Nudo a nudo, siempre los mismos movimientos de la mano, enlazando siempre los mismos nudos en el fino cabello, interminablemente fino y delicado, con las manos encogidas y los ojos enrojecidos. Pero por mucho que se esforzara y apresurara apenas conseguía avanzar. Cada hora que no dormía se inclinaba frente al bastidor al que ya se había sentado su padre y antes que él el padre de éste y su abuelo, flexionado y en tensión, la vieja lente de aumento medio cegada en el ojo, los brazos apoyados en el pecho doblado, dirigiendo la lanzadera únicamente con la punta de los dedos. Nudo a nudo tejía con una prisa febril, como alguien angustiado que lucha por su vida. La espalda le dolía hasta por encima de la nuca y detrás de sus sienes latía un terrible dolor de cabeza que le presionaba los ojos de tal modo que a veces no le dejaba reconocer la aguja. Intentó no escuchar los nuevos sonidos que llenaban la casa: las rebeldes y gritonas discusiones de sus mujeres e hijas abajo en la cocina y, sobre todo, las voces que salían del aparato que ellas habían colocado allí y que emitía sin pausa palabras blasfemas.
Pasos pesados hicieron crujir la escalera que subía hasta la tejeduría. No le podían dejar en paz. En vez de dedicarse a cumplir sus deberes naturales, estaban sentadas todo el día y parloteaban sobre aquellas tonterías de una nueva época y constantemente venían visitas que se mezclaban en aquellas sandeces sin tregua. Rezongó y apretó el nudo en el que se ocupaba en aquel momento. Sin quitarse la lente de aumento, echó mano al cabello siguiente, que había dejado preparado encima de un cojín de tela, peinado con limpieza y cortado individualmente a la medida necesaria.
—Ostvan…
Era Garliad. Apretó las mandíbulas hasta que le dolieron los dientes pero no se volvió.
—Ostvan, hijo mío…
Se arrancó con rabia la cuerda que sostenía la vieja lupa sobre sus sienes y se dio la vuelta.
—¿No me podéis dejar en paz? —gritó, con el rostro rojo de cólera—. ¿No me podéis dejar en paz de una vez? ¿Cuánto tiempo vais a seguir desatendiendo vuestros deberes e interrumpiendo constantemente mi trabajo?
Garliad se quedó allí de pie con su largo cabello cano y lo único que hizo fue mirarle. Aquella mirada preocupada y compasiva en sus ojos claros le volvía rabioso.
—¿Qué quieres? —le escupió.
—Ostvan —dijo ella con suavidad—, ¿no quieres terminar por fin?
—¡No vengas con las mismas! —gritó él, y se volvió, alejándose de ella, se colocó por el camino otra vez la lente de aumento en su posición correcta. Sus dedos echaron mano de la aguja y del siguiente cabello.
—Ostvan, no tiene sentido lo que estás haciendo…
—Yo soy tejedor de cabellos, como mi padre fue tejedor de cabellos y antes que él su padre y así sucesivamente. ¿Qué otra cosa voy a hacer que no sea tejer alfombras de cabellos?
—Pero nadie va a comprar ya tu alfombra. Los navegantes imperiales ya no vienen. Ahora todo es distinto.
—Mentiras. Todo mentiras.
—Ostvan…
¡Aquel tono maternal en su voz! ¿Por qué no se podía ir? ¿Por qué no podía simplemente bajarse a la cocina y dejarle simplemente en paz, dejarle hacer en paz lo que tenía que hacer? Éste era su deber, su servicio divino, el sentido de su vida: una alfombra para el palacio del Emperador… Enlazaba los nudos apresuradamente, negligentemente, nerviosamente. Luego tendría que volver a desatarlos, luego, cuando estuviera tranquilo de nuevo.
—¡Ostvan, por favor! No soporto verlo más.
Sus mandíbulas dolían de rabia.
—No me detendrás. Tengo una deuda con mi padre. ¡Y voy a saldar esa deuda!
Siguió trabajando, rápido, febril, como si tuviera que terminar en el mismo día aquella enorme alfombra. Nudo a nudo enlazaba, siempre los mismos movimientos de la mano, rápido, rápido, siempre los mismos nudos de la forma transmitida desde hacía milenios, finos y delicados, sobre el bastidor que crujía, los brazos temblorosos apoyados sobre el pecho graso y depilado.
Ella no se fue. Se quedó simplemente allí, donde estaba. Él podía sentir su mirada en la espalda como si fuera un dolor.
Sus manos comenzaron a temblar de modo que tuvo que interrumpir su trabajo. No podía trabajar así. No en tanto ella estuviera allí. ¿Por qué no se iba de una vez? No se volvió, simplemente sacó la aguja y esperó. Le costaba respirar.
—¡Tengo una deuda con mi padre y voy a saldarla! —insistió.
Ella guardaba silencio.
—Y… —añadió, y se detuvo. Comenzó otra vez—. Y… —Nada más. Había una frontera que no debía cruzar. Tomó un nuevo cabello, intento hacer pasar la punta por el ojo de la aguja, pero sus manos temblaban demasiado.
Ella no se fue. Siguió allí, callada, esperando sin más.
—Tengo una deuda con mi padre. ¡Y… tengo una deuda con mi hermano! —surgió por fin de él con una voz como cristal que estalla.
Y sucedió lo que no tenía que haber pasado. La aguja resbaló, cayó sobre la alfombra y rasgó la finísima tela de base. Una hendidura tan ancha como una mano, el trabajo de años.
Entonces, por fin, vinieron las lágrimas.