentración los movimientos de los demás.

—Quiero decir: ahora tenemos dos mil quinientos millones. Que es algo muy distinto a que yo tenga cuatrocientos millones, tú doscientos y también cien para el garito…

—Pero ¿qué está diciendo? —protestó Ojo Feroz.

—Silencio —intervino el Frío—. Prosigue, Líbano.

—Tú, Dandi, empiezo por ti porque somos viejos amigos… tú ahora te renuevas el vestuario porque eres el Dandi… has de hacer honor a tu nombre.

—La verdad es que también la Kawasaki está un poco oxidada…

Algunas carcajadas. El Búfalo soltó la pistolera. El Libanés recuperó el aliento.

—Y tú, Esqueleto…

—Esta mañana me he pasado por Bandiera & Bedetti y he visto un par de Rolex de puta madre.

—Ojo Feroz, tú… ¿tías, coca y champán?

—Lo mejor de la vida, ¿no?

Más carcajadas. El Libanés se estaba enfervorizando. Hasta el Búfalo empezaba a mostrarse interesado.

—Quiero decir: todos tenemos nuestros deseos, nuestras ambiciones…

—¡Lo que es justo, lo que nos corresponde! —prorrumpió de repente Satanás.

Alguno asintió. El Libanés se manifestó de acuerdo.

—Sólo nos corresponde una cosa: lo mejor.

—En ese caso, ¿qué coño estamos esperando para repartirnos el dinero?

El Libanés intuyó que Satanás iba a ser el más difícil de convencer, de forma que se dirigió a él, clavándole la mirada en sus diminutos y alucinados ojos.

—Hoy dividimos, de acuerdo. Y mañana o pasado mañana nos encontraremos de nuevo con la caja vacía. Los coches se hacen viejos, la coca se acaba, el coño se seca por falta de líquido… y digo líquido, dinero, Ojo Feroz… pero si en lugar de eso no nos repartimos estos dos mil quinientos millones, si los mantenemos unidos, si nos mantenemos unidos nosotros… ¿os imagináis adónde podemos llegar? En lugar de tener poco, tendremos mucho. Y cuanto más tengamos, más iremos teniendo… ¿te acuerdas del cura, Satanás? Quien más tiene, más tendrá… eso es precisamente lo que debemos hacer nosotros: tener algo menos hoy para poder tenerlo todo el día de mañana.

—A ver si lo entiendo… —aventuró el Búfalo, a todas luces interesado.

El Libanés le sonrió, aunque con la mirada buscaba al Frío. Sólo que a saber dónde se había metido éste, rígido, inmóvil, con los ojos reducidos a dos hendiduras.

—Esto es lo que pienso, Búfalo: sigamos siendo un equipo. Cogemos un poco de dinero para los pequeños gastos… pongamos unos cincuenta millones cada uno.

—¿Tú también? —preguntó el Búfalo asombrado.

—Yo también. ¡Todos a partes iguales!

—¿Todos, todos? —le provocó Satanás, lanzando una ojeada perpleja al Frío. Él era el otro león de la manada. Le había llegado el turno de pronunciarse. Pero el Frío no movió ni un solo músculo mientras sus ojos pasaban del busto al espantoso espejo con la virgencita bajo la campana de cristal, a los sillones con el paño negro o al estéreo adquirido en la calle Sannio.

—Cincuenta millones por diez… reconozco que hay para todos… eso significa que sobran dos mil millones —puntualizó el Esqueleto.

—Dos mil millones constituyen una buena base —insistió el Libanés—. Necesitamos armas y un depósito seguro para guardarlas… para el proyecto común podríamos invertir mil quinientos millones, tal vez mil ochocientos…

—¿De qué proyecto hablas?

—Pero ¿es que todavía no lo has entendido, Satanás? ¡Yo quiero lo mismo que todos vosotros!

—¿A qué te refieres?

—A Roma.

—¡Bum! ¡Acaba de hablar Mussolini! ¿Y se puede saber cómo coño piensas apoderarte de la ciudad?

—Por las buenas y, si es necesario, también por las malas, imbécil. Con la droga. Con el juego…

Sus palabras desencadenaron una auténtica algarabía. Todos querían intervenir: palabras, amenazas, gestos de exaltación. El Libanés se levantó con parsimonia y se acercó al Frío. Ambos intercambiaron una penetrante mirada. Entre ellos corría un silencio que los aislaba del resto del grupo. El Frío extrajo el revólver del bolsillo y lo arrojó con fuerza sobre la cómoda.

—Callaos un momento.

Ni siquiera tuvo necesidad de gritar.

—El Libanés tiene razón. Si dividimos el dinero, éste no nos servirá para nada. El único modo de ganar es permanecer unidos. Me has convencido, Líbano. Hacemos una parte igual para todos y el resto lo metemos en un fondo común. Tal vez deberíamos apartar algo para las necesidades más urgentes… para cuando uno de nosotros vaya a parar al trullo, por ejemplo, o tenga problemas con la familia.

—Me parece razonable —convino el Libanés—. En los periodos de escasez nos podremos financiar con esta… llamémosla reserva. En cualquier caso nos saldrán un par de billetes al mes.

—Estoy de acuerdo —dijo el Dandi. La Kawasaki podía esperar; el centro histórico, no.

—Es una idea estupenda, compañeros —masculló el Búfalo mientras le daba una palmada en la espalda al Libanés. En el fondo, el dinero sólo servía para evitar los marrones. ¡Qué era eso en comparación con la calle!

Ojo Feroz dijo que sí: con las cincuenta mil se podía permitir de todas formas un par de semanas de sexo.

El Esqueleto dijo que sí: el Rolex se lo agenciaría de otra manera. La habitual.

El Tapón, que vivía solo con su madre a la que le había prometido la lavadora, el lavaplatos y un televisor en color nuevecito, dijo que sí.

Aldo y Ciro dijeron también que sí: las órdenes del Frío iban a misa para ellos.

Cuando llegó su turno, Satanás se puso a contar los doscientos con aire desafiante.

—Por lo visto, no estás de acuerdo —lo retó el Libanés.

—Por lo visto, os habéis sorbido el seso.

—Ay, Satanás —intervino el Dandi—, ¡nadie tiene la culpa de que tú lo hayas perdido hace ya tiempo!

Carcajadas malignas. Igual de malignas que la mirada de Satanás.

—En primer lugar: estamos hablando de juego… y todos sabemos que el juego es cosa del Terrible.

—Podemos hablar con él —propuso Ojo Feroz conciliador.

—¿Y si ése nos manda a tomar por culo?

—Le disparamos —abrevió el Búfalo seráfico.

—¿Al Terrible? ¿Y quién le dispara? ¿Tú?

—Sí, yo. ¡Y si no te parece bien, te disparo a ti también, gilipollas!

Búfalo puso cara de pocos amigos y Satanás se llevó la mano al bolsillo. El Libanés trató de aplacar los ánimos. Sólo les faltaba un duelo con el botín al descubierto.

—Calma, calma. Si Satanás no quiere, nos las arreglaremos sin él. Coge tu parte y vete, Satanás. Quedamos como amigos.

Pero Satanás no se resignaba.

—En segundo lugar —prosiguió, haciendo caso omiso de la invitación—, se habla de droga… eso es cosa de los napolitanos, el mercado es suyo. ¿Qué piensas hacer, Búfalo, dispararles también?

—En eso te equivocas, Satanás —intervino el Dandi—, hace años que el Puma importa mercancía de China y nadie le ha dicho nunca ni mu…

—¡No pierdas tu tiempo con este animal! —masculló el Búfalo.

Satanás no lo oyó, o se hizo el sordo. Ahora era el turno de enfrentarse al Dandi.

—El Puma paga una parte a los calabreses. ¿No lo sabías?

—Nosotros no pagaremos a nadie —precisó el Libanés—, como mucho, llegaremos a acuerdos entre iguales…

—Tú quieres apoderarte de Roma, Líbano, pero esta ciudad nunca pertenecerá a nadie. Además, qué puedes saber tú, que eres medio africano…

Todas las miradas se deslizaron de Satanás al Libanés. Éste suspiró. ¿Conseguirían alguna vez, el Frío y él, dominar el talante de esos muchachos? Aquélla era gente que se inflamaba por nada, mientras que para abrirse camino en este mundo se requería frialdad y lucidez. Satanás le estaba provocando. Si no respondía a la ofensa, se jugaba el respeto de los demás. Esbozó una sonrisa, sacudió la cabeza y asestó a Satanás una bofetada en la mejilla.

—¡Yo te mato, bastardo!

La reacción era previsible, pero Satanás había sido rapidísimo y lo había pillado por sorpresa. Mientras se tambaleaba haciendo un movimiento con las caderas digno de una culebra, el Libanés se encontró con la pistola bajo la garganta. Por suerte el Frío estaba alerta: con un golpe de rodilla en los riñones hizo que Satanás se doblase como un saco vacío. El Búfalo se había apoderado del arma que había resbalado durante la caída.

—¡Ahora sí que nos vamos a reír!

Pero el Frío se la arrancó de la mano y ayudó a Satanás a levantarse.

—Coge tu dinero y desaparece, y da gracias a Dios porque estamos de buen humor…

Satanás asentía, torvo. Antes de arriar la bandera, recorrió con la mirada el panorama de la organización recién nacida.

—Esos dos cabrones os han metido en una buena. ¡Ya os daréis cuenta!

Nada más salir, el Búfalo se precipitó en pos de él. El Libanés le cerró el paso.

—¿Se puede saber adónde vas?

—A dejar seco a ese canalla, ¿no?

—Tú no vas a dejar seco a nadie, Búfalo.

El tono del Frío no admitía réplica.

—Ahora somos una sociedad, compañero —le explicó el Dandi—, las decisiones las tomamos juntos y nadie actúa por su cuenta.

El Búfalo agachó la cabeza.