III

Secuestrar al barón fue cosa de niños. Tal y como había previsto. El Libanés había dejado para un segundo momento la revelación de la identidad del autor de las llamadas. Alguno había protestado, pero el Frío había hecho pesar su autoridad. La alianza empezaba a funcionar. Llegarían muy, muy lejos. Juntos. En lo relativo a la persona que debía efectuar las llamadas, el Libanés tenía una idea de su propia cosecha. Algo relacionado con la lealtad, el miedo y el dominio de los más débiles. Nada más llegar a casa, llamó a Franco el Barman e hizo acudir al muchacho.

Éste llegó en menos de media hora, con los ojos todavía hinchados de sueño. Cojeaba de la pierna herida pero al menos se había dado una ducha y ya no apestaba. El Libanés lo invitó a acomodarse en uno de los dos sillones cubiertos por una tela negra. El chico vacilaba, interesado en el busto que había sobre la cómoda que el Libanés se había agenciado en Porta Portese.

—¿Quién es ése?

—Mussolini.

—¿Y quién es?

—Un gran hombre. Siéntate.

El muchacho obedeció. En sus ojos brillaba un pavor salvaje.

—¿Cómo va la pierna?

—Regular… hago rehabilitación…

—¿Te sigues chutando?

—Estoy limpio, se lo juro.

—Eso no te lo crees ni tú. ¿Quieres trabajar?

—¿De qué tipo de trabajo se trata?

—Contesta sí o no.

El muchacho se estremeció. El Libanés tuvo que hacer un esfuerzo para contener la sonrisa.

—¿Cómo te llamas?

—Lorenzo.

—Me recuerdas a una rata, todo contraído… como una rata… Entonces qué, ¿sí o no?

—Sí.

—Respuesta justa. Estás enrolado, Rata. Ahora te irás a Florencia y hasta que yo no te autorice no quiero más pinchazos. En cuanto al trabajo, se trata de hacer algunas llamadas por teléfono.

El Frío también volvió a casa al alba. Gigio lo esperaba en la puerta, entumecido de frío.

—¿Qué haces aquí?

—No pienso volver a casa jamás.

—¿Papá te ha vuelto a pegar?

Gigio hizo un ademán negativo.

—¿Entonces?

—¡Entonces basta! En el colegio me va fatal, y estoy siempre sin blanca. Déjame trabajar contigo. Te lo ruego…

Gigio tenía seis años menos que él. La polio le había deformado una pierna y su cerebro tampoco era lo que se dice una gran cosa. El Frío experimentaba un extraño afecto por aquel hermano desgraciado. Una vida diferente, ¿por qué no? ¿Dónde está escrito que el destino sea imperativo? En una de sus raras fantasías se había imaginado a su hermano convertido en médico. Hurgó en sus bolsillos y le tendió un billete de cien mil.

—Ahora vuelve a casa, cámbiate y vete al colegio. O te juro que te parto la cara. ¿Está claro?

Gigio encogió la cabeza entre los hombros. Dispuesto a obedecer, como siempre. Y a permanecer al margen de todo aquello, como siempre. Cuando se quedó a solas, el Frío se dejó caer sobre la cama, sin ni siquiera quitarse las botas.