I

El Dandi había nacido donde Roma sigue siendo de los romanos: en las casas de Tor di Nona.

Cuando tenía doce años lo deportaron al Infernetto. En la orden del alcalde figuraba escrito: REESTRUCTURACIÓN DE LOS INMUEBLES DEGRADADOS DEL CENTRO HISTÓRICO. La historia proseguía desde tiempos inmemoriales pero el Dandi no dejaba de repetir que, tarde o temprano, regresaría al centro. Como el amo. Y todos tendrían que inclinarse a su paso.

Por el momento vivía con su mujer en un apartamento de dos habitaciones con vistas al Gazometro.

El Libanés fue a pie desde el Testaccio. Estaba a dos pasos, pero el sudor de agosto le pegaba la camisa negra al tórax cubierto de vello. A medida que caminaba la rabia que sentía hacia el muchacho iba en aumento.

El Dandi le abrió con semblante aturdido. Lucía un batín rojo a lunares. En una ocasión había leído por casualidad algunas páginas de un libro sobre lord Brummel. Desde entonces se preocupaba por resultar elegante. Por eso le llamaban el Dandi.

—Necesito la moto.

—No hagas ruido. Gina duerme. ¿Qué ha pasado?

—Me han robado el Mini.

—¿Y qué?

—La bolsa estaba dentro.

—Vamos.

Sobre la Kawasaki, el viento de siroco hasta resultaba agradable. Se tragaron la carretera hasta llegar a las pompas de agua de la Magliana, aparcaron delante de un cierre metálico completamente oxidado y entraron en el prado. La caseta se encontraba entre un cementerio de coches y un almacén de hierros. La puerta estaba atrancada, no había luces.

—Todavía no ha vuelto —concluyó el Libanés.

—¿Quién es?

—Un muchacho. El sobrino de Franco, el barman.

El Dandi asintió con la cabeza. Se acomodaron alrededor de un viejo tronco hueco. El Dandi sacó un porro. El Libanés le dio dos caladas y se lo volvió a pasar. No era momento para aturdirse. Permanecieron un rato en silencio. Con los ojos cerrados. El Dandi disfrutaba del agradable relax que le producía el hachís.

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo el Libanés.

—Ese capullo tendrá que volver tarde o temprano.

—Ése no es el problema. Hablo en general: estamos perdiendo el tiempo.

El Dandi abrió los ojos. Su compañero estaba inquieto.

El Libanés era pequeño, atezado, cuadrado. Había nacido en San Cosimato, en el mismo corazón del Trastevere, pero sus padres eran originarios de Calabria. Se conocían desde siempre. De niños habían formado una banda de chiquillos y ahora eran una batteria.

—Estoy pensando en el barón, Dandi.

—Ya hemos hablado de eso mil veces, Líbano. No es el momento. No somos suficientes. Además eso es asunto del Terribile. Y ése jamás nos lo permitirá.

—De eso se trata, Dandi. Estoy harto de pedir permiso. Hagámoslo sin él.

—Podría ser. Pero, en cualquier caso, seguimos siendo pocos.

—Por el momento, por el momento —le atajó pensativo el Libanés.

Una gruesa luna amarilla se había apoderado del horizonte. El Libanés no se equivocaba. Había que empezar a picar más alto. Pero un equipo de cuatro muchachos no tenía un gran porvenir. Una organización. ¿Cuántas veces habían discutido sobre ello? ¿Y con quién? Un perro se puso a ladrar.

—¿Has oído?

Pasos en el adoquinado. Quienquiera que fuese, no se preocupaba por pasar desapercibido. Se deslizaron con cautela hasta una pila de neumáticos de camión. El chico, enjuto y encorvado, avanzaba haciendo eses. Cuando lo tuvieron al alcance, saltaron sobre él con un ademán de complicidad.

El Libanés lo agarró por los hombros y lo inmovilizó. El Dandi le asestó una patada en el bajo vientre. El muchacho se dobló con un gemido. El Libanés le hundió la cara en la tierra seca, sacó el revólver y le apoyó el cañón en la nuca.

—¿Has entendido quién soy, bestia?

El chico asintió furioso con la cabeza. El Libanés apartó el arma.

—Levántate.

El muchacho se arrodilló.

—Apesta como un macho cabrío —dijo el Dandi asqueado.

—Es la droga. Está completamente colocado. He dicho que te levantes.

El chico trataba a duras penas de ponerse de pie. El Libanés sonrió.

—Le he prometido a tu tío que no exageraré, pero no me hagas perder la paciencia. Responde sólo sí o no.

El muchacho lo miraba pasmado. Tenía la cara llena de granos. El Dandi le dio una patada en la mandíbula.

—¿Sí o no?

—Sí.

—Está bien —prosiguió el Libanés—, le has cogido el Mini en Testaccio, ¿verdad?

—Sí.

—¿Has mirado en el baúl?

—No.

—¿Seguro?

—Sí.

—Mejor para ti. ¿Dónde está el coche?

—Ya no lo tengo…

El Dandi se limitó a darle una bofetada en la nuca. El muchacho empezó a gimotear. El Libanés suspiró.

—¿Lo has vendido?

—Sí.

—¿A quién?

El chico cayó de rodillas. No podía decirlo. Era gente peligrosa. Lo matarían.

—Menudo lío, ¿eh, muchacho? —dijo el Libanés—. Si hablas, ésos te dispararán. Si no hablas, te dispararemos nosotros…

—Líbano, una vez vi un western

—¿Y qué tiene que ver eso ahora?

—Tiene que ver, ahora verás. Había un caballo herido, pobre, agonizaba y su dueño no sabía qué hacer… pobre bestia, lo miraba con unos ojos… por qué tengo que sufrir así, decía…

—¡Aaahhh! ¡Ahora lo entiendo! Y luego va el dueño y le da el golpe de gracia… ¡pam!

—¡Eso es!

—Pero… pero Dandi, perdona, ¿sabes?, tengo algo que decirte.

—¡Dime, Líbano!

—Aquel caballo estaba herido… y este muchacho, en cambio, me parece que rebosa salud…

El Dandi le disparó en una pierna. El chico se cogió la rodilla y empezó a gritar.

—¡Míralo bien, Líbano!

—Tienes razón, Dandi. ¡Está realmente mal! ¡Y hay que ver cómo sufre! ¿Qué me dices, le damos el golpe de gracia?

El muchacho habló.