17
La venganza eterna

Había siete lunas en el cielo. La noche era clara y sin nubes y la cúpula del cielo se curvaba como un cristal negro azulado sobre un paisaje increíble. ¡Y pensar que hubo un tiempo en que todo aquel mundo sólo había servido para la diversión y el pasatiempo de un único hombre! A excepción hecha de las amplias mazmorras subterráneas y de las instalaciones de defensa, por supuesto. Lamita salía a menudo allí, al pequeño balcón de su habitación, e intentaba comprender cómo había sido todo aquello.

Más allá de los muros del palacio se extendía el mar, sereno y plateado a la luz de la luna. En el horizonte, tan alejado que no se podía distinguir por la noche la línea que separaba el mar de la tierra, se acumulaban suaves colinas cubiertas de bosques. Todo el planeta era un único parque, artísticamente dispuesto. Ella sabía que además del gran palacio había también incontables castillos más pequeños y otras mansiones en las que el Emperador se había dedicado a sus placeres.

Bien, hacía tiempo ya que esto no era más que el pasado. Hoy día, el Consejo de los Rebeldes debatía en la gran sala del trono y los incontables ayudantes del gobierno provisional poblaban el enorme Palacio de las Estrellas. No había faltado la polémica en torno a que el gobierno se reuniera en el antiguo mundo central. En aquel entorno paradisíaco, se decía, los miembros del gobierno estaban demasiado lejos de los problemas reales de las personas que vivían en los otros mundos como para poder tomar decisiones útiles. Había sido pese a todo por razones prácticas por lo que el Consejo Provisional había mantenido su sede en aquel planeta: todas las instalaciones de comunicaciones se unían allí de una forma singular.

Resonó un armónico toque de campana. Era la llamada a larga distancia que estaba esperando. Lamita salió apresurada del balcón y fue al multiaparato junto a su cama. En la pantalla brillaba el símbolo de la red intergaláctica.

—Conexión de teléfono con Itkatan —le informó una voz agradable pero indiscutiblemente artificial—. La llamada es de Pheera Dor Terget.

Pulsó la tecla precisa.

—Hola, madre. Soy tu hija, Lamita.

La pantalla permaneció oscura. Tampoco esta vez había conexión de televisión. En los últimos tiempos parecía que sólo alcanzaba a haber conexión de televisión en llamadas destinadas a otras galaxias.

—¡Lamita, cariño! —La voz de su madre tenía un desagradable acento mecánico en algunas palabras—. ¿Cómo te va?

—Puf, ¿y cómo le va a ir a una aquí? Bien, naturalmente.

—Ah, vosotros y vuestra isla de la felicidad. Nosotros estamos contentos de que el agua corriente funcione de nuevo y de que las luchas en el sector norte vayan disminuyendo. Quizás por fin se hayan matado allá los unos a los otros. Nadie se iba a poner especialmente triste por ello.

—¿Alguna noticia de papá?

—Le va bien. Nos han dado otra vez medicamentos y su situación se ha estabilizado. El médico dijo hace poco que si fuera cinco años más joven se le podría operar. Pero ahora tendrá que ser así… —Sollozó. Un sollozo a través de treinta mil años luz de distancia—. Cuéntame algo de ti, cariño. ¿Hay algo nuevo?

Lamita se encogió de hombros.

—Mañana estoy invitada a tomar parte en una sesión plenaria del Consejo. Como observadora. El comandante de la expedición a Gheera ha regresado y presenta su informe.

—¿Gheera? ¿No es esa provincia del imperio de la que ni siquiera se sabía que existía?

—Sí. Ha estado ochenta mil años perdida, y sus habitantes al parecer no han hecho otra cosa durante ese tiempo que tejer alfombras de cabello de mujer —dijo Lamita, y añadió sarcástica—: Y sean cuales sean las otras rarezas que la expedición haya encontrado, se espera de mí que sea capaz de decir qué significa todo esto.

—¿Ya no trabajas con Rhuna?

—Rhuna va a ser la nueva gobernadora de Lukdaria. Ayer se fue. Ahora soy yo la única encargada del archivo imperial.

—¿Gobernadora? —En la voz de la madre había una perceptible nota de disgusto—. Increíble. Cuando atacamos el palacio del Emperador apenas podía andar. Y hoy resulta que alcanza el éxito profesional.

Lamita inspiró profundamente.

—Madre, eso también vale para mí. Yo tenía entonces cuatro años.

Parecía que a los viejos rebeldes les resultaba difícil acostumbrarse al pensamiento de que, ahora que el Emperador inmortal ya no gobernaba, una generación sucedería a la otra.

Un silencio interestelar. Cada segundo costaba una pequeña fortuna.

—Sí, quizás sea así la vida —suspiró su madre por fin—. Así que ahora estás completamente sola en tu museo.

—No es un museo, es un archivo —la corrigió Lamita. Percibió el menosprecio oculto en las palabras de su madre y se encolerizó, aunque se había prometido no dejarse provocar—. Además, es verdaderamente ridículo. Un cuarto de millón de años de historia del Imperio y yo totalmente sola en mitad de ella. Y en ese archivo se podrían encontrar respuestas a preguntas que ni siquiera nos hemos formulado…

¿Por qué su madre tenía la facultad de hacerla estallar de rabia solamente con no hacer caso a la mitad de lo que ella decía?

—¿Y aparte de eso? ¿Estás sola también?

—¡Madre! —Otra vez la misma cantinela. Seguramente pasarían un millón de años más y los padres seguirían tutelando a sus hijos toda su vida.

—Sólo pregunto…

—Ya conoces mi respuesta. Lo sabrás en caso de que tenga un hijo. Hasta entonces, mis asuntos con hombres sólo me interesan a mí. ¿De acuerdo?

—Niña, por supuesto que no me quiero meter en tu vida. Es que me tranquilizaría saber que no estás sola…

—¡Madre! ¿Podemos cambiar de tema?

El Consejo Provisional había invitado a muchos observadores a aquella sesión. Era de esperar, ya que se trataba del primer informe sobre la finalización de una misión que había levantado mucho revuelo, una expedición a la redescubierta provincia del Imperio. Aquello no suponía ningún problema, puesto que el Consejo se reunía en la antigua sala del trono, la cual, como correspondía al punto central de las ceremonias del Imperio, era de una amplitud y un equipamiento que cortaban el aliento.

Lamita se apretó entre dos ancianos miembros del Consejo en busca del asiento que se le había asignado. Seguramente en alguna de las últimas filas. Jirones de frases la iban siguiendo, construyendo una imagen del ambiente.

—… en este momento tenemos otros problemas más importantes que andar ocupándonos de un oscuro culto en una galaxia perdida.

—Pienso que esto es una maniobra de Jubad y Karswant para que su influencia en el Consejo…

No había ningún cartelito con su nombre en las últimas filas. Aferraba su invitación con fuerza mientras se enfurecía consigo misma por su inseguridad ante la presencia de todos aquellos viejos héroes de la rebelión.

Se aterrorizó cuando encontró un letrero con su nombre muy por delante, inmediatamente después del semicírculo de las mesas en las que se sentaba el Consejo. Era cierto, pues, que se le concedía mucho valor a que se formara una opinión del asunto. Se sentó sin llamar la atención y miró a su alrededor. En mitad del semicírculo, delante del proyector, había una gran mesa. En diagonal respecto a ella descubrió a Borlid Ewo Kenneken, con el que desde hacía algún tiempo trataba a causa de la expedición a Gheera. Pertenecía a la comisión de administración del legado imperial y era algo así como su superior en ciertos asuntos relacionados con el archivo. Él la saludó con un sonriente ademán y Lamita percibió de nuevo cómo la mirada del hombre sólo se apartaba de su figura con mucho esfuerzo.

Sonó el gong que anunciaba el inmediato comienzo de la sesión. Lamita observó con fascinación el instrumento, de la altura de un ser humano y ricamente taraceado. Algún día la sede del gobierno estaría en algún otro sitio y el antiguo palacio del Emperador se convertiría en un museo, el museo más fascinante del universo.

Descubrió la rechoncha figura de un general con su uniforme al completo que penetraba en la sala acompañado de algunos oficiales. Producía una impresión fornida, arisca, de una seguridad inalterable. Debía de ser Jerom Karswant, que había comandado la expedición a Gheera. Depositó un puñado de archivos de datos en la pequeña mesita junto al aparato de proyección, los ordenó cuidadosamente y luego se sentó en su sillón.

El segundo gong. Lamita percibió que Borlid miraba de nuevo hacia ella. Ahora le dio rabia llevar un traje que resaltaba sus pechos. Por suerte, el presidente del consejo provisional se levantó para abrir la sesión y concederle la palabra al general Karswant y la mirada de Borlid siguió la dirección de lo que atraía la atención de todo el mundo.

Karswant se puso de pie. Los ojos en su rostro de aspecto furioso ardían despiertos.

—En primer lugar quiero mostrarles de qué se trata —comenzó, e hizo una seña a sus acompañantes.

Éstos alzaron del suelo un gran rollo de la altura de un hombre, lo pusieron sobre la mesa y lo extendieron con gran cuidado.

—¡Estimado Consejo, damas y caballeros! ¡He aquí una alfombra de cabellos!

Las cabezas se echaron hacia delante.

—Lo mejor será simplemente que pasen todos por delante de la mesa un momento para contemplar de cerca esta increíble obra de arte. Toda la alfombra está tejida de cabellos humanos y los nudos están tan increíblemente ceñidos y prietos que se necesita el trabajo de toda una vida humana para confeccionarla.

Los primeros participantes se levantaron vacilantemente y caminaron hacia adelante entre las filas para llevarse a los ojos la alfombra y por último tocarla con cuidado. Un ruido de sillas se alzó por toda la sala cuando el resto de los invitados siguió su ejemplo, y en un instante la sesión se había transformado en un animado barullo.

Lamita se asombró de verdad cuando consiguió acariciar la superficie de la alfombra con la mano. A primera vista tenía el aspecto de una piel, pero cuando se la acariciaba se percibía que los cabellos estaban mucho más pegados y apretados. Cabellos morenos, rubios, castaños y pelirrojos habían sido elaborados en aquella alfombra hasta formar multicolores diseños geométricos. Ella había visto en el informe de la expedición fotos de alfombras de cabellos, pero era una experiencia sobrecogedora tener una de aquellas alfombras directamente delante de uno. Se podía sentir, por así decirlo, la cantidad de dedicación y concentración que se había utilizado en aquella tremenda obra de arte.

En medio del revuelo general, Borlid apareció de pronto como por casualidad junto a ella. No parecía que le interesara especialmente la alfombra.

—Después de que se acabe todo esto —le susurró—, ¿me dejas que te invite a comer?

Lamita aspiró y espiró.

—Borlid, lo siento. No me siento ahora mismo con ganas de contestarte.

—¿Y después de la sesión? ¿Te sentirás con ganas?

—No lo sé. Seguramente no. Aparte de ello, estoy segura de que tendría remordimientos si aceptase una invitación tuya, porque sé que entonces te harías falsas esperanzas.

—¿Oh? —dijo él con una sorpresa fingida—. ¿Me he expresado mal? No se trata de una petición de matrimonio, sino de una simple cena…

—¡Borlid, por favor, ahora no! —le avisó, y regresó a su sitio.

¿Cómo podía estar tan seguro de sí? Como colaborador, le había encontrado hasta ahora agradable, pero aunque él creyera ser irresistible, era solamente paleto y grosero. No parecía querer entender que ella no quería nada de él. A sus ojos él se comportaba de una forma tan adolescente que se hubiera sentido como una corruptora de menores.

Poco a poco el auditorio se serenó de nuevo. Después de que todo el mundo hubiera regresado a su sitio, el general siguió con su ponencia. Lamita sólo escuchaba ahora a medias. La mayor parte de lo que estaba diciendo ya lo sabía, el cómo se habían descubierto las alfombras de cabellos, detalles sobre el culto que existía en torno a las alfombras en los mundos de Gheera, los caminos de los mercaderes y las naves espaciales que finalmente tomaban a bordo las alfombras de cabellos para transportarlas hacia un destino aún desconocido.

—Pudimos seguir las huellas de las alfombras de cabellos hasta una gran estación espacial que giraba en torno a una estrella doble compuesta de una gigante roja y un agujero negro. Según nuestras observaciones, que después comprobaríamos, la estación era una especie de puesto de trasbordo de las alfombras de cabellos. Cuando nos acercamos a la estación, sin embargo, fuimos atacados de forma tan inesperada y tan violenta que primero tuvimos que retirarnos.

Por supuesto que Borlid era atractivo según los cánones habituales. Y por lo que se oía, dejaba pocas oportunidades sin aprovechar en lo que se refería a las integrantes femeninas de la administración del palacio. Lamita rebuscó en su interior. Ése no era realmente el motivo por el que le rechazaba. Era más por… su inmadurez. Como hombre lo encontraba superficial, inmaduro, nada interesante.

—Hay que recordar que hasta entonces no éramos más que una pequeña flota expedicionaria, compuesta de un acorazado pesado y tres ligeros, así como de veinticinco botes expedicionarios. De modo que estuvimos esperando hasta que llegaron las escuadras de combate aprobadas por el Consejo, atacamos entonces la estación y la ocupamos por fin con relativamente pocas pérdidas propias. Resultó que el agujero negro era en realidad el campo de portal de un enorme túnel dimensional, lo suficientemente amplio como para ser atravesado por naves de transporte de gran tamaño. En aquel túnel dimensional estaban, y eso desde hacía decenas de miles de años, absolutamente todas las alfombras de cabellos producidas en Gheera.

Lamita sabía que ella, delgada, con largos cabellos rubios y piernas interminables, tenía un aspecto atractivo. No había hombre que no volviera la cabeza hacia ella cuando pasaba al lado. No era por su aspecto por lo que hacía tanto tiempo que estaba sola. Se preguntaba qué otra cosa sería lo que no marchaba bien en ella.

—Abordamos una nave de transporte que salía del túnel. Estaba cargada con contenedores vacíos que probablemente habían sido diseñados para el transporte de las alfombras de cabellos. Después de cuidadosas investigaciones y reflexiones, nos atrevimos a introducirnos en el túnel dimensional al azar con toda una escuadra de combate. Y descubrimos un sistema solar que todos creían que ya no existía, porque allí donde según los mapas estelares debiera hallarse, no lo habíamos encontrado. Encontramos el planeta Gheerh.

Había olvidado a Borlid. Aquí se estaba escribiendo la historia. Gheerh probablemente había sido en algún momento el centro de un enorme reino, el reino de Gheera, antes de que las flotas del Emperador cayeran sobre él y lo conquistaran para añadirlo al Imperio. Y para después, por algún motivo desconocido, aislarlo del resto del Imperio y olvidarlo de nuevo.

—El sistema solar se encontraba en una gigantesca burbuja dimensional cuya única entrada era el túnel que nosotros habíamos utilizado. Ése era el motivo por el que no habíamos encontrado Gheerh en la posición que señalaba el mapa estelar. Hasta entonces habíamos creído que había sido destruido, pero en realidad lo habían alejado de nuestro universo con ayuda de una burbuja dimensional. Estaba, por así decirlo, encapsulado en su propio y pequeño universo, en el que, excepto el sol de Gheerh, no había estrellas. La burbuja la mantenían unas instalaciones que se encontraban en el planeta más cercano al sol y cuya inaudita necesidad de energía se alimentaba directamente del sol. Esas instalaciones, a su vez, estaban vigiladas por naves de guerra bien armadas y muy rápidas, que nos atacaron de inmediato nada más entrar en la burbuja. Dado que nos cortaban la retirada, atacamos a los proyectores de la burbuja y destruimos tantos que el sistema solar regresó al universo normal. Volvió además a su posición original, y después de que las otras escuadras de combate acudieran en nuestra ayuda, conseguimos por fin neutralizar las fuerzas enemigas y ocupar el planeta Gheerh.

Karswant se detuvo. Por primera vez, dio la impresión de buscar las palabras adecuadas.

—He visto ya muchas cosas extrañas en mi vida —siguió vacilante— y la mayoría de la gente que me conoce dice que no es fácil sacarme de mis casillas. Pero Gheerh…

La imagen del proyector mostró un planeta monótonamente gris en su mayor parte, en el que casi no había océanos. Sólo en la zona de los polos se podían descubrir unas escasas coloraciones.

—Encontramos algunos millones de indígenas que bajo condiciones dignas de lástima malvivían una vida primitiva. Y encontramos algunos cientos de miles de hombres que se tenían por las tropas del Emperador y que mantenían una guerra de exterminio sin piedad contra aquellos indígenas. Paso a paso iban ganando terreno, mataban, quemaban y destruían, e iban llevando más adelante su frontera sin que pudieran detenerlos. Algo menos de un cuarto de la superficie del planeta está habitada todavía por los indígenas, y se trata sobre todo de las estériles regiones polares.

—Supongo que habréis puesto fin a esa horrible guerra —hizo que se le oyera tronar uno de los consejeros.

—Por supuesto —respondió el general—. Pudimos detener un ataque que acababa de empezar.

Una consejera alzó la mano.

—General, habéis dicho que los indígenas habían sido reducidos con el paso del tiempo a un cuarto de la superficie del planeta. ¿Qué es lo que ha pasado con los otros tres cuartos?

Karswant asintió.

—La superficie por así decirlo liberada por las tropas abarca aproximadamente dos tercios de la masa terrestre del planeta y…

Se detuvo de nuevo, miró largo tiempo a la sala y dio la impresión como de estar buscando ayuda de algún lugar. Cuando por fin habló, su voz había perdido la dureza típica de militar. Era como si sólo hablase el hombre Jerom Karswant.

—Reconozco que estaba temiendo que llegara este momento. ¿Cómo podría, por todos los diablos, describir lo que hemos visto? ¿Cómo podría describirlo para que me creyeran? Yo ni siquiera creí a mis mejores comandantes, hombres a los que confiaría mi vida sin pensarlo, sino que tuve que aterrizar yo mismo y verlo. Y tampoco quise creer lo que mis propios ojos me mostraron…

Hizo un vago gesto con la mano.

—Durante todo el viaje de vuelta desde Gheera nos hemos reunido y hemos repasado una y otra vez todos los detalles, pero no hemos llegado a ninguna conclusión. En el caso de que todo esto tenga algún sentido les pido que me pongan al corriente. Esto es, de verdad, lo único que todavía querría en la vida: una explicación de lo que significa el planeta Gheerh.

Diciendo esto conectó de nuevo el proyector y la película que tenían preparada comenzó a correr.

—Cada pulgada de suelo que las tropas imperiales ganaban mediante el exterminio o la expulsión de los nativos era inmediatamente nivelada y reforzada por el personal técnico, que por su parte rondaba los ciento cincuenta mil hombres, y cuando las tropas de guerra habían seguido avanzando, la superficie así conformada se cubría con alfombras de cabellos. De este modo, con el paso de los milenios, los equipos del Emperador han cubierto dos tercios de la superficie total del planeta con alfombras de cabellos.

En el asombrado silencio que siguió, un consejero carraspeó y preguntó:

—¿Queréis decir con ello, general, que todas las alfombras fueron producidas para cubrir un planeta con ellas?

—Ésa es la imagen que ofrece Gheerh cuando se sobrevuela. Dondequiera que se vaya, por todos lados yacen alfombra junto a alfombra, no se ve ni siquiera un pedazo de la superficie originaria del planeta. Extensas planicies, valles profundos, altas montañas, playas, colinas, pendientes… todo, todo está cubierto de alfombras de cabellos.

Los presentes siguieron fascinados las imágenes proyectadas que confirmaban las palabras del general.

—Eso es una locura —dijo alguien por fin—. ¿Qué sentido puede tener?

Karswant encogió los hombros con aspecto desamparado.

—No lo sabemos. Y no podemos siquiera imaginarnos un sentido.

Entre los participantes de la sesión se abrió una fuerte discusión que el presidente del Consejo Provisional cortó con un gesto imperativo de la mano.

—Tenéis razón, general Karswant, me resulta en verdad muy difícil creer en ello —explicó—. Seguramente es la cosa más increíble que jamás he oído. —Se detuvo un momento. Se notaba que estaba haciendo esfuerzos por mantener el hilo de lo que quería decir—. Tampoco podemos volar todos hacia Gheera aunque, si he de ser sincero, me entran deseos de hacerlo. Simplemente vamos a intentar creerle, general.

Dio la impresión de estar en verdad aturdido cuando de seguido guardó silencio otra vez y miró alrededor sin un objetivo. Todos en la sala parecían aturdidos.

—Sea cual sea la explicación que haya para todo esto —continuó, esforzándose a todas luces por hacerse de algún modo con la situación—, estoy seguro de que sólo la encontraremos en la historia. Me alegra que hoy esté presente nuestra encantadora Lamita Terget Utmanasalen, una de las mejores historiadoras que tenemos. Ella dirige el archivo imperial y quizás sepa algo más que nosotros.

Al escuchar estas palabras Lamita se había levantado y mirado hacia todos lados, nerviosa, tan sorprendida por ser de pronto el centro de atención.

—Siento no poder decir nada —dijo, después de que el presidente le hubiera hecho una seña—. En el archivo no se ha encontrado hasta ahora ninguna pista sobre las alfombras de cabellos. Eso no quiere decir que no la haya. El sistema de organización del archivo es un verdadero enigma para nosotros y el archivo, que abarca toda la época imperial, es gigantesco…

—Lamita, está usted libre de toda otra tarea —le interrumpió el presidente—. Ocúpese sólo de este asunto hasta nueva orden.

Gracias, pensó Lamita con rabia, cuando se sentó de nuevo. Sola. Yo y el archivo. Colaboradores, eso es lo que tenía que haberme prometido.

—Nuestras reflexiones —continuó apresuradamente el viejo consejero— tienen que ocuparse del presente y del futuro. La población de Gheera tiene que recibir información, hay que acabar con la fe en el Emperador y hay que establecer un nuevo orden político. Puedo imaginarme que podría funcionar si, según el modelo de las provincias de Baquion y Tempesh-Kutaraan, transformásemos Gheera en una federación autónoma…

Lamita escuchó las discusiones políticas que siguieron sólo a medias. La política cotidiana no le interesaba. A ella le interesaban acontecimientos y procesos que yacían milenios atrás. Paseó con la imaginación por el archivo, intentó por milésima vez comprender el secreto de su organización, pero no se le ocurrió ninguna idea nueva. Se alegró cuando por fin terminó la sesión.

Borlid la interceptó antes de que pudiera abandonar la sala.

—Lamita, tengo que hablar un momento contigo.

Ella apretó los brazos, sus carpetas como protegiéndole el pecho.

—Dime.

—Hace semanas que me evitas. Me gustaría saber por qué.

—¿Hago yo eso?

—Sí. Te pregunto si quieres ir a comer conmigo y tú…

Ella suspiró.

—Borlid, no nos engañemos. Tú quieres más de mí que sólo cenar conmigo. Y yo no. Así que sería injusto aceptar tu invitación. Y fatigoso.

—¿Ni una posibilidad?

—No. —La vanidad masculina herida. ¡Terrible!

—¿Así que hay un hombre en tu vida?

—Si así fuera, Borlid, eso es asunto mío y a ti no te interesa.

Yacía de espaldas y contemplaba el techo pintado por encima de su cama. El molinete que colgaba en la puerta del balcón giraba suavemente con la brisa nocturna y dejaba oír tiernos y nostálgicos tonos. A la luz de la luna arrojaba sombras sobre la colcha, todo lo demás estaba a oscuras en la habitación.

—He rechazado uno de los hombres más atractivos que habitan el palacio —dijo en voz alta—. Y ahora estoy sola en mi cama y no sé qué va a ser de mí.

Una débil risa desde una distancia de diecisiete mil años luz.

—Si lo rechazaste, entonces es que no era suficientemente atractivo, hermana.

—Sí, cierto. Lo encuentro infantil y poco profundo.

—Y acabas de decir que era uno de los hombres más atractivos…

—Bueno. Muchas mujeres lo encuentran verdaderamente encantador.

Otra vez la risa.

—Me parece, hermanita, que todavía crees que hay que tratar de ser como todos los demás. En realidad hay que tratar de ser distinta a los demás, descubrir lo que te hace única. Eres una rebelde por nacimiento pero eso no significa mucho. Todavía tienes por delante tu propia rebelión.

Lamita arrugó la nariz mientras intentaba encontrar el sentido de aquella observación. A su hermana mayor le gustaba decir frases misteriosas y dejar a la persona con quien conversaba el trabajo de obtener algo de ellas o no.

—Saria, ¿qué es lo que no marcha en mí, que estoy sola? —preguntó Lamita testaruda.

—¿Qué tienes contra estar sola?

—Es aburrido. Insatisfactorio.

—¿Tranquilizador? —insistió Saria.

—También —tuvo que reconocer Lamita contra su voluntad.

—¿Cuánto hace que estuviste con un hombre?

—Mucho. Casi ni parece verdad. Y aparte de ello, fue terrible. Me sentía como una niñera.

—Pero hace mucho —resumió su hermana—, y desde entonces ya lo has superado. Así que no es eso. Lamita, ¿qué hombre de los que hay a tu alrededor te excita?

—Ninguno —le respondió Lamita como disparando con una pistola.

—Piénsatelo otra vez.

Lamita pasó revista rápidamente a todos los jóvenes en alguna medida pasables con los que tenía algo que ver. Todos aburridos.

—No hay mucho que pensar. De verdad que ninguno.

—No me engañas. Según mi experiencia de los fenómenos que las hormonas provocan en nosotras —Lamita tuvo que reconocer que la experiencia de su hermana en relación a este tema era enorme: por eso la había llamado—, eso es imposible. Afirmo que hay uno. Un hombre que te atrae y cuya presencia hace que aparezca humedad entre tus piernas. Quizás está casado, o es feo o hay algún otro motivo. En cualquier caso lo has borrado de tu conciencia. Pero está allí. Y por eso no te interesan los otros. —Una pausa—. ¿Qué, te trae esto algo a la memoria?

Lamita, pensativa, se retiró unos cuantos cabellos de la frente. Sí, había algo. Percibió un lugar en su mente en el que había algo como una resistencia, una mancha ciega, una barrera construida por ella misma. Si, por un momento, dejaba aparte todos los tabúes, entonces… no. Eso era imposible. Qué iban a decir de ella si…

Qué iban a decir los otros. Ahí lo tenía. Un pensamiento asombroso para alguien que se tenía por una rebelde, ¿no era cierto? Casi se encolerizó contra sí misma para inmediatamente enorgullecerse de haber descubierto el truco.

—Es verdad que hay un hombre… —comenzó, vacilante.

—¿Lo ves? —dijo Saria, satisfecha.

—Pero tampoco. No con él.

—¿Por qué no? —insistió su hermana con fruición.

—Es mucho más viejo que yo.

—Debe ser cosa de familia. Nuestro padre tampoco estaba muy fresco cuando conoció a nuestra madre.

—Y es un partidario incorregible del Emperador.

—Una garantía para conversaciones muy animadas —comentó Saria divertida—. ¿Algo más?

Lamita reflexionó.

—No —suspiró por fin—. Pero ahora sí que no sé qué tengo que hacer.

—¿No? —se divirtió su hermana—. Apuesto a que lo sabes muy bien.

Conocía aquel estado interior: una decisión incondicional de actuar y arriesgar y no dejarse impresionar por los obstáculos. Sabía también que tenía que utilizar ese estado en tanto se mantuviera.

No podía pensar en dormir. Se cambió con rapidez y luego llamó al archivo imperial. El archivero contestó tras un breve lapso.

—¿Tiene algo en contra de que vaya al archivo todavía esta noche? —preguntó.

Él sólo alzó una ceja.

—Es usted la designada por el Consejo. Puede ir y venir como guste.

—Sí —dijo Lamita nerviosa—. Sólo quería decírselo. Luego pasaré por allí.

—Ya —dijo Emparak, el archivero, y cortó la conversación.

La puerta del archivo estaba abierta cuando llegó. Lamita se quedó un momento indecisa en el bien iluminado zaguán y miró alrededor. Todo estaba vacío y abandonado, no se veía a nadie. Tampoco había luz en la gran sala de la cúpula. Lamita se acercó a la sala central de lectura y depositó sus carpetas de trabajo sobre la mesa oval a la que antaño se había sentado el propio Emperador. El eco de cada sonido resonó y fortaleció la sensación de estar sola.

Fue a uno de los pasillos radiales y extrajo un antiguo manuscrito de una repisa. Cuando regresó a la mesa, descubrió al archivero. Como siempre, estaba en la media sombra de las columnas a la entrada de la sala de lectura, esperando inmóvil.

Lamita dejó lentamente el grueso volumen sobre la mesa.

—Espero que no le moleste —dijo en el silencio.

—No —dijo Emparak.

Ella vaciló.

—¿Dónde vive usted?

Si la pregunta le había sorprendido, no lo dejó traslucir.

—Tengo una pequeña vivienda en el primer piso.

Sonaba reservado. Ella sabía que él había conocido al Emperador y que también había trabajado con él, y en las ocasiones en las que hasta entonces había tenido que ver con el archivero no se le había escapado que había mantenido una actitud hostil hacia ella y en general hacia todo aquél que había tenido que ver con la rebelión. Ella le observó. Era un hombre fornido, apenas más alto que ella, con un espeso cabello gris plateado y algo cargado de espaldas, lo que le obligaba a mantener una posición del cuerpo un poco inclinada. Pese a ello era una figura digna, imponente, que irradiaba madurez y sereno sosiego.

—Debe de producir una sensación muy peculiar el vivir aquí —dijo ella, pensativa—. Entre milenios de historia…

Se dio cuenta de que Emparak se estremeció al oír aquellas palabras y cuando le miró a los ojos vio que estaba sorprendido.

—Cuando terminó el Imperio, yo era todavía una niña, tenía apenas cinco o seis años —continuó, y por primera vez tuvo la sensación de que él la estaba escuchando de verdad—. Crecí en un mundo que se hallaba en transformación. A mi alrededor veía cómo se derrumbaban las cosas y comencé a interesarme por cómo había sido antes. Quizá ésa fue la razón por la que estudié historia. Y durante todos mis estudios soñaba con estar algún día aquí, en el archivo imperial. Excavaciones, investigaciones, trabajo de campo, todo eso no me interesaba. Allá afuera estaban las preguntas, pero aquí, de eso estaba yo convencida, estaban las respuestas. Y yo no estaba interesada en investigar, yo estaba interesada en saber. —Le miró—. Y ahora estoy aquí.

Él había dado un paso fuera de sus sombras, seguramente sin darse cuenta. La miró inquisitivamente, como si la viera por primera vez, y Lamita esperó paciente.

—¿Por qué me cuenta todo esto? —le preguntó por fin. Sonaba forzado.

Lamita se le acercó con cuidado. Respiró profunda y lentamente e intentó extraer de nuevo la osadía que la había impulsado antes.

—He venido para averiguar qué es lo que hay entre nosotros —dijo ella con suavidad.

—¿Entre… nosotros?

—Entre usted, Emparak, y yo, hay algo. Una vibración. Una conexión. Un campo eléctrico. Lo percibo y estoy segura de que usted también lo percibe. —Ella estaba justo delante de él y la tensión entre ambos creció—. Me llamó usted la atención la primera vez que le vi delante de las columnas, Emparak. No lo he admitido hasta ahora, pero su presencia desata un deseo en mi interior. Un fuerte deseo, como nunca lo había conocido. He venido para tratar de aclararlo.

Su aliento surgía ardiente y su mirada volaba de acá para allá, sobre las paredes y el suelo, y sólo se atrevía a mirarla a ella durante unos segundos.

—Le ruego que no juegue conmigo.

—No estoy jugando, Emparak.

—Es usted una… una mujer maravillosa, Lamita. Puede tener el hombre que quiera. ¿Por qué motivo tendría que entregarse a un jorobado como yo?

Lamita percibió de pronto su dolor como si fuera el propio. Era un sentimiento que parecía tener su origen en los alrededores de su corazón.

—No pienso que sea un jorobado. Veo que tiene la espalda un poco cargada, pero ¿qué más da?

—Soy un jorobado —insistió él—. Y un hombre viejo.

—Pero un hombre.

Él no dijo nada, se mantuvo de pie dándole la espalda y mirando fijamente al suelo de mármol.

—He venido para saber lo que siente, Emparak —dijo Lamita por fin en voz baja. Quizás no había sido una buena idea—. Si lo prefiere, me volveré a ir.

Él murmuró algo que ella no entendió.

Ella alargó la mano y tocó su antebrazo.

—¿Quiere que me vaya? —preguntó, llena de tensión.

La cabeza de él se agitó.

—No. No se vaya. —Él seguía sin saber a dónde mirar, pero su mano había agarrado la de ella y la mantenía apretada y las palabras surgieron de pronto de su interior—. Soy un viejo loco… Esto es todo tan… Ya no contaba con que otra vez en mi vida… ¡Y con una mujer como usted! No tengo ni idea de lo que hacer ahora.

Lamita no tuvo más remedio que reírse.

—Apuesto a que lo sabe muy bien —dijo.

Ella se había preparado para tener que luchar contra una montaña de complejos de inferioridad acumulados durante toda una vida y había estado dispuesta a ello. Pero cuando Emparak la tomó en los brazos y la besó, todo sucedió con una tierna seguridad que la sorprendió ilimitadamente. Se deshizo en su abrazo. Era como si su cuerpo hubiera esperado desde siempre al contacto con aquel hombre.

—¿Puedo mostrarte dónde vivo? —preguntó él por fin. Horas después, le pareció a ella.

Asintió ensoñadora.

—Sí —suspiró—. Por favor.

—Sigo sin poder creerlo —dijo Emparak en la oscuridad—. Y no sé si lo llegaré a creer nunca.

—Tranquilízate —susurró Lamita soñolienta—, yo casi tampoco me lo creo.

—¿Has tenido muchos hombres? —preguntó él, y sonó celoso de una forma casi divertida.

—No tantos como la mayoría de la gente se piensa —se rio—. Pero suficientes como para saber que me aburren pronto los hombres para los que la parte más importante de la historia comenzó con su nacimiento. —Se dio la vuelta y se recostó sobre el pecho de él—. Por suerte parece que tus experiencias en ese sentido dejan en la sombra a mis pobres habilidades. Adivino que no has vivido siempre de forma tan monacal como tu vivienda da a entender.

Emparak sonrió, ella se dio cuenta por el sonido de su voz.

—Antes mi posición era importante y eso ayudaba mucho. Yo era discreto, pero creo que todos sabían que perseguía a todas las mujeres del palacio… Luego vino la revolución y vosotros, rebeldes, me degradasteis asquerosamente, me hicisteis probar vuestro poder y experimentar que había estado del lado equivocado, del lado del perdedor. Me dejasteis a un lado porque no sabíais si quizás me ibais a necesitar algún día, pero no era más que un viejo portero. Y desde entonces me he retirado completamente.

—Ya lo he notado —murmuró Lamita. Algo en su interior le decía que la conversación se estaba moviendo hacia un terreno peligroso, pero decidió seguir, dispuesta a correr riesgos—. Creo que sigues siendo partidario del Emperador.

Ella percibió cómo él se cerraba de nuevo.

—¿Qué significaría esto para ti? —Un orgullo inquebrantable se desprendía de aquella réplica, obstinación y también miedo. No poco miedo.

—En tanto seas también mi partidario, no pasa nada —dijo ella con suavidad. Una buena respuesta. Sintió como él se relajaba. Pese a su miedo, no hubiera estado dispuesto a negarse a sí mismo, ni siquiera por ella. Eso la impresionaba.

—Yo no fui nunca un partidario del Emperador en el sentido habitual —dijo pensativo—. Las personas que le adoraban e idolatraban no le conocían, sólo conocían la idea que se hacían de él. Pero yo le conocía, cara a cara. —Guardó silencio un momento y Lamita casi pudo sentir cómo se despertaban sus recuerdos—. Su presencia era aún más abrumadora que todas las leyendas que sus clérigos podían inventarse. Era una personalidad carismática, inaprensible. A vosotros, rebeldes, os resulta demasiado fácil. No se le puede medir con medidas normales. Quizás con medidas que se usasen para un fenómeno de la naturaleza. No lo olvides, era inmortal, tenía unos cien mil años, nadie sabe lo que eso puede significar. No, no soy ningún adorador ciego, soy un científico. Intento comprender y las respuestas baratas, rápidas, prefabricadas, me desagradan profundamente.

Lamita se había incorporado y encendió la luz junto a la cama. Vio a Emparak como si lo viera por vez primera y, en cierto sentido, así era. El anciano de mirada torva y envenenada había desaparecido. El hombre que yacía junto a ella era despierto y vital y se había desvelado como el compañero más cercano a su espíritu que ella había conocido nunca.

—A mí me pasa igual —dijo, y tuvo de pronto ganas de seducirle allí mismo por segunda vez.

Sin embargo Emparak retiró la colcha, se levantó y comenzó a vestirse.

—Ven —dijo—, quiero enseñarte algo.

—El archivo es tan antiguo como el Imperio y a lo largo del tiempo ha habido más de mil cambios de los criterios de sistematización. El resultado es el complicado sistema de orden de hoy en día. Si no se lo conoce, es simplemente imposible encontrar nada. —La voz de Emparak resonaba en los bajos y oscuros pasillos laterales mientras iban descendiendo nivel a nivel hacia las misteriosas profundidades del archivo. Allá abajo sólo los pasillos principales estaban débilmente iluminados y quedaba para su fantasía definir lo que se pudiera ver en las sombras que arrojaban los armarios, vitrinas y las muchas y misteriosas piezas que allí yacían. Lamita había tomado la mano del archivero en algún momento y ya no la había soltado.

—Nivel dos —dijo Emparak después de que hubieran descendido una más de las anchas escaleras de piedra. Señaló a un pequeño y discreto letrero en el que la cifra estaba dibujada en una forma antiquísima.

—¿Es el segundo nivel empezando por abajo? —preguntó Lamita.

—No. No hay relación alguna. El archivo ha sido cambiado, transformado, ampliado y reordenado incontables veces —rio con sorna—. Debajo de nosotros existen todavía cuatrocientos niveles más. Ningún rebelde ha estado jamás tan abajo.

Anduvieron a lo largo de un ancho pasillo. Junto a un letrero que mostraba la letra L de una forma que había sido habitual en tiempos del tercer Emperador, torcieron hacia un estrecho pasillo lateral y luego siguieron caminando junto a armarios y artefactos misteriosos, aparatos y obras de arte que a Lamita le parecían interminables. Las cifras de los letreros atravesaban cien mil años de desarrollo semiótico hasta que llegaron a la cifra 967 escrita de la forma típica de hacía ochenta mil años.

Emparak abrió un gran armario que sólo tenía una puerta. Abrió aquella puerta tanto como se podía y luego encendió la luz del techo.

En el interior de la puerta del armario había una alfombra de cabellos.

Lamita se dio cuenta después de un rato que su boca estaba abierta y la cerró de nuevo.

—Así que es verdad —dijo ella—. El archivo sabe algo sobre las alfombras de cabellos.

—El archivo lo sabe todo sobre las alfombras de cabellos.

—Y tú has guardado silencio durante todo el tiempo.

—Sí.

Lamita sintió un horroroso cosquilleo que subía burbujeando en su interior como burbujas en el agua a punto de cocer y no lo retuvo. Echó la cabeza hacia atrás y se rio, lo que resonó por todos lados. A través de las lágrimas vio cómo Emparak la observaba sonriente.

—Archivero —resopló ella en un vano intento por parecer severa cuando por fin pudo respirar—. Me va usted a contar ahora mismo todo lo que sepa sobre ese asunto. De otro modo le ataré a la cama y no me separaré de usted hasta que hable.

—Oh —fingió Emparak—. En realidad precisamente quería contarte toda la historia, pero ahora me tientas para que me calle…

Sacó un mapa estelar antiguo y grande que estaba recubierto de un plástico resistente al envejecimiento.

—Gheera fue una vez un reino cuya historia y nacimiento se pierden en la oscuridad de los tiempos, como los de casi todos los antiguos reinos de la humanidad. Este reino fue descubierto y atacado por el décimo Emperador, es decir, el predecesor del último Emperador, sin otro motivo más que el de que existía y que el Emperador quería gobernarlo. Estalló una guerra que duró largo tiempo y produjo muchas víctimas, en la que Gheera sin embargo jamás tuvo una posibilidad real contra la flota de guerra del Emperador y por fin fue vencida.

Señaló a una serie de antiquísimos ficheros de imágenes.

—El rey de Gheera se llamaba Pantap. Él y el Emperador se encontraron por primera vez en Gheerh, cuando el reino había sido vencido. El Emperador exigió de Pantap un gesto público y ceremonioso de sometimiento.

Emparak miró a Lamita.

—¿Quieres llevarte el material arriba?

—¿Cómo? Ah, claro —afirmó ella—, sí por supuesto.

Emparak desapareció en uno de los pasillos transversales cercanos y regresó con un recipiente ligero y enrollable, hecho de alambre. Depositó dentro el mapa estelar y los ficheros de imágenes.

—Gheerh debía de ser por entonces un mundo maravilloso y vital —continuó, y sacó una antigua carpeta—. Este informe describe Gheerh. Dice que el planeta es una joya del universo y alaba los incontables tesoros artísticos, la sabia forma de vida de sus habitantes y la belleza de los paisajes.

Lamita tomó la carpeta con cuidado y la colocó también en el recipiente de alambre.

—¿Sabías que el décimo Emperador fue completamente calvo durante toda su vida?

Lamita alzó las cejas sorprendida.

—Entonces he visto las fotos equivocadas.

—Por supuesto que llevaba implantes, pero éstos tenían que ser renovados cada pocos meses porque su cuerpo los rechazaba. Era una reacción alérgica que le persiguió durante toda su larga vida, posiblemente guardaba una relación con su tratamiento para la longevidad, no se sabe. Lo que se sabe es que él consideraba aquel defecto como una burla, un insulto del destino que de esta forma le negaba la perfección anhelada.

Lamita respiró haciendo ruido.

—Oh —dijo significativamente. Una débil e indeterminada relación comenzó a cristalizar en ella.

—Los espías del rey Pantap habían encontrado ese punto débil del Emperador —siguió Emparak—, y Pantap, al parecer un hombre colérico y orgulloso, tuvo por sensato golpear con toda la fuerza que le quedara en aquella herida. Cuando el Emperador vino a aceptar la sumisión, Pantap, quien por cierto disfrutaba de una hermosa mata de cabello y barba, dijo literalmente: «Tu poder puede ser tan grande que nos obliga a someternos, pero no es lo suficientemente grande como para hacer crecer cabello en tu cabeza, Emperador calvo».

—No suena como una buena idea.

—No. Seguramente fue la peor idea que jamás haya tenido un ser humano.

—¿Qué sucedió?

—El décimo Emperador era conocido en cualquier caso por ser colérico y vengativo. Cuando escuchó esto, estalló de rabia. Juró a Pantap que iba a arrepentirse de sus palabras como jamás nadie se había arrepentido de una burla. Dijo: «¡Mi poder es suficiente para obligar a cubrir todo este planeta con los cabellos de tus súbditos y yo te obligaré a contemplarlo!».

Lamita miró al anciano archivero completamente asqueada. Había un sentimiento en su interior como si se hubiera abierto de pronto un abismo.

—¿Quiere decir esto que la historia de las alfombras de cabellos… es la historia de una venganza?

—Sí. No otra cosa.

Ella puso una mano sobre la boca.

—¡Pero esto es una locura!

Emparak asintió.

—Sí. Pero la verdadera locura es menos la idea en sí que la implacable lógica con la que esta locura fue llevada a cabo. El Emperador envió como de costumbre a sus sacerdotes para extender e implantar contra toda resistencia el culto al Dios Emperador e hizo al mismo tiempo instalar el culto a las alfombras de cabellos, el complicado sistema logístico, el sistema de castas, los impuestos y demás. De entre los restos de las fuerzas militares de Gheera reclutó a los navegantes que transportaban las alfombras desde los otros planetas hasta Gheerh. El propio Gheerh, todo el sistema solar, fue encerrado en una burbuja dimensional y alejado con ello artificialmente de nuestro universo normal para hacer imposible cualquier escape y cualquier intromisión del exterior. Tropas escogidas y especialmente faltas de escrúpulos bombardearon la cultura de los habitantes de Gheerh hasta enviarlos al primitivismo y comenzaron luego su terriblemente lenta campaña de destrucción. Alrededor del palacio real empezaron a reforzar el suelo y a extender las primeras alfombras de cabellos.

—¿Y el rey? —preguntó Lamita—. ¿Qué le sucedió a Pantap?

—Por orden del Emperador, Pantap fue encadenado a su trono y conectado a un sistema de conservación de la vida que le debe haber mantenido vivo algunos milenios. El Emperador quería que Pantap tuviera que contemplar impotente lo que él hacía con su pueblo. Primero, Pantap se vio seguramente obligado a contemplar por las ventanas de su sala del trono cómo la capital era allanada calle a calle y cómo el terreno así conseguido era cubierto con alfombras de cabellos. En algún momento los equipos deben de haber pasado a filmar todas sus actividades, sus criminales guerras de ocupación y sus trabajos de construcción para luego enviarlos por televisión a las pantallas que habían sido dispuestas delante del rey inmóvil.

Lamita estaba asqueada.

—¿Quiere decir eso que Pantap quizás todavía esté vivo?

—No es descartable —concedió el archivero—, pero no lo creo, porque la técnica de prolongación de la vida no estaba por entonces tan adelantada como ahora. En cualquier caso, el palacio debe de estar todavía allí, en algún lugar de Gheerh, seguramente en medio de una gran zona en la que las más antiguas de todas las alfombras se han convertido en polvo. Por lo visto la expedición a Gheera no lo ha encontrado, si no, hubieran descubierto a Pantap o sus restos.

La joven historiadora agitó la cabeza.

—Esto hay que aclararlo. El Consejo debe enterarse. Hay que enviar otra vez a alguien… —Miró a Emparak—. ¿Y todo esto ha funcionado durante tanto tiempo?

—El Emperador murió poco después de que el sistema de las alfombras de cabellos hubiera sido instalado. Su sucesor, el Emperador décimo primero y último, sólo visitó Gheera una vez por poco tiempo. Por algunos apuntes se puede inferir que le repugnaba, pero no se decidió a acabar con todo aquello, seguramente por lealtad al anterior Emperador. Después de su regreso hizo borrar la provincia de todos los mapas estelares y de todas las bases de datos y la dejó abandonada a su suerte. Y desde entonces la maquinaria sigue funcionando, milenio tras milenio.

El silencio se adueñó de la desigual pareja.

—Así que ésa es la historia de las alfombras de cabellos —susurró Lamita por fin, emocionada.

Emparak asintió. Luego cerró de nuevo el armario.

Lamita miró a su alrededor, todavía como embotada por lo que acababa de oír, y su mirada vagó por los pasillos y pasadizos, por los incontables armarios que tenían el mismo aspecto que aquél, siempre más y más allá, sin que se distinguiera final alguno.

—Todos estos otros armarios —preguntó en voz baja—, ¿qué es lo que contienen?

El archivero la miró y en sus ojos brillaba el infinito.

—Otras historias —dijo.