¿Por qué todo aquello? No lo sabía. Después de todos los años, de todos los horribles descubrimientos y todos los hechos sangrientos, después de todas las pesadillas…
—¿Comandante Wasra?
Miró con desgana. Era Jegulkin, el piloto, y se le veía que de verdad sentía tener que molestarle.
—¿Sí?
—Estamos llegando al planeta G-101/2. ¿Tiene usted indicaciones especiales?
Wasra no necesitaba reflexionar. Se habían acercado tantas veces en los pasados meses hasta planetas como aquél, habían anunciado tantas veces el fin del Imperio, que a menudo se sentía como en una pesadilla sin final, en la que había sido condenado a pronunciar por toda la eternidad las mismas palabras y a realizar los mismos gestos. No, se le ocurrió, esta vez era distinto. Para este planeta tenía una orden precisa. Pero eso no lo hacía más fácil.
—Ninguna orden especial. Buscaremos el espaciopuerto y aterrizaremos.
—Sí, señor.
Wasra miró a la gran pantalla principal que mostraba el espacio exterior como lo hubiera visto el ojo desnudo. Una mancha pequeña, que brillaba mate, se acercaba: el segundo planeta del sol G-101. También aquí vivían tejedores de alfombras de cabellos como en otros miles de planetas. Planetas que se parecían unos a otros.
Y detrás brillaban frías e inmóviles las estrellas, cada una era otro sol u otra galaxia. Wasra se preguntó con amargura si alguna vez conseguirían dejar atrás finalmente el Imperio, librarse de la herencia del Emperador. ¿Quién podía decir con toda seguridad que detrás de uno de aquellos inmóviles puntos de luz no se encontraba otra parte ignota del Imperio o que no se podía abrir una puerta más a algún otro terrible secreto?
Vio su imagen en el espejo de la carcasa de uno de los aparatos y se maravilló, como tantas veces durante las últimas semanas, de que su rostro todavía diera una impresión juvenil. El uniforme gris de comandante le parecía hecho de una tela más áspera que la de los uniformes que había llevado hasta entonces y la señal de su rango parecía pesar más cada día. Él apenas alcanzaba la mayoría de edad cuando se había unido a la expedición del general Karswant, un joven soldado que quería vivir aventuras y probarse a sí mismo. Y hoy, después de sólo tres años en aquella gigantesca provincia, se sentía infinitamente viejo, tan viejo como el propio Emperador, y no podía comprender que no se lo leyeran en el rostro.
Habían dejado atrás, le daba la impresión, miles de aterrizajes como aquél, y parecía que iban a seguir así para siempre.
Aunque no, aquel planeta era en verdad algo especial. En cierta medida todo había empezado aquí. La Salkantar ya se había acercado una vez a aquel planeta, en una fatigosa semana de vuelo enloquecido, armados sólo con cartas antiguas y de poca fiabilidad. Por entonces él era un simple miembro de la tripulación y nadie había imaginado que les esperaban sangrientas luchas con tropas imperiales que no sabían que el Emperador estaba muerto y el Imperio había sido vencido. En aquel tiempo pensaban que la expedición estaba casi terminada. Se habían preparado para regresar, se habían tomado medidas para el gran salto a través del espacio vacío entre las galaxias. Wasra dirigía trabajos de limpieza en la tercera cubierta y si alguien le hubiera dicho que dos años después se le iba a dar el mando de la Salkantar, se hubiera reído de él. Y sin embargo había sido así y aquellos dos años habían hecho implacablemente un hombre del joven que había sido alguna vez. Y todo había empezado aquí, en este planeta, cuyo disco brillante de un marrón arenoso y triste se iba haciendo cada vez más grande y más redondo y en cuya superficie ya iban apareciendo los primeros contornos.
Wasra se acordó de la conversación con el general Karswant como si hubiera sido ayer y no hacía ya semanas. El anciano con aspecto de oso al que todos tenían miedo y al que sin embargo todos amaban le había enseñado una foto.
—Nillian Jegetar Cuain —había dicho, y había una tristeza inexplicable en su voz—. Sin este hombre hubiéramos vuelto a casa hace casi tres años. Quiero que averigüe lo que fue de él.
Aquel hombre había aterrizado en G-101/2, contraviniendo órdenes expresas, y había descubierto las alfombras. Wasra no había querido creer al principio los rumores que circulaban por los camarotes de la tripulación, tan absurdos parecían. Pero luego se confirmó punto por punto el informe de Nillian. Las alfombras de cabellos, dio a conocer la dirección de la expedición, eran tejidos extremadamente complicados hechos de cabellos humanos, de hecho tan complicados que un tejedor en toda su vida sólo terminaba una única alfombra. Pero todo esto no hubiera tenido más valor que el de una nota en el informe de la expedición si no hubiera sido por la inesperada fundamentación de la costumbre: aquellas alfombras, así dijeron los tejedores de cabellos, estaban destinadas al palacio del Emperador y su fabricación era un deber sagrado. Eso les hizo aguzar los oídos, pues todo el que había estado alguna vez en el palacio imperial confirmaba que aunque allí se podían encontrar las cosas más extraordinarias, no había con toda seguridad ninguna alfombra de cabellos.
La flota expedicionaria se puso al acecho y algunos meses después apareció una nave de transporte enorme y en un estado digno de lástima, que aterrizó en el planeta y lo dejó después de dos semanas. Siguieron a la nave, la perdieron y a cambio encontraron un planeta más en el que se tejían alfombras de cabellos con la misma fundamentación religiosa. Y luego otro más y otro, pronto una docena y enseguida cientos y entonces se alejaron de nuevo las naves expedicionarias y encontraron cada vez más y más mundos en los que se tejían alfombras de cabellos, se enviaron hordas de robots de exploración automáticos y no encontraron otra cosa más que ésa, y cuando se encontraron diez mil de aquellos mundos, dejaron de buscar aunque era de esperar que aún hubiera más…
Los motores entraron en acción y su sordo trueno hizo vibrar el suelo bajo sus pies. Wasra tomó el micrófono del diario de a bordo.
—En pocos minutos vamos a aterrizar en el segundo planeta del sol G-101 en la cuadrícula 2014-BQA-57, sector 36-01. Nuestro tiempo estándar es 9-1-178005, última calibración 2-12. Crucero ligero Salkantar, comandante Jenokur Taban Wasra.
El lugar del aterrizaje se fue haciendo visible, una enorme superficie reforzada que estaba quemada y llena de cicatrices a causa de motores envejecidos. Un antiguo espaciopuerto, con miles de años encima. Cada uno de aquellos planetas tenía exactamente uno de aquellos espaciopuertos y todos tenían el mismo aspecto. Siempre había una antigua ciudad muy extendida alrededor del lugar de aterrizaje y parecía que todas las carreteras de aquel mundo se dirigieran desde todos lados hasta aquella ciudad y terminaran allí. Y así era, como mientras tanto habían averiguado.
El sonido de los motores cambió.
—¡Fase de aterrizaje! —anunció el piloto.
La Salkantar se posó con un impacto que asustaba de muerte a todo el que volaba por primera vez. Pero los hombres y mujeres a bordo habían vivido demasiado como para seguir teniendo siquiera en cuenta aquel sonido.
Delante de ellos se abrieron lentamente las puertas de la gran compuerta principal y la rampa de descarga se hundió zumbando en el suelo lleno de irregularidades. Unos olores se abrieron paso, asquerosos olores de heces y podredumbre, de polvo y sudor y pobreza, olores que parecían pegarse como una sarna peluda en las narices. Wasra se preguntó una vez más, mientras colocaba el minúsculo micrófono sobre su cabeza pelada, por qué todos aquellos mundos olían igual, y era una pregunta que le venía a la mente con cada aterrizaje. No parecía haber ninguna respuesta a nada en ninguna parte de esta galaxia olvidada de Dios, sólo preguntas.
Hacía calor. Los rayos del pálido sol relucían sobre el interminable y polvoriento campo de aterrizaje. Desde la ciudad se acercó a ellos un grupo de ancianos, andando a grandes pasos, apresurados, y al mismo tiempo extrañamente devotos. Estaban vestidos con pesadas túnicas oscuras, debía de ser una tortura llevarlas con aquella temperatura. Wasra se adelantó a través del hueco de la compuerta y esperó a que los hombres se acercaran hasta el rincón más bajo de la rampa.
Se había dado cuenta de las miradas con las que habían examinado la nave según se acercaban. Ahora le examinaban a él, tímidos, inseguros, y finalmente uno de los hombres se inclinó y dijo:
—Saludos, navegante. Si se me permite decir, os esperábamos antes…
Siempre el mismo miedo. Adonde quiera que fueran, por todos lados aquella perturbación disimulada, porque el transporte de las alfombras de cabellos, que había funcionado sin problema alguno durante milenios, se había quedado paralizado. Incluso aquellos saludos se parecían los unos a los otros de una manera fatigosa.
Todo era tan parecido, los espaciopuertos grandes y desmoronados, las ciudades pobres, retorcidas y apestosas a su alrededor y los ancianos con sus togas miserables y tristes que no querían comprender, que le hablaban a uno del Emperador y de su Imperio y de otros planetas en los que se fermentaba vino o se cocía pan para la mesa imperial, de planetas que tejían ropas para él, cultivaban flores para él o adiestraban pájaros cantores para sus jardines… Pero nada de ello habían encontrado, tan sólo miles de mundos en los que se hacían alfombras de cabellos, una corriente interminable de alfombras de cabellos humanos que fluía desde hacía milenios a través de esa galaxia…
Wasra conectó el micrófono que reforzaba su voz y la transportaba hasta los altavoces exteriores.
—Estabais esperando a los navegantes imperiales —declaró, como había hecho a menudo y como se había demostrado eficaz—. Nosotros no lo somos. Hemos venido a deciros que ya no existen los navegantes imperiales, que tampoco existe el Emperador y que podéis dejar de tejer alfombras de cabellos.
Ahora ya le salía sin esfuerzo alguno el acento del antiguo paisi que se hablaba en todos los mundos de aquella galaxia, y a veces esto casi le asustaba. Probablemente cosecharían miradas extrañadas cuando volvieran a casa.
Los hombres, todos dignatarios del gremio de los tejedores de cabellos, le miraron con odio. Wasra hizo una señal afirmativa a la jefa del grupo de instrucción y al punto los hombres y mujeres bajaron la rampa llevando agarradas carpetas llenas de fotografías y gastados aparatos de visión de películas. Parecían agotados, como sonámbulos. El comandante sabía que hacían esfuerzos para no contar cuántos de aquellos planetas tenían todavía por delante.
Habían visto las reacciones más diferentes a la noticia del fin del Imperio, y eso al menos ofrecía un poco de cambio en la rutina. En algunos planetas habían estado contentos de poder librarse de la servidumbre de los tejedores de alfombras. En otros, de nuevo les habían arrojado piedras, insultado y perseguido. Habían tenido que vérselas con mayores del gremio que habían sabido ya de la muerte del Emperador a través de fuentes inexplicables, pero que les pedían no hacer partícipe a la población por miedo a perder su posición en la sociedad. Al fin y al cabo, reflexionó Wasra, no tenían influencia alguna sobre lo que pasaría de verdad cuando se hubieran ido de nuevo. En muchos mundos pasarían quizá siglos antes de que la antigua época encontrara por fin su final.
Se acordó de nuevo del encargo del general. Resopló con rabia porque casi lo había olvidado y sacó su comunicador.
—Aquí el comandante. El capataz Stribat, por favor, que acuda a la compuerta de superficie.
Sólo pasó un segundo hasta que un soldado grande y seco salió por una puerta y compuso un saludo negligente.
—¿Comandante?
Wasra le miró con desgana.
—Deja esa tontería —murmuró. Stribat y él habían servido juntos en los primeros tiempos a bordo de la Salkantar. Stribat tenía ahora bajo su mando a la infantería y los vehículos de tierra. Ninguna carrera de importancia. Las carreras de importancia son algo para locos, pensó Wasra sombrío.
—¿Te acuerdas de que ya estuvimos una vez en este planeta?
Stribat abrió los ojos con sorpresa.
—¿De verdad? Hace semanas que tengo la sospecha de que aterrizamos una y otra vez en el mismo planeta…
—Ridículo. Estuvimos una vez aquí, pero hace tres años de eso. La Salkantar tenía la misión de buscar uno de los botes Kalyt que estaba en dificultades.
—Y como no teníamos ningún punto de inmersión, estuvimos saltando durante semanas de un sol al siguiente hasta que dimos con el adecuado. —Stribat asintió pensativo—. No olvidaré nunca lo mal que me sentí después de tantos vuelos a mayor velocidad que la luz uno detrás del otro… Nillian, ¿era ése el nombre? Uno de los pilotos del bote Kalyt. Aterrizó, descubrió las alfombras de cabellos y desapareció sin dejar huella. ¿Ah…?
Wasra vio brillar la comprensión en los ojos del otro y asintió.
—Tenemos que averiguar lo que ha sido de él. Pon tripulación en los vehículos acorazados. Vamos a la ciudad, a la casa del gremio.
Poco después tres vehículos fuertemente acorazados vinieron traqueteando sobre sus cadenas hasta la compuerta de superficie. Sus motores sonaban graves y fuertes y le hacía daño a uno en el epigastrio el estar de pie junto a ellos más de un instante.
La puerta lateral del primer vehículo se abrió y Wasra entró dentro. Los mayores del gremio, de pie sobre la pista, se echaron atrás con respeto, mientras los tres tanques bajaban rodando la rampa el uno detrás del otro.
—Ésta es la diferencia —dijo Wasra, dirigiéndose a Stribat y, en realidad, a nadie en concreto—. Al Emperador no le importaba una vida menos que nada. ¿Y hoy? El general Karswant espera a bordo del Trikood. Todo está listo para el regreso, para entregar el informe al Consejo sobre nuestra expedición, pero no, no quiere partir antes de saber lo que ha sido de un solo hombre, ese Nillian. Es un bonito sentimiento. Me hace sentirme de algún modo…
—Orgulloso —le ayudó Stribat.
—Orgulloso, sí. Me hace sentirme orgulloso.
Cuando alcanzaron el suelo, el comandante les hizo detenerse un momento.
—Nos llevaremos a uno de los mayores con nosotros. Nos conducirá a la casa del gremio.
Empujó la puerta lateral y le hizo una señal al anciano que estaba por casualidad más cerca. El mayor del gremio se acercó sin dudarlo y subió solícito.
—Estoy tan contento de que hayáis venido por fin —relató sin darle más vueltas mientras la pequeña columna se ponía de nuevo en movimiento—. Es muy desagradable para nosotros, debéis saber, cuando los navegantes del Emperador no acuden en el momento convenido, porque, mientras tanto, nuestros almacenes están repletos de alfombras de cabellos… Oh, ya sucedió una vez, me acuerdo, yo era un niño todavía, por entonces. Hubieron de pasar cuatro años hasta que volvieron los navegantes imperiales. Fue horrible, fue una dura prueba para nosotros. Y entonces, habréis de saber, el gremio tenía almacenes mucho más grandes que hoy. Hoy es todo mucho más difícil que entonces…
Wasra miró fijamente al hombre anciano y encorvado con su desgastada capa, que miraba con sus ojos de un blanco plateado, casi ciegos, el interior del vehículo y que al mismo tiempo parloteaba como un chiquillo excitado.
—Decid —le interrumpió—, ¿cómo os llamáis?
El anciano marcó una reverencia.
—Lenteiman, navegante.
—Lenteiman, ¿habéis escuchado lo que mis hombres os han explicado antes?
El mayor del gremio alzó la frente mientras sus ojos buscaban inseguros en la dirección desde la que hablaba el comandante. Su boca se abrió sin darse cuenta y desenmascaró una hilera de negros raigones. Ni siquiera parecía entender de lo que le estaban hablando.
—Lenteiman, nosotros no somos navegantes del Emperador. No necesitáis esperar más a los navegantes porque no volverán nunca más, ni en cuatro ni en cuatrocientos años. —Aunque de esto ni siquiera estoy seguro, pensó Wasra—. Tampoco necesitáis tejer ninguna alfombra de cabellos más para el Emperador, pues el emperador ha muerto. Ya no existe el Imperio.
El anciano guardó silencio un momento, como si tuviera que esperar a que lo que había oído recorriera el cerebro. Luego surgió una risilla gorgoteante de su garganta. Movió bruscamente la cabeza, enfrentándola al sol que brillaba pálido.
—Todavía brilla el sol, ¿no? Vosotros, navegantes, sois un pueblo extraño y tenéis extrañas costumbres. En nuestra tierra lo que decís sería herejía, mejor haríais en aconsejar a vuestros hombres que contengan la lengua cuando vayan a la ciudad. Aunque se os va a prestar mucha atención, en cualquier caso, pues todos están felices de que por fin hayáis llegado.
Se rio de nuevo. Wasra y Stribat intercambiaron miradas perplejas.
—A veces tengo la sensación —murmuró Stribat— de que Denkalsar era un optimista.
Denkalsar era una figura casi mitológica. Se decía que, efectivamente, un hombre con ese nombre había vivido hacía algunos siglos y que había escrito aquel libro al que el movimiento rebelde debía su nombre El viento inaudible. Sin embargo, desde la caída del Emperador, leer a Denkalsar había pasado un poco de moda y Wasra estaba asombrado de que Stribat lo conociera.
—Lenteiman —preguntó—, ¿qué es lo que hacéis normalmente con los herejes?
El anciano hizo un gesto amplio e indeterminado con sus manos que eran como garras.
—Por supuesto, los colgamos como manda la ley.
—¿A veces sólo los encerráis?
—En casos de herejía leve, claro. Pero raramente.
—¿Se lleva algún libro de registro de los procesos y los ahorcamientos?
—¿Y qué pensáis? Por supuesto, y se guardan todos los libros como es ley del Emperador.
—¿En la casa del gremio?
—Sí.
Wasra asintió satisfecho. Comenzó a saborear el retumbar y el zumbar de los motores del tanque que hacía temblar a cada fibra de su cuerpo, a percibirlos como la sensación de un poder superior e intocable. Venía con tres tanques, con soldados y con armas que eran inalcanzablemente superiores a todas las que había en aquel planeta. Entraría en el edificio que representaba el centro de aquella cultura sin que le fuera discutido y haría dentro y mandaría hacer lo que le apeteciera. La idea le gustaba. Su mirada se dirigió hasta la línea de color marrón claro de las chozas y casas bajas hacia la que marchaban y saboreó el hecho de ser un vencedor.
Alcanzaron la casa del gremio, que se alzaba maciza y llena de dignidad. Sus muros de un marrón grisáceo que caían en diagonal hacia afuera, como las paredes de un búnker, no tenían ventanas, sólo estrechas aberturas parecidas a troneras. A la sombra de la casa había una gran plaza que ofrecía una extraña imagen, como si se celebrara un mercadillo que esperara desde hacía meses a los visitantes y en el que todos los comerciantes hubieran caído en una duermevela. Carros de todo tipo estaban dispersos por doquier, de costado o de través, grandes, pequeños, lujosamente adornados y feos y viejos carros blindados y carros de mercado abiertos y por todas partes se amontonaban grandes y peludos animales de tiro y miraban tontamente hacia delante, mientras los conductores dormitaban sobre sus pescantes. Eran las caravanas de los mercaderes de alfombras de cabellos, que se reunían allí para entregar las alfombras al gremio. Sin embargo, la llegada de los tanques puso en movimiento a la imagen. Las cabezas se alzaron, los látigos resonaron y, poco a poco, los carros que cerraban el camino al gran portal de la casa del gremio se fueron echando a un lado.
Las puertas del portal estaban abiertas de par en par. Pese a ello, Wasra ordenó detenerse delante de ellas. Él entraría con Stribat, con el mayor del gremio y con una tropa armada, los otros quedarían de guardia con los vehículos.
—Es sabio parar aquí —graznó Lenteiman— pues en el patio ya no hay más sitio. Vos sabéis, las alfombras…
—Lenteiman, conducidnos al anciano del gremio —ordenó Wasra.
El viejo asintió solícito.
—Seguramente os espera ya con impaciencia, navegante.
Alguien abrió la puerta del tanque y un olor insoportable a excrementos animales penetró en su interior. Wasra esperó a bajar hasta que se hubo reunido la tropa que debía escoltarlo. Cuando pisó el polvoriento suelo de la plaza, y con ello puso de hecho el pie por primera vez en el planeta, pudo sentir casi corporalmente la mirada de la multitud. Evitó mirar a su alrededor. Stribat se le acercó y luego el anciano, y con una señal de la cabeza, el comandante dio a la escolta la orden de ponerse en movimiento.
Atravesaron la puerta. A su alrededor reinaba un silencio innatural, lleno de temor. Wasra creyó oír que alguien de entre la masa susurraba a otro que no tenían el aspecto de navegantes imperiales. Por mucho que los ancianos del gremio fueran todo lo lentos para comprender que quisieran y se revolvieran con todas las fibras de su ser contra la verdad, los hombres del pueblo intuían siempre correctamente lo que estaba sucediendo y lo que significaba su aparición.
Detrás de la puerta había un pequeño patio. Seguramente se llama aquí también el patio de cuentas, pensó Wasra mientras veía los carros de transporte blindados que estaban siendo descargados por algunos hombres. Llenos de dignidad, sacaban una alfombra tras otra y las amontonaban delante de un hombre que llevaba el traje de un maestre del gremio y que con pedante precisión comparaba cada pieza con las notas de los papeles de descarga. Éste no prestó más que una fugaz y despreciativa mirada a la tropa que se acercaba. Pero luego descubrió a Lenteiman y se apresuró a hacer una profunda reverencia, así como sus ayudantes. Sin embargo, el mercader de alfombras, un hombre grueso que seguía el proceso con una mirada apática, no movió ni un dedo.
Contemplar el montón de alfombras que llegaba hasta casi la rodilla hizo estremecerse a Wasra. Ver una única alfombra era ya suficientemente angustioso, cuando se sabía cómo había sido hecha: que un tejedor de cabellos había trabajado toda su vida y que para ello había utilizado exclusivamente el cabello de sus mujeres, que había pasado su juventud trenzando el tejido base y decidiendo el diseño cuya ejecución le iba a llevar el resto de su vida, que primero había tejido las líneas principales cuyo color había sido decidido por el color del cabello de su primera esposa y que luego, si tenía hijas o concubinas, llenaría la superficie de otros colores, y que al final, con la espalda encorvada, los dedos gotosos y los ojos casi ciegos, rodeaba toda la alfombra con los cabellos rizados que había cortado de las axilas de sus mujeres…
Una única alfombra era una visión que exigía respeto. Una pila entera de ellas era, por el contrario, una monstruosidad.
Una puerta más allá y, detrás, un pasillo corto, oscuro, tan ancho que tenía el aspecto de una sala de techo bajo. Los soldados de la escolta miraron a su alrededor recelosos y Wasra registró satisfecho su comportamiento.
Alcanzaron el patio interior y entonces estuvo claro por qué la entrada había permanecido tan oscura: en el patio interior se apiñaban las alfombras hasta formar montañas. Wasra había esperado una visión como aquélla, pero pese a todo se le paró el aliento. Amontonadas ordenadamente en pilas de mayor altura que un hombre, yacían las alfombras, en capas y capas, y cada una de esas torres estaba junto a otras, desde un rincón del patio hasta el otro. El saqueo de un planeta durante tres años. No se debía pensar en ello si no se quería uno volver loco.
Se acercó a una de las torres, intentó contarlas. Doscientas alfombras por montón, al menos. Calculó las dimensiones del patio, multiplicó las cifras en la cabeza. Cincuenta mil alfombras. Sintió cómo crecía el asco en su interior, un pánico que amenazaba con dominarle.
—¿El anciano? —bufó al mayor del gremio, más rápido y amenazador de lo que había querido—. ¿Dónde lo encontramos?
—Ven conmigo, navegante.
Con una destreza asombrosa, Lenteiman se apretujó por entre los huecos que había entre las pilas de alfombras y la pared del patio. Wasra le señaló a la escolta que viniera detrás y comenzó a seguir al viejo. Sentía un impulso casi incontenible de pegarse con alguien, de derribar las alfombras apiladas a mayor altura que un hombre, de golpear a los dignatarios del gremio. Una locura, todo era una locura. Habían luchado y vencido, habían destrozado todo lo que se podía destrozar del Imperio del Emperador y pese a ello no había final, continuaba siempre y siempre. A cada paso que daba, todavía en algún lugar de aquella galaxia alguien separaba una alfombra de su bastidor. Cada vez que respiraba era asesinado un recién nacido porque un tejedor de cabellos sólo podía tener un único hijo, en algún lugar, en alguno de los incontables planetas en los que no habían estado todavía, o en alguno de los planetas que habían visitado sin que les creyeran. Parecía imposible detener el torrente de alfombras de cabellos.
Cuando más avanzaban más penetrante era el olor que surgía de las alfombras, un olor pesado y rancio que hacía pensar en aceite estropeado y basura podrida. Wasra sabía que no eran los cabellos los que apestaban así, sino los productos con los que los tejedores de cabellos hacían que las alfombras durasen un tiempo asombrosamente largo.
Por fin alcanzaron una nueva abertura en el muro. Una corta escalera conducía hacia arriba. Lenteiman les señaló que no hicieran ruido y fue por delante, respetuoso como si penetrase en suelo sagrado.
La habitación a la que les condujo era grande y oscura, iluminada solamente por la roja luz de un fuego que ardía en una vasija metálica que había en el centro de la habitación. La poca altura del techo les obligaba estar de pie con las cabezas humillantemente bajas, mientras el aplastante calor y el humo acerbo les hacían correr el sudor por la frente. Wasra tanteó nervioso el arma en su cinturón, sólo para saber que estaba allí.
Lenteiman hizo una reverencia en dirección al cansino brillo del fuego.
—Excelencia. Es Lenteiman quien os saluda. Os traigo al comandante del navío imperial, quien desea hablaros.
Un chasquido y un movimiento impreciso en la cercanía del fuego fue la reacción a estas palabras. Sólo entonces se percató Wasra de una especie de litera que estaba junto al fogón metálico, no muy diferente de una cuna, y entre mantas y pieles aparecieron el cráneo y el brazo derecho de un hombre extremadamente anciano. Cuando abrió los ojos, Wasra vio brillar las pupilas ciegas y plateadas al reflejo del fuego.
—Qué honor tan poco común —susurró el viejo. Su voz sonaba fina y ensimismada, como si les hablara desde otro mundo—. Os saludo, navegantes del Emperador. Mi nombre es Ouam. Os hemos estado esperando durante mucho tiempo.
Wasra intercambió una mirada intranquila con Stribat. Decidió que no iba a perder más tiempo en aclarar al mayor del gremio que ellos no eran navegantes del Emperador sino rebeldes. En cualquier caso, al menos mientras no hubieran cumplido su misión. Carraspeó.
—Os saludo, excelencia. Mi nombre es Wasra. Pedí hablar con vos porque quiero haceros una pregunta importante.
Ouam parecía que prestaba más atención al sonido de la voz extraña que al significado de las palabras.
—Preguntad.
—Busco a un hombre llamado Nillian. Quisiera saber si una persona con ese nombre ha sido juzgada o ajusticiada por herejía durante los últimos tres años.
—¿Nillian? —El anciano del gremio balanceó pensativo su reseco cráneo—. Tendré que consultar los registros. ¿Dinio?
Wasra iba ya a preguntarse cómo haría aquel anciano ciego para mirar en libro alguno, cuando desde la sombra de la litera apareció otro rostro. Era el rostro de un joven que contempló al visitante con frialdad y desprecio antes de inclinarse sobre el anciano para que éste le susurrara algo al oído. El joven asintió servicial, casi servil, y dio un saludo para desaparecer por una puerta en el interior de la habitación.
Enseguida regresó con un grueso libro en folio bajo el brazo y se sentó en el suelo junto al cacharro con el fuego para examinar lo escrito. No necesitó mucho tiempo. Se inclinó de nuevo sobre la litera y habló en susurros con el anciano. Ouam sonrió con una sonrisa de calavera.
—No tenemos ese nombre inscrito —aclaró por fin.
—Su nombre completo es Nillian Jegetar Cuain —dijo Wasra—. Quizás está inscrito con otro nombre.
El anciano del gremio alzó las cejas.
—¿Tres nombres?
—Sí.
—Un nombre curioso. Me acordaría de él. ¿Dinio?
El joven consultó de nuevo las páginas. Esta vez, cuando susurró, tenía más que decir.
—Tampoco los otros nombres están inscritos —explicó entonces Ouam—. En los últimos tres años sólo ha habido una única ejecución por sacrilegio.
—¿Y cuál era el nombre?
—Era una mujer.
Wasra reflexionó.
—¿Os llegan noticias cuando en alguna ciudad alguien es ejecutado por herejía?
—A veces. No siempre.
—¿Y vuestras mazmorras? ¿Tenéis prisioneros?
Ouam asintió.
—Sí, uno.
—¿Un hombre?
—Sí.
—Quiero verlo —exigió Wasra. Le hubiera gustado añadir que estaba dispuesto a prender fuego a la casa del gremio para conseguir lo que quería.
Pero no era necesario amenazar. Ouam asintió bien dispuesto y dijo:
—Dinio os conducirá.
Las mazmorras estaban en la parte más alejada de la casa del gremio. Dinio les condujo a través de míseras y estrechas escaleras hacia abajo, con el libro en el que estaban las listas de ejecuciones y apresamientos apretado contra sí como si fuera un tesoro. En las paredes se desmoronaba un yeso lleno de manchas marrones y cuanto más profundamente bajaban, más penetrante era el hedor a orina y podredumbre y enfermedad. En algún momento el joven tomó una antorcha y la encendió y Stribat conectó la lámpara que llevaba sobre el pecho.
Finalmente alcanzaron la primera gran reja, guardada por un carcelero grueso y pálido. Les miró fijamente con torva mirada, y si la llegada de los numerosos visitantes le llegó a asombrar, al menos no lo dejó translucir.
Dinio le ordenó abrir la entrada a las mazmorras y Wasra dejó dos soldados de la escolta para guardar la reja que se quedaba abierta.
Había que andar a lo largo de un sombrío corredor, iluminado solamente por las antorchas que ardían en la sala previa. A izquierda y derecha se encontraban las puertas abiertas de celdas desocupadas. Stribat dio un barrido con su lámpara. En cada celda colgaba un retrato grande y a todo color del Emperador. Los prisioneros eran encadenados a la pared contraria, fuera del alcance de la imagen, y se les negaba la piedad de una completa oscuridad: a través de pozos de ventilación enrejados llegaba desde arriba la luz necesaria como para que tuvieran que pasar su tiempo contemplando el retrato del Emperador.
Dinio y el gordo carcelero, que olía todavía de modo más desagradable que la paja podrida que cubría el suelo, se habían quedado delante de la única celda ocupada. Stribat iluminó a través de la mirilla en la puerta.
Vieron una forma oscura con el cabello largo que yacía encogida sobre el suelo, los brazos encadenados a la pared.
—Abre —ordenó Wasra con rabia—. Y desencadenadlo.
El hombre se despertó al girar la llave en el cerrojo. Cuando la puerta se abrió, ya se había incorporado y estaba sentado mirando serenamente hacia ellos. Su cabello brillaba como plata y la lámpara de Stribat descubrió que el prisionero era demasiado viejo para poder ser Nillian.
—Desencadenadlo —repitió Wasra. El carcelero vaciló. Sólo cuando Dinio asintió, adelantó la llave y abrió las esposas del anciano.
—¿Quién es usted? —preguntó Wasra.
El hombre le miró. Pese a todo su abandono irradiaba dignidad y un silencio lleno de paz. Tuvo que intentarlo algunas veces antes de que pudiera expulsar una palabra. Al parecer no había hablado desde hacía años.
—Mi nombre es Opur —dijo—. Hace tiempo era maestro de flauta.
Al decir esto se miró triste las manos, que tenían un aspecto grotescamente deformado. En el pasado alguien debía de haberle roto cada uno de sus dedos y todas las falanges se le habían unido de nuevo de cualquier manera, sin guías y sin tratamiento.
—¿Qué ha hecho? —quiso saber Wasra.
El carcelero, a quien estaba mirando al decir esto, sólo le miró estúpidamente y en su lugar respondió el joven con un frío menosprecio.
—Concedió cobijo en su casa a un desertor.
—¿Un desertor?
—Un navegante imperial. Un estibador del Kara, la última nave que aterrizó aquí.
Debía de haber sido la primera nave que ellos habían seguido hacía tres años. Sólo para perderla y descubrir el siguiente mundo en el que los seres humanos tejían alfombras de cabellos y creían ser los únicos.
—¿Qué pasó con el desertor?
La expresión del rostro de Dinio seguía siendo de rechazo.
—Todavía continúa huido.
Wasra contempló pensativo al joven durante un momento y reflexionó sobre la posición que debía ocupar. Luego decidió que en realidad no le interesaba y se volvió hacia el prisionero. Junto con Stribat, le ayudó a ponerse de pie y le explicó entonces:
—Es libre.
—¡No, no lo es! —protestó Dinio rabioso.
—¡Es libre! —repitió Wasra en voz alta y arrojó al joven una mirada tan amenazadora que éste retrocedió—. Una palabra más en contra y te pondré sobre mis rodillas y te moleré a palos.
Confió a Opur a la custodia de dos soldados de su escolta a los que encargó llevarle consigo a la nave y ponerle bajo tratamiento médico y luego conducirle a un lugar de su elección. En caso de que no se sintiera seguro en aquel planeta, Wasra estaba decidido a llevárselo hasta el siguiente mundo de los tejedores de alfombras al que se acercaran.
Dinio siguió la partida de los soldados y del maestro de flauta con coléricos resoplidos, pero no se atrevió a decir más. En vez de ello pasaba su libro una y otra vez de un brazo al otro, como si no supiera qué hacer con él, hasta que lo apretó por último delante de su pecho como un escudo. En ese momento algo pequeño y blanco se deslizó de entre las páginas y voló suavemente hasta el suelo.
Wasra se dio cuenta y lo levantó. Era una fotografía que mostraba al Emperador.
Al Emperador muerto.
El comandante contempló perplejo la imagen. Conocía esa imagen. Él tenía exactamente la misma imagen en el bolsillo. Todo miembro de la flota rebelde llevaba una fotografía del Emperador muerto consigo, para el caso de que se viera en la necesidad de demostrar a alguien que el Emperador había sido derrocado y que en verdad estaba muerto.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó al joven.
Dinio adoptó una expresión de disgusto en su rostro obstinado, apretó aún con más fuerza su libro y no dijo nada.
—Esto tiene que haber pertenecido a Nillian —dijo Wasra a Stribat y puso la blanca parte posterior de la fotografía en el cono de luz de su lámpara de pecho.
—Cierto. ¿Ves esto?
La escritura en la parte posterior estaba gastada y borrosa y tan pálida que apenas existía, pero en algún lugar podía imaginarse que se reconocía la sílaba «Nill». Wasra miró a Dinio con una mirada que prometía hacer caer árboles y romper cráneos de niños.
—¿De dónde procede esta imagen?
Dinio tragó saliva con disgusto y susurró por fin:
—No lo sé. Pertenece a Ouam.
—No creo que Ouam la haya podido traer de algún paseo.
—¡No sé de dónde la ha sacado!
Wasra y Stribat intercambiaron una mirada y fue casi como antes, cuando cada uno sabía lo que pensaba el otro.
—Me interesa saber —dijo entonces el comandante— qué es lo que tiene que contarnos Ouam.
Durante el camino de regreso escucharon un lúgubre quejido resonando a través de los sombríos corredores de la casa del gremio e involuntariamente aceleraron el paso. Cuando subieron la escalera hacia los aposentos del anciano del gremio —esta vez con apresuramiento en vez de deferencia—, no les esperaba humo ni ninguna penumbra rojiza, sino una claridad radiante y un aire claro.
La habitación se había transformado. Un hombre iba lentamente de ventana en ventana y abría los postigos y cada vez penetraban nuevas cascadas de clara luz. A través de las ventanas abiertas las alfombras de cabellos tenían el aspecto de un mar agitado por el oleaje que se estrellaba contra el antepecho de la ventana.
El fuego en el trípode metálico estaba apagado y Ouam yacía muerto en su litera, los ojos ciegos cerrados, las secas manos recogidas sobre el pecho. La litera era más pequeña de lo que Wasra recordaba y pese a ello el cuerpo antiquísimo y huesudo del Anciano del gremio daba la sensación de ser apenas mayor que el de un niño.
Detrás de ambos astronautas venían arrastrándose por la escalera otras gentes del gremio. Rodearon a los forasteros sin muestra de interés alguno, se arrodillaron junto a la litera de Ouam y entonaron un lamento contenido. Un eco de aquel lamento penetró desde fuera a través de las ventanas y se extendió por toda la casa del gremio, por toda la ciudad. También el hombre que había abierto los postigos y con ello había expulsado lo que debía haber sido el humo y el olor de muchos años, se unió a los que se lamentaban y ofreció a los rebeldes el memorable espectáculo de una persona que de un segundo al otro pasaba de un ajetreo laborioso a una pena inconsolable.
Pasos salvajes y veloces en la escalera le hicieron a Wasra echarse a un lado, asustado. Era Dinio, que subía corriendo y sin aliento los escalones, fuera de sí a causa de la desesperación. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, se acercó a toda velocidad a la litera del muerto anciano del gremio, se arrojó al suelo junto a ella y rompió a llorar amargamente. Eran los únicos lamentos en la habitación que sonaban sinceros.
Wasra miró una vez más la fotografía que tenía en su mano, luego se la guardó en el bolsillo. Intercambió una mirada con Stribat y de nuevo se entendieron sin palabras.
Cuando estuvieron de pie delante de la casa del gremio, el sol se estaba poniendo, rojo como metal fundido. Los dos tanques en la plaza brillaban a su luz como piedras preciosas. El soniquete ritual de los mayores del gremio gritando y lamentándose hizo que el escenario pareciese una imagen sacada de un sueño.
—Ésa es la foto de Nillian, ¿no es cierto? —dijo Stribat.
—Sí…
—Eso quiere decir que estuvo aquí.
Wasra observó a los mercaderes que estaban cerrando sus tenderetes para la noche y de vez en cuando lanzaban pensativas miradas hacia la casa del gremio.
—No sé si quiere decir eso.
—Quizás consiguió escapar, conoció a una mujer simpática y vive desde entonces feliz en este planeta —reflexionó Stribat en voz alta.
—Sí, quizás.
—Tres años… Entretanto puede tener ya tres hijos. Quién sabe, quizás ha empezado él mismo a tejer una alfombra de cabellos.
Está muerto, pensó Wasra, no te hagas ilusiones. Ellos lo han matado y enterrado porque dijo algo contra el Emperador. El Emperador inmortal. Maldita sea, sólo tardamos un día en derrocarlo, pero en los veinte años que han pasado desde entonces luchamos cada día como si fuera el primero para poder vencerlo.
—¡El bote de aterrizaje! —gritó Stribat y lo aferró nervioso por la manga—. ¡Wasra! ¿Qué sucedió con el bote de aterrizaje?
—¿Qué bote de aterrizaje?
—Ese Nillian tuvo que haber bajado con un bote de aterrizaje. ¡Y éste podemos encontrarlo!
—Hace mucho que lo encontraron, ya entonces —le explicó Wasra—. Y enviaron exploradores disfrazados para informarse. Nillian fue capturado por herejía y un mercader de alfombras lo había llevado a la ciudad portuaria. Por ello se investigó en la ciudad portuaria, pero Nillian no llegó jamás aquí. —Wasra había examinado los informes de entonces. No habían sido hechos especialmente a conciencia, se había precisado incluso de enormes esfuerzos para encontrar de nuevo la ciudad en cuyas proximidades había aterrizado Nillian… y tampoco eran demasiado eficaces. Se habían tratado las alfombras de cabellos como una simpática curiosidad y por lo demás todo el mundo se había preparado ya en espíritu para el viaje de regreso. El estado de ánimo por entonces había sido: Él tenía la orden de no aterrizar y pese a ello ha aterrizado, y esto es lo que se ha ganado.
—¿No hubiese sido más sensato que hubiera venido con nosotros el compañero de Nillian?
—Seguro —afirmó Wasra. Sintió una ola de cansancio que se extendía por su cuerpo y supo que era más que un mero fenómeno corporal. No terminaba nunca. Nada terminaba nunca—. Sólo que está muerto. Estaba entre los voluntarios que emprendieron el primer asalto a la estación del portal y uno de aquellos robots de lucha volantes le acertó.
Stribat expulsó un sonido inarticulado que debía de expresar algo así como sorpresa.
—¿Por qué un piloto de Kalyt llega a la idea de apuntarse voluntario para una misión de lucha? —Como Wasra no repuso nada, gruñó un poco más como era a veces su costumbre cuando reflexionaba—. ¿Y cómo llega a la idea el general de aceptarlo?
Wasra no escuchaba sus murmullos. Perdido en sus pensamientos, miraba fijamente al gigantesco fuselaje de la Salkantar, que se elevaba poderosa hacia el cielo en la lejanía, oscura contra el sol poniente y brillando plateada a todo lo largo de su silueta. Como todas las naves espaciales, pertenecía al espacio. Sobre la superficie del planeta parecía un cuerpo extraño.
Y sin embargo, pensó el comandante de mal humor, la Salkantar tendría que quedarse aquí durante largo tiempo. El general Karswant no partiría hacia el mundo central antes de que él, el comandante Wasra, hubiera indagado algo sobre la suerte de Nillian. Y en tanto el general no ofreciera su informe al Consejo de los Rebeldes no podría éste decidir lo que había que hacer. Y en tanto no se hubiera tomado ninguna decisión continuaría el torrente de alfombras de cabellos, tendrían que ver por todos lados aquellas obscenas pilas, aquellas montañas, aquellos montones.
—¿Quiere decir esto que tenemos que rebuscar por todo el planeta? —preguntó Stribat imaginando con acierto.
—¿Tienes una idea mejor?
—No, pero ¿merece la pena el esfuerzo? Quiero decir, suponiendo que Nillian todavía viviera, entonces seguramente se habría abierto camino hasta aquí, hasta la ciudad portuaria. Aquí está el espaciopuerto. Si hubiera alguna oportunidad de ser encontrado, sólo la tendría aquí. Pero si está muerto, tampoco es en realidad la única víctima que esta expedición tiene que lamentar.
—Él descubrió el fenómeno de las alfombras de cabellos.
—Sí, ¿y? —Stribat lanzó al comandante una mirada de reojo, sopesando, como si quisiera asegurarse de que lo que tenía que decir se le podía confiar verdaderamente—. No quiero quitarte tu orgullo, Wasra, pero ¿no podría ser quizás que los motivos del general Karswant no fueran tan nobles como te gustaría creer?
Wasra aguzó los oídos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Es posible que lo que quiera es hacerle un favor a cierto miembro del Consejo.
—¿Cierto miembro del Consejo?
—Al consejero Berenko Kebar Jubad.
Wasra miró al camarada inquisitivamente mientras éste hacía esfuerzos por considerar lo que estaba intentando decirle. Jubad había sido el que entonces, durante el asalto al Palacio de las Estrellas, había encontrado al Emperador y lo había matado en combate y desde aquel tiempo disfrutaba de una fama casi legendaria.
—¿Qué tiene Jubad que ver con esto?
—El padre de Jubad —dijo Stribat lentamente— se llamaba Uban Jegetar Berenko…
Del mismo modo podría haberle abofeteado. La mandíbula de Wasra se abrió sin sujeción alguna.
—¡Jegetar! —respondió con esfuerzo—. Nillian Jegetar Cuain. Ambos son parientes…
—Así parece.
—¿Y piensas que Karswant está esperando por esa razón…?
Stribat sólo encogió los hombros.
Wasra alzó la cabeza, miró al cielo que se iba oscureciendo, en cuyo cenit iban apareciendo las estrellas. Las estrellas que obedecían al Emperador. No tenía final. ¿Estaba muerto el Emperador? ¿O había llegado ya el punto en que convertían a quien lo había derrotado en el nuevo Emperador?
—Volvemos a la nave —profirió, por fin. Tenía la sensación de no ser capaz de aguantar aquí ni un segundo más, desde luego, no precisamente aquí, a la puerta del patio de cuentas—. Ahora mismo.
Stribat dio una apresurada señal a los soldados de la escolta e inmediatamente, con un sonido estremecedor y sordo, se encendieron los motores de los dos vehículos acorazados. Los animales de tiro, que ya habían sido desaparejados y se habían colocado los unos junto a los otros para dormir, alzaron de repente las cabezas y les miraron fijamente.
Cuando comenzaron a moverse, todos los de la plaza se echaron prestos a un lado. Siguieron las huellas del tercer tanque, que ya se había ido antes con el hombre al que habían liberado. El maestro de flauta. Durante un momento, los pensamientos de Wasra giraron alrededor de aquel concepto e intentó imaginarse lo que podría significar. Luego, cuando la vibración de su asiento se traspasó a su cuerpo, se acordó del sentimiento con el que había venido hasta allí: había sentido fuerza y superioridad, y lo había saboreado. El poder y sus tentaciones. Parecía que no iban a aprender nunca, ni siquiera después de doscientos cincuenta mil años de Imperio.
Se inclinó hacia delante y tomó el micrófono de la unidad de comunicación. Cuando alcanzó al operador de radio de servicio a bordo de la Salkantar ordenó:
—Envíe una emisión de radio múltiple al Trikood, para el general Jerom Karswant. Texto: Nillian Jegetar Cuain, con una probabilidad que limita con la certeza, está muerto. Todos los datos señalan que cayó víctima de un linchamiento religioso. Que tengan un buen viaje de regreso a casa, y recuerdos al mundo central. Grabado por el comandante Wasra, etcétera.
—¿Inmediatamente? —preguntó el operador.
—Sí, inmediatamente.
Cuando se recostó, se sintió testarudo y obstinado y eso le gustaba. Había como un frío fuego en sus venas. Mañana lanzaría las tropas de instrucción por toda la ciudad para que le contaran a todo el que pudieran pillar lo que estaba pasando en aquella galaxia. Y que el Emperador estaba muerto. Cielos, de repente apenas podía esperar a ir al siguiente de aquellos malditos planetas de tejedores de cabellos y gritarle a la gente la verdad en la cara.
Se dio cuenta de que Stribat le miraba de reojo con una sonrisa que muy lentamente iba surgiendo en sus labios. Quizás apareciera aquel Nillian algún día, ¿quién podía saberlo? Pero de momento contaba que Karswant partiera por fin hacia el mundo central e informara al Consejo. Que las cosas se pusieran en movimiento. Si algún día tenían que quitarle el rango de comandante, eso no cambiaría el hecho de que él había actuado como pensaba que era correcto.
Wasra sonrió, y aquélla era la sonrisa de un hombre libre.