Éste es un planeta solitario, el planeta más solitario del universo y su lugar más maldito. Aquí no hay esperanza. El cielo está siempre gris y pesado como el plomo, nubes desconsoladas se alzan sobre él y por la noche no se ven estrellas, nunca. Este planeta tuvo alguna vez un nombre, pero ¿quién lo recuerda todavía? El resto del universo ha olvidado ese mundo, sus habitantes y su destino, y también su nombre.
En algún lugar de este mundo hay una llanura ancha y despoblada, que alcanza de horizonte a horizonte y aún más allá. Nada crece aquí, nada vive, ningún arbusto, ninguna hierba, ninguna planta ni ningún animal, no hay más que rocas grises y polvo gris. Si hubiera alguien que hiciera el esfuerzo de atravesar esta planicie, no encontraría durante días y semanas elevación ni valle alguno, nada que comer y nada que beber, ningún cambio excepto la salida y la puesta del turbio disco del sol. Hasta que un día se alzara contra el horizonte la silueta de un edificio enorme. Éste es el Palacio de las Lágrimas.
Altas se elevan las rotas almenas de sus torres hacia el cielo, como la dentadura podrida de un viejo guerrero que no se rendirá mientras viva. Desde aquellas almenas resonaban en la tarde las fanfarrias de trompeteros lujosamente vestidos, pero hace tanto tiempo de ello…
Si se pudiera hacer retroceder el tiempo, mucho, mucho tiempo, entonces no existiría la planicie. Por todos lados, por donde ahora hay roca pelada, se elevarían las casas, se extenderían las calles, se dibujarían las hermosas plazas. Entonces existía aquí una ciudad enorme, la capital de un reino poderoso. Anchas calles discurrían hacia todos los puntos cardinales, más lejos de lo que la vista alcanzaba, cortando pasillos entre el mar de ricos edificios. El tráfico en las avenidas y plazas no cesaba nunca, fuera día o noche. De todas formas nunca se hacía del todo de noche en aquella ciudad que siempre estaba bañada de un brillo dorado. Sus habitantes eran ricos y felices y cuando alzaban la vista hacia el cielo veían los cuerpos plateados de cruceros interestelares que trazaban sus huellas nubosas sobre el claro cielo antes de aterrizar en los puertos comerciales o abandonar la atmósfera del planeta para dirigirse con su carga hacia lejanos objetivos, alguna de los millones de estrellas que brillaban y llameaban allá arriba.
Pero entonces se apagaron las estrellas…
No queda nada más de la ciudad que una vez pareció ser inmortal e invencible. Se podría excavar tanto como se quisiera y no se encontraría huella alguna de los seres humanos que vivieron allí. Ningún resto de muros enterrados, ninguna señal de las calles, nada. Sólo había noche y día, calor y frío, lluvia de vez en cuando y siempre el viento, que eternamente soplaba sobre la llanura y empujaba al polvo grisáceo con el que borraba incansable y sin piedad los ornamentos de piedra del palacio, el único edificio que aún existía. Entonces, cuando todavía había aquí seres humanos, les parecía que era la construcción más hermosa de la galaxia. Pero las abrasivas fuerzas del tiempo no permiten ya adivinar nada de aquello. Las rosetas de piedra de sus torres, antes parecidas a tiernas flores abiertas, han sido pulidas hasta convertirse en informes amasijos grises. De las imágenes de los artísticos relieves en las paredes, que antes recibían visitantes desde muchos años luz de distancia, no queda nada, ni siquiera huellas que pudieran delatar dónde se encontraban. El palacio yace abandonado y arruinado. Muros reventados y tejados hundidos se rinden ante el viento y la lluvia. Frío y calor carcomen los restos de los tabiques y de vez en cuando cae una piedra, se colapsa un fragmento. Nada más sucede. En ningún lugar de los patios y pasillos queda una huella de la existencia de vida humana.
La única parte del edificio que todavía está totalmente intacta es la propia sala del trono. Con sus orgullosas y delgadas ventanas sobresale sobre todas las ruinas y escombros. Fuerzas misteriosas han preservado los ornamentos finamente cincelados de su tendencia a hundirse, han evitado la decadencia de los juguetones adornos de sus molduras y de los agudos canales de sus columnas.
La sala del trono es una enorme sala cuya cúpula se sujeta con poderosos pilares. En tiempos de los que no queda memoria se dieron aquí lujosas fiestas, se pronunciaron discursos apasionados y se mantuvieron negociaciones amargas. Esta sala ha visto centenares de victorias y otras tantas derrotas. No, una derrota de más…
Desde entonces, el gran portal de entrada está cerrado y sellado. El dorado taraceado de la parte interior de las puertas se mantiene aún pero apenas puede verse. Está oculto por un gigantesco retrato iluminado por una serie de lámparas que lucen eternamente.
El trono dorado del gobernante está puesto junto a la pared contraria, encima de un pedestal. Y en ese trono, inmóvil, se sienta el único ser vivo que aún albergan estas paredes. Inmóvil está él allí, mirando hacia arriba, sus manos apoyadas en los brazos del sillón. Se le podría tener por su propia estatua si no parpadearan sus ojos cansados y no se elevara y se hundiera regularmente su pecho al respirar.
Desde donde está puede mirar a través de las ventanas a la llanura alrededor del palacio hasta el horizonte. En una mesa delante de él hay dos grandes monitores que hace mucho, mucho tiempo funcionaban y le mostraban imágenes de lugares muy lejanos. Pero en algún momento las imágenes se debilitaron hasta que sólo se veía un brillo gris en las pantallas, durante años y siglos. Finalmente se apagó primero una de las pantallas, luego la otra. Desde entonces los aparatos están delante del gobernante negros y mudos.
La vista desde las ventanas ofrece siempre la misma imagen: una planicie de un monótono gris que en algún lugar da paso a un monótono cielo gris. Y por las noches el cielo es negro, interminablemente oscuro, y no se ve ni una sola estrella. No pasa nada allá afuera, nada cambia.
El gobernante desearía a menudo volverse loco y a menudo se pregunta si ya lo está. Pero sabe que no es así y que no se va a volver loco nunca.
De vez en cuando cae una piedra en algún lugar y el gobernante saborea ese repentino sonido durante días, lo rememora una y otra vez en los oídos, para deleitarse con él, pues no hay más cambios que ése.
El material de los cristales de las ventanas ha seguido el arrastre de la gravedad al paso de los eones, se hundió y fluyó hacia abajo con una lentitud interminable. Con el discurrir de los siglos los altos vidrios se fueron haciendo más gruesos en su parte inferior hasta que un día se abrieron por abajo y dieron paso al viento a la hasta entonces silenciosa sala del trono, primero con un vacilante silbido y luego con un triunfante aullido.
Desde entonces fueron cediendo las ventanas cada vez más y el viento sopla hoy a través de la sala como sopla sobre la llanura. Y con él viene el polvo.
Cubierto de polvo e invisible yace ahora el maravilloso suelo de cristal de la sala del trono. El polvo ha cubierto las imágenes y estatuas de las paredes, los asientos tapizados de las sillas y el propio cuerpo del gobernante. El polvo yace sobre sus brazos y manos, sobre su regazo, sus pies y su cabello. Su rostro es gris del polvo y sólo sus lágrimas, que surgen de sus ojos, dejan huellas sobre las mejillas arrugadas, a lo largo de la nariz, sobre el labio superior y la garganta, donde humedecen el cuello de su capa de coronación, que alguna vez fue púrpura y que ahora es pálida y gris.
Así ve el gobernante cómo todo se hunde a su alrededor y espera con una nostalgia indecible a que por fin, como todo lo demás, deje también de funcionar la maquinaria que hay detrás de su trono y le permita morir.
Porque él está sentado inmóvil, pero no por propia voluntad. Está sentado inmóvil porque hace mucho le cortaron todos los músculos y todos los tendones de su cuerpo y le quemaron irrevocablemente todos los nervios. Corchetes de acero apenas visibles sujetan su cráneo, atornillados con fuerza al respaldo de su trono. Atraviesan hasta la altura de su columna vertebral por detrás, bajo la piel de la cabeza, están atornillados a las sienes y siguen hacia adelante hasta debajo del pómulo donde fijan la posición recta del cráneo. Corchetes adicionales sostienen la mandíbula inferior, que si no caería sin sujeción.
Detrás del trono hay una gigantesca máquina que funciona sin hacer ruido y que obliga al cuerpo del gobernante a mantenerse con vida desde hace milenios. Tubos gruesos como un brazo van desde la máquina a través del respaldo del trono hasta la espalda del gobernante, invisibles para un observador que entrara en la sala. Ellos obligan al pecho a seguir siempre respirando, al corazón a seguir siempre latiendo y suministran al cerebro y a los otros órganos alimento y oxígeno.
Los ojos del gobernante son las únicas partes del cuerpo que todavía puede mover. Puede derramar lágrimas cuanto quiera y, si no se hubieran evaporado, la sala estaría sumergida por las lágrimas que ya ha llorado. Puede mirar a donde quiera, pero desde hace mucho, mucho tiempo solamente mira a la imagen que tiene delante. Es una imagen burlona y terrible, que en todas las épocas no ha perdido nada de su crueldad: el retrato de quien le venció. El gobernante lo mira fijamente y espera que le sea concedida piedad. Espera, espera, espera, y llora.