13
Te volveré a ver

El ataque no había sido anunciado. Las naves espaciales desconocidas habían surgido de la nada y se habían acercado a la estación espacial sin dar una señal de reconocimiento y sin reaccionar a las llamadas. Y cuando los robots de combate orbitales que constituían la primera línea de defensa de la estación abrieron fuego, los extraños les devolvieron el ataque masivamente. Los habían hecho huir e incluso habían dañado seriamente uno de sus navíos. Pero era previsible que los extraños volvieran. Los daños que había dejado el ataque en la estación tenían que ser arreglados lo más deprisa posible, de modo que la próxima vez pudieran enfrentarse a ellos bien preparados y completamente dispuestos para funcionar.

Ludkamon había sido destinado a trabajos de reparación en la sección básica 39-201, junto a unos simples estibadores bastante ruidosos, y lo había odiado desde el principio.

La sección básica 39-201, una unidad de construcción plana, como un hangar, que servía como almacén provisional de contenedores y que estaba completamente automatizada, había sido afectada por un disparo y estaba fuera de servicio desde entonces. Se habían reparado los daños de la cubierta exterior y se había llenado de nuevo la sección de aire, pero pese a ello seguía sin funcionar.

—Escuchad todos —tronó el jefe de la tropa de reparaciones con una voz acostumbrada a las órdenes—. Formaremos grupos de dos y marcaremos todas las partes de las instalaciones que no funcionen como es debido. Luego reduciremos la gravedad en la zona y descargaremos manualmente los contenedores que no respondan. Y todo ello deprisa, si se os puede pedir: ¡la nave del túnel está esperando!

La mampara se abrió y dejó libre el paso a la sala inmensa y oscura, llena de estanterías y vías de transporte de las cuales algunas estaban abolladas o fundidas. Olía a frío y a polvo.

La división en grupos no funcionó y Ludkamon se fue solo. Le parecía bien. No podía aguantar a los estibadores, no desde que Iva…

No quería pensar en ello. Quizás estaba bien que tuviera una tarea en la que pudiera concentrarse. Sacó el rotulador y se dedicó totalmente absorto a comprobar los raíles: golpeaba los cilindros con la mano, escuchaba el sonido de su giro y los paraba de nuevo. Luego, donde los cilindros no se movían o el sonido al girar era sospechoso, pintaba una marca a un lado.

Y entonces descubrió un contenedor derribado.

Había muchos contenedores derribados en el hangar. Sin embargo, éste había caído desde una cinta de transporte que había sido afectada por los disparos, la parte lateral de una estantería destrozada lo había enganchado y había cortado la tapadera del contenedor como con un abrelatas.

Ludkamon contuvo el aliento. ¡Un contenedor abierto!

Toda su vida se había preguntado qué es lo que guardaban esos contenedores que llegaban a miles a diario para ser vueltos a cargar en la nave del túnel. Estaba prohibido saberlo. Los contenedores —altos como un hombre, anchos como un hombre y de un grueso que alcanzaba hasta las caderas— estaban siempre cerrados y sellados. Y corrían los más fantásticos rumores sobre su contenido.

Ludkamon miró hacia todos lados. Nadie le prestaba atención. Un paso nada más y lo sabría. Un paso y descargaría la cólera del Emperador sobre sí.

Y qué más daba. Un paso, y Ludkamon se inclinó sobre el agujero abierto en la tapadera del contenedor.

Le envolvió un olor desagradable y rancio. Su mano tocaba algo blando, peludo. Lo que pudo aferrar y sacar por el agujero parecía una colcha gruesa o una alfombra fina. Parecía tener exactamente las medidas del contenedor. Y el contenedor estaba lleno de ello. ¿Alfombras? Extraño. Ludkamon volvió a meter la cosa blanda lo mejor que pudo.

—¿Acaso querías echar un vistazo dentro del contenedor? —Una voz tonante le hizo sobresaltarse.

Ludkamon se alzó.

—Eh, no —balbuceó.

El jefe de equipo estaba delante de él y le contemplaba desconfiado de arriba a abajo.

—Apuesto a que sí. Ludkamon, tu curiosidad te costará algún día la cabeza.

El médico se inclinó sobre la herida abierta con una expresión inmutable, todo lo más ligeramente asqueada, y unos movimientos que traicionaban claramente que consideraba su presencia aquí una rutina molesta. El hueso del cráneo estaba desplazado, una superficie tan grande como dos manos, y debajo aparecía la masa cerebral, gris y sin vida. Acercó la lámpara que flotaba sobre su cabeza de modo que la luz iluminara la fractura sin sombras.

—¿Y bien? —preguntó el otro hombre. Su voz resonó en la sala, estéril y grande.

—Ya no funciona.

El médico tomó con un suspiro una sonda de su soporte y tocó con ella el cerebro sin demasiadas precauciones. Observó los instrumentos durante unos instantes. No se movió nada.

—Está muerto, no hay duda —dijo por fin.

El otro resopló con rabia.

—¡Estupendo! ¡Precisamente ahora!

—¿Contáis con que los atacantes volverán?

—Sobre aviso y mejor armados. Sí. Da igual, necesitamos tan rápido como sea posible un sustituto en la sección superior antes de que ataquen una segunda vez la estación.

El médico asintió indiferente.

—Estoy listo.

Comenzó a retirar las tuberías de suministro y a desconectar los aparatos. El murmullo que había estado sonando todo el tiempo en la fría habitación, bajito y casi imperceptible, enmudeció.

¡Ping!

El radar espacial llamó la atención con una señal metálica sobre un nuevo punto que había aparecido en la pantalla. El hombre en la consola miró hacia arriba. Descubrió enseguida el punto que parpadeaba solitario en la pantalla y su mano se dirigió nerviosa hacia el interruptor de alarma.

Transcurrieron interminables segundos antes de que junto al punto apareciera la identificación correspondiente y éste cesara de parpadear. K-70113. Una nave imperial. El hombre soltó el botón de alarma y encendió la radio.

—K-70113, habla la estación del portal. Tiempo de a bordo 108. Estamos en nivel de alarma superior. Estad preparados para ser escoltados por robots de combate. Tenéis la zona de acercamiento suroeste. Desde 115 recibiréis un rayo de tracción. Vuestro muelle de amarraje es el 2.

La voz que provenía del altavoz sonó serena y profesional como siempre.

—Estación del portal, entendido. Zona suroeste, muelle 2, rayo de tracción desde 115. Corto.

—Corto —confirmó el hombre. No habían preguntado por los detalles. Seguramente no sabían todavía lo del ataque de las naves extrañas. Bien, ya se enterarían.

Desde su lugar en la cabina de cristal, Ludkamon podía ver todo el muelle, las gigantescas puertas de las esclusas, las pasarelas y las escalerillas y los montones altos como casas de contenedores vacíos. Al Emperador servimos. Las cuentas del rosario se deslizaban tranquilizadoras por sus dedos. Cuya palabra es ley. Recitaba por quién sabe qué vez más en aquel día el juramento de los Guardianes del Portal para mantener controlados sus pensamientos que galopaban salvajes. Cuya voluntad es nuestra voluntad. Cuya cólera es terrible. Todo funcionaba más despacio desde el ataque de los extraños. Las reparaciones estaban casi terminadas y había largos períodos de espera en que él no podía hacer nada que no fuera aquello. Quien no perdona sino que castiga. Y cuya venganza perdura eternamente.

Una vez más le pasaba por la cabeza la pregunta de por qué razón la cuenta que se alcanzaba cuando se pronunciaba la última frase del juramento estaba cubierta de pelo y no tuvo más remedio que pensar en la extraña tela que había encontrado en el contenedor. Luego vio a Iva, su Iva, que bromeaba con Feuk, aquel tipo repugnante y engreído, y los celos contenidos con mucho esfuerzo estallaron otra vez.

Ludkamon contempló su imagen en el espejo de una de las pantallas desconectadas. Vio un delgado joven que daba una sensación desmañada y torpe y que por lo demás ofrecía una imagen que pasaba bastante desapercibida. A regañadientes tuvo que reconocer que no sabía muy bien cómo explicar el que una chica como Iva quisiera tener algo que ver con él. Que le gustara Feuk le parecía más comprensible y sentía un dolor ardiente en sus vísceras al recapacitar sobre ello; se veía a sí mismo, un ser pequeño y poco agraciado. Feuk era un estibador, grande, fuerte y seguro de sí mismo, un gigantón con rizos dorados y músculos de acero. Él, Ludkamon, había conseguido llegar a capataz de carga siendo asombrosamente joven, una posición que a Feuk, a causa de sus exigencias intelectuales, le estaba vedada para siempre. Ludkamon se sentía llamado a puestos aún más altos. Sin embargo, nunca había visto que las mujeres se sintieran impresionadas por las cualidades intelectuales.

En la pantalla delante de él brilló un mensaje. Ludkamon lo leyó con desgana y encendió con un rabioso movimiento los altavoces del hangar para emitir las instrucciones precisas.

—El puesto de vigilancia espacial anuncia la llegada de la nave imperial K-70113. La hora prevista de llegada es 116.

Entre los peones de descarga hubo un movimiento. Se colocaron en posición las cintas de transporte. Los contadores se pusieron a cero, las vagonetas de transporte ocuparon su lugar. Una lámpara de señales brilló sobre las puertas de las esclusas para mostrar que se estaba bombeando el aire fuera de la cámara. El molesto chirrido de las grandes puertas que tenían que contener el vacío resonaba amenazadoramente a través del hangar, pero estaban acostumbrados a él.

¡Allí! Feuk le había pellizcado en el culo y ella se había reído. Ella hacía simplemente lo que quería. Él jamás se adaptaría a sus desenfrenadas ganas de vivir. Lleno de rabia, Ludkamon arrancó la hoja superior de su cuaderno y lanzó la bola arrugada hacia un rincón.

La noticia había sido extendida por todos los medios de comunicación de la estación del portal a los habitáculos: «La dirección de la estación hace saber que el vencedor de los próximos campeonatos será ascendido a la sección superior».

Centenares de personas vieron su oportunidad. Era la ocasión para que cualquiera pudiera llegar al nivel de la dirección. Se decían cosas maravillosas sobre el lujo que se disfrutaba en la sección superior. Nadie la había visto. La sección superior estaba estrictamente separada de la sección principal y nadie que hubiera sido ascendido a los niveles de dirección había vuelto jamás a los niveles inferiores. Al parecer los miembros de la sección superior llegaban incluso a ser sometidos a los tratamientos para alargar la vida. En cualquier caso: no aplastarse de nuevo un dedo, no volver a descargar contenedores. Ésa era la oportunidad.

Ella le besó tierna y largamente y él tuvo la sensación de disolverse en humo rosáceo. Jadeante, se agarró a sus cabellos, absorbió su perfume como si fuera una fragancia celestial y susurró con los ojos cerrados:

—Iva, te quiero.

—Yo también te quiero, Ludkamon.

Ella le dio un beso en la punta de la nariz y se incorporó.

Él quedó tendido con los ojos cerrados, repasando las tiernas sensaciones que había en su interior. Cuando se dio cuenta de que ella se estaba vistiendo se alzó bruscamente.

—¿Qué haces? ¿A dónde vas?

Ella miró al reloj.

—Tengo una cita con Feuk.

—¿Con Feuk…? —casi gritó—. ¡Pero si acabas de decirme que me quieres!

—Y lo decía en serio. —Sonrió, una sonrisa que pedía perdón—. Pero también quiero a Feuk.

Ella le besó una vez más y se fue. Ludkamon la miró perplejo. Luego apretó el puño y golpeó su colchón una y otra vez, una y otra vez.

La nave de transferencia colgaba como una excrecencia enorme en forma de burbuja de la parte inferior de la estación del portal. Comparada con los buques imperiales que circundaban la estación como los insectos una planta, parecía casi monstruosa. Los contenedores desaparecían en interminable corriente dentro de su insaciable bodega, vigilados por los hombres y mujeres de uniformes negros a los que se llamaba respetuosamente «conductores del túnel».

A diario acudían las naves imperiales, aterrizaban en uno de los veinticuatro muelles de descarga, eran descargadas y volvían a despegar con los contenedores vacíos. En los días de mayor tráfico se intercambiaban más de cincuenta mil contenedores, a veces incluso ochenta mil. Normalmente no eran más de diez mil los contenedores que cada día traqueteaban sobre las interminables cintas y raíles transportadores de la sección de descarga, desde los muelles de descarga hasta la estación de despegue de la nave de transferencia.

La luz roja del sol cercano brillaba siniestra sobre el casco opaco y arañado por las corrientes de partículas y los micrometeoritos de la gigantesca estación del portal. Casi nadie miraba afuera, al espacio exterior. Había muy pocas ventanas porque apenas había nada que ver. Un gran sol rojo y luego aquella extrañísima mancha en el espacio, en cuyos bordes desaparecía la luz de las estrellas lejanas: el túnel.

En el almacén de los contenedores Ludkamon la obligó a hablar con él, esperando que no se diera cuenta de que estaba temblando.

—Iva, no puedo seguir así por más tiempo. Desde mi cuarto te vas al de Feuk y desde el de Feuk te vienes al mío, siempre de acá para allá. Yo no lo aguanto.

Durante las últimas palabras tuvo que contenerse para que su voz no se transformara en un torpe lloriqueo.

—¿Y? —preguntó ella con insolencia—. ¿Qué piensas hacer? ¿Separarte de mí?

La mera idea, la mera palabra, produjo que todo en él se tensara. Apretó los puños.

—¡Tienes que decidirte por uno de nosotros! —se emperró él.

Ella adoptó una expresión obstinada.

—Yo no tengo que hacer nada.

—Iva, ¡te quiero!

—Tal y como lo dices suena como «quiero que me pertenezcas».

Ludkamon no supo qué contestar a aquello. Ella tenía razón y eso le ponía aún más rabioso.

—¡Ya verás! —expulsó finalmente de sí y se alejó. Mientras se iba, esperaba que ella le llamase para que volviera, pero no lo hizo.

La siguiente nave que desembarcó en el muelle 2 era la K-5404. Sorprendentemente, traía no sólo cargamento, sino también relevos, provisiones y repuestos. A las provisiones y los repuestos se los esperaba ya urgentemente, pero los relevos eran un problema. La K-22822, que tenía que llevarse a la tripulación sustituida, no había llegado todavía, así que tuvieron que llenar de aire y calentar los incómodos y estrechos habitáculos de emergencia en la sección de máquinas. A cambio se podía poner tripulación doble en los puntos de artillería.

—¡Feuk! —Ludkamon gritó a través de todo el comedor y le importaba un pimiento que le escucharan los centenares de personas a su alrededor—. ¡Feuk, yo te reto!

El robusto estibador se volvió lentamente. Su mirada se deslizó buscando entre la multitud y bajo sus ropas se dibujaban músculos como cables de acero.

—¿Ah, sí? —murmuró divertido, al ver apresurarse hacia él al pequeño capataz.

—Feuk, ¡quiero luchar contigo! —Ludkamon estaba de pie, enfebrecido delante de su rival.

—Con gusto —sonrió el otro—. ¿Salimos o tengo que tumbarte aquí mismo?

Ludkamon agitó la cabeza.

—Te reto a que combatas conmigo en los campeonatos. El que llegue más lejos de los dos se quedará con Iva y el otro se retirará.

En el comedor reinó de pronto una tensión expectante.

Feuk reflexionó.

—No he tomado parte nunca en un campeonato —dijo, pensativo.

—Yo tampoco. Así que es juego limpio.

Alguien murmuró aprobadoramente.

Feuk contempló a su retador con desprecio.

—Bueno —dijo entonces—. Tal y como lo veo, no creo que consigas ni siquiera clasificarte. Así que está bien.

Ludkamon le alargó la mano.

—¿Hecho? ¿Por tu honor?

—Hecho. Por mi honor —respondió Feuk con una mueca, y le chocó los cinco, apretando la mano de Ludkamon con tanta fuerza que éste casi cayó de rodillas.

La gente que estaba a su alrededor aplaudió.

La gran sala de reuniones que estaba justo en el centro de gravedad de la estación del portal fue preparada para los campeonatos. Las instalaciones técnicas precisas se hicieron, como siempre, muy rápidamente.Los problemas de organización, por el contrario, eran más difíciles. Seguían estando en nivel superior de alarma, por lo que los sistemas de defensa debían hallarse totalmente ocupados incluso durante el torneo. Por otro lado, dado que para el vencedor estaba prescrito el ascenso a la sección superior, no había restricción alguna del número de participantes. Todo el que se clasificara tendría derecho a combatir.

—¡Ludkamon! ¿Te has vuelto loco?

—No. Simplemente intento evitar volverme loco.

Ella estaba fuera de sí de rabia. Contra todos los reglamentos, había venido a su cabina durante el horario de trabajo y ahora todo el equipo de descarga miraba desde abajo cómo ella estaba de pie delante de él y le hacía una escena. Que no se pudiera oír nada a través de las paredes de cristal sólo hacía las cosas más interesantes.

—Pensé que no lo había oído bien. Luchar por mí. Queréis pegaros por mí. Gracias, muy halagador. Y a mí no me ha preguntado nadie, ¿verdad?

—Yo te pregunté, Iva.

—¿Cuándo?

—Yo te pregunté por cuál de los dos te ibas a decidir.

—¡Pero yo no quiero decidirme!

—Y por eso ahora arreglamos la cosa entre nosotros.

—La cosa. Ajá. Así que yo soy una cosa para vosotros. Un trofeo. El primer premio que se coloca en una estantería. O que se tiende en la cama, en este caso.

—Queremos poner por fin las cosas claras.

—¿Y por qué no os habéis pegado allí mismo, en el sitio donde estabais?

—Iva, Feuk es estibador y grande como un armario. Hubiera sido injusto.

—Ludkamon, el que alguien quede bien en los campeonatos es en buena parte resultado de su predisposición. Sólo porque tú seas capataz y Feuk un simple estibador no tienes más posibilidades que él.

—Cierto. Es juego limpio.

Ella le miró perpleja.

—¿Y si perdieras romperías conmigo?

—Sí.

—¡Canalla!

—Pero voy a ganar.

Un grito inarticulado se ahogó en la garganta de ella.

—¿Por qué no me habéis jugado a los dados? ¡Eso hubiera sido juego limpio! —murmuró ella. Luego dio un portazo y gritó hacia la sala—: ¡Hombres!

El encargado de las clasificaciones miró inquisitivo al joven sentado en la silla que tenía un aspecto tan extrañamente nervioso.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, al tiempo que sacaba el lápiz.

—Ludkamon.

—¿Cargo?

—Capataz del muelle de carga 2.

El hombre consultó una lista. Capataz de carga: no era un cargo importante para la defensa. Así que no era necesario encontrar un sustituto. Dejó el formulario a un lado y le alcanzó al candidato un casco de lucha.

—¿Has combatido alguna vez en un campeonato?

—No.

¡Oh, Emperador! Otra vez uno de esos caballeros de fortuna que soñaban con escapar de las incomodidades cotidianas del servicio del portal. Otra vez uno de esos que se sentía digno de ser admitido en la enigmática sección superior, el círculo más escogido que cabía imaginarse.

—Bien, te lo explicaré —comenzó el encargado con paciencia—. Tienes que ponerte este casco y tener cuidado de que los sensores de la parte delantera estén bien pegados a tu frente. Así. Ahora bajas el visor. ¿Qué ves?

—Una bola amarilla.

—Bien. Muévela.

—¿Moverla? —preguntó el joven perplejo—. ¿Y cómo?

—Simplemente pensando —le explicó el encargado—. Con la fuerza de tu imaginación. El casco capta esos impulsos y los transforma en movimiento. Aquí sólo tú ves la pelota, pero en el campeonato la verán también los espectadores. Y no será sólo una pelota. En la segunda ronda serán tres, luego cinco, etcétera. Lucharás con tus oponentes por el control sobre esas pelotas y cuantas más bolas controles más lejos llegarás.

—Lo principal es que llegue más lejos que… —comenzó el joven y se interrumpió.

El encargado aguzó el oído.

—¿Qué quién?

—Nadie. ¿Qué tengo que hacer?

En fin. No le importaba qué problemas tuviera el delgado muchacho.

—Mueve la pelota. En círculo, si te es posible.

El hombre comprobó a través de la pantalla lo que mostraba el visor del casco. La pelota se movía, dubitativa primero, luego cada vez más rápida, en un círculo aproximado.

—Gracias —dijo el hombre, y puso una cruz en el formulario—. Te has clasificado.

El campeonato, por lo general un juego no muy popular, se abrió esta vez con gran pompa. Prácticamente todos los que no estaban atados a sus puestos por el estado de alarma se habían reunido en las gradas de la sala. La música sonaba, luces multicolores bailaban sobre el techo y el ambiente estaba muy relajado.

Apareció el orador de los niveles de mando. La música enmudeció, se apagaron las luces de colores, volvió el silencio a la gran arena.

—Vamos a abrir el campeonato —dijo— repitiendo nuestro juramento, el juramento de los vigilantes del portal. Por favor, seguidme.

Hubo un crujido y un contenido murmullo cuando todos se levantaron.

—Al Emperador servimos —comenzó.

Al Emperador servimos —repitió el coro de miles de voces de la tripulación.

—Cuya palabra es ley. Cuya voluntad es nuestra voluntad.

—Cuya palabra es ley. Cuya voluntad es nuestra voluntad.

—Cuya cólera es terrible. Quien no perdona sino que castiga.

—Cuya cólera es terrible. Quien no perdona sino que castiga.

—Y cuya venganza perdura eternamente.

—Y cuya venganza perdura eternamente.

Un estallido de banda de música.

—Declaro abierto el campeonato —proclamó el orador.

Mientras Ludkamon andaba hacia el campo de juego junto a los otros, con el casco apretándole, sus ojos buscaron por las gradas y no encontraron a Iva. Había demasiados rostros. Quizá no estaba allí en absoluto.

Tenía que concentrarse en la lucha. Ésta era su oportunidad para vencer a Feuk. La única que tenía.

Su primer contrincante fue fácil. A una señal apareció entre ellos una pelota amarilla y sobre la cabeza de cada jugador parpadeó un rectángulo azul pálido. Aquél que lograba hacerse con la pelota y transportarla por encima del rectángulo del otro, ganaba. Ludkamon ganó en unos segundos.

Luego miró a su alrededor. Feuk estaba muy lejos, pero también parecía haber ganado.

Así que bien. La siguiente ronda.

Esta vez fueron tres pelotas, pero Ludkamon las tomó todas y las colocó en el objetivo. Victoria de nuevo.

Dirigió la mirada hacia Feuk. También él había terminado y a su vez le dirigía la mirada.

Aquello le intranquilizó. Ludkamon se limpió el sudor de las cejas. No oía los gritos de los espectadores, sólo tenía ojos para su rival. En su interior se había hecho a la idea de que era espiritualmente superior a su rival, pero parecía que Iva había tenido razón y que aquí reinaban otras condiciones. Poco a poco se fue dando cuenta de que no sería una lucha fácil.

—Estación del portal, habla la nave imperial K-6937. Pedimos acceso.

—K-6937, aquí habla la vigilancia espacial de la estación del portal. De momento no es posible la descarga. Por favor, poneos en posición de espera.

—Vigilancia espacial, ¿por qué?

—En este momento se está celebrando un gran campeonato.

Otro canal.

—Nave del Emperador K-12002 llama a la estación del portal.

—K-12002, aquí vigilancia espacial…

El número de puntitos de luz alrededor de la estación del portal crecía constantemente. En los muelles de descarga había parado el trabajo. Únicamente continuaba la carga de la nave de transferencia, pese al campeonato.

Once pelotas. Los ojos de Ludkamon ardían a causa del sudor y el casco parecía que le iba a destrozar el cráneo. Once pelotas y ambos estaban todavía en el juego. Lanzó una mirada furiosa a Feuk por encima del campo iluminado del otro jugador. No tiraría la toalla. Percibió la pasión que quemaba en su interior como una llama que le consumía.

Once pelotas. Con ello habían dejado atrás a muchos jugadores buenos y conocidos. En cualquier caso acabarían en algún lugar muy por delante de la clasificación.

El pensamiento de que él, cómo principiante, había vencido a tan famosos jugadores del campeonato como el técnico Pai o el soldado Buk le hizo sentirse inseguro durante un instante y durante un instante tembló la construcción formada por las once pelotas bailarinas.

No podía perder ahora la concentración. Apretó los puños, se balanceó en sus piernas extendidas sin perder de vista las pelotas. Su contrincante era fuerte y conocía todos los trucos. Desde que había más de siete pelotas en el juego las luchas eran ahora más difíciles y duraban más tiempo.

El último contenedor se enganchó en un contador poco antes de que la cinta transportadora lo dejara en el interior de la nave de transferencia. Dado que la cifra prevista todavía no había sido alcanzada, toda la maquinaria de transporte siguió rodando vacía, así que los cilindros golpeaban con un ruido que ponía los nervios de punta contra la parte inferior del contenedor, que se había quedado inmóvil.

El sonido alarmó a un miembro de la tripulación de la nave de transferencia. El conductor del túnel se apresuró a acercarse e intentar liberar el contenedor de su enganche pero, dada la presión incansable de la banda de transporte, no lo conseguía soltar él solo. Llamó a un segundo hombre.

—Estas cosas siempre pasan en el último momento —dijo.

—Sí. ¿Cómo va el juego?

—Parece que esta vez van a llegar dos desconocidos a la final. Una pena que no estemos para entonces.

El único horario al que estaban atados los conductores del túnel era el pulso del túnel, al que se denominaba también «marea».

Entre los dos consiguieron mover el contenedor de vuelta a la cinta transportadora. Rodó traqueteando hasta el lugar que tenía asignado y entonces toda la maquinaria de transporte se desconectó. De pronto reinó el silencio en los pasillos y las cabinas, salvo por el susurro inerme de unos cilindros que se iban deteniendo poco a poco.

La sala estallaba. Los hombres y mujeres estaban de pie en sus asientos y gesticulaban con los brazos mientras gritaban. El juez del juego desde su alto taburete apenas pudo hacerse entender entre el tremendo ruido cuando anunció el estado del juego.

—¡Final! ¡Van a luchar… Ludkamon contra Feuk!

La sensación era perfecta. Dos principiantes habían conseguido expulsar a todos los famosos de unos grandes campeonatos y alcanzar la final. Una final que, con sus diecinueve pelotas, mostraba un grado de dificultad raras veces alcanzado.

Ahora te venceré, pensó Ludkamon decidido. Te dejaré tirado de una vez para siempre. Observó a Feuk con los ojos medio cerrados mientras un ayudante le masajeaba la nuca. A su rival le estaban echando agua en el rostro. Su torso desnudo brillaba a causa del sudor.

De pronto, Ludkamon descubrió a Iva entre los espectadores. Mientras alrededor todos gritaban y aullaban, ella estaba de pie, pálida de terror, con los ojos muy abiertos y las manos sobre la boca. Cuando él la vio, se acordó de pronto de que el vencedor de los campeonatos sería elegido para que le ascendieran a la sección superior.

¡Y uno de los dos sería ese vencedor después del combate siguiente!

Una sonrisa maligna brilló en el rostro de Ludkamon. Eso sería genial. Era el truco más genial posible. ¡Él, Ludkamon, perdería intencionadamente la final! Con ello, Feuk sería declarado automáticamente el vencedor del campeonato y él, Ludkamon, tendría a Iva sólo para sí.

Era genial. Era la ocasión ideal para librarse para siempre de aquel molesto rival. Y lo mejor: nada podía salir mal.

—Compuertas cerradas y selladas.

—Extractores listos y en movimiento.

—Tubería de suministro fuera, suministro de a bordo en funcionamiento.

El hombre del uniforme negro se dobló y tocó una serie de paneles.

—Nave de transferencia a vigilancia espacial. Estamos listos para desacoplarnos.

—Aquí la vigilancia espacial. Os vais a perder la final del campeonato.

—Sí, pero nuestros corazones laten ahora con la marea del túnel… —Un proverbio de los conductores del túnel.

—Por supuesto. Listos para desacoplar en diez… cinco… tres, dos, uno, ¡desacople! Buen viaje.

El hombre del uniforme negro sonrió.

—¡Gracias, estación del portal!

Suavemente, sin la más mínima vibración, la nave de transferencia se soltó de la enorme estación espacial y flotó despacio en dirección a la extraña mancha negra sobre el fondo del mar de estrellas.

Ludkamon había insultado e incitado a Feuk de todas las formas posibles para hacer que le dominara la rabia de la lucha. Ahora, cuando estaban enfrente el uno del otro para el combate final, Ludkamon le sacó la lengua una vez más, lo que los espectadores recibieron con un aullido frenético, y que a Feuk pareció volverle loco de rabia. Eso estaba bien. Tenía que estar ciego de cólera, ciego de rabia y luchar con desenfreno. Tenía que odiarle, tenía que olvidar todo excepto el deseo de vencerle a él, Ludkamon.

Y él le concedería ese deseo. Ludkamon sonrió, seguro de su victoria.

El gong sonó y tres proyecciones tridimensionales de diecinueve pelotas aparecieron sobre el campo de lucha.

Por un instante surgió otro pensamiento en la mente de Ludkamon: si luchaba y ganaba podría descubrir qué significaba la sección superior. Quizás era cierto lo que se decía, el lujo inimaginable, la larga vida… ¿Quizás estaba llevando a cabo una lucha ridícula? La sección superior, eso sí que era una oportunidad que no volvería a tener. Perderla por una mujer veleidosa…

Con puro espanto contempló Ludkamon cómo de pronto las diecinueve bolas se pusieron en movimiento. Salieron disparadas contra el campo que estaba sobre la cabeza de Feuk y desaparecieron allí, antes de que Ludkamon pudiera actuar.

La tensión de la multitud se desbocó en un júbilo que atronaba los oídos. Las bandas de música comenzaron a tocar. El juez del juego intentó hacerse entender por los altavoces sin conseguirlo. Pero sólo cuando los primeros espectadores saltaron por encima de las vallas y corrieron hacia él se dio cuenta Ludkamon de que, de algún modo, había ganado el campeonato.

¡Feuk! ¡Feuk, ese granuja! Ahora estaba todo claro. A Feuk se le había ocurrido exactamente la misma idea que a él, pero no había vacilado en impulsar de inmediato su propia derrota.

Impotente, Ludkamon tuvo que contemplar cómo Feuk se reía con sorna y le saludaba con una reverencia. Le había engañado. Ludkamon entrecerró los ojos. Ahora sólo le quedaba esperar que la sección superior le recompensara por ello. Al menos, en el futuro ya no se tendría que pillar ningún dedo.

Iva tenía lágrimas en los ojos cuando se le acercó.

—¿Estás contento ahora? —sollozó.

—Iva —murmuró turbado—. Nadie podría haber imaginado esto…

Ella le abrazó y le apretó contra sí con la vacilación de la despedida.

—Ahora has ganado y pese a ello has perdido, tú… ¡idiota!

—Esto no es definitivo, Iva —susurró perplejo.

—Pronto me olvidarás. Irás a la sección superior y no volverás a pensar en mí.

Él agitó la cabeza y notó un sentimiento de ahogo en su garganta.

—Nunca te olvidaré. Te volveré a ver. Te volveré a ver, te lo prometo.

Negrura inmensa, temblorosa y pulsante, un extraño Maelstrom de oscuridad impenetrable que parecía tragarse las estrellas. La nave de transferencia era como una mota de polvo llevada por un remolino.

—Y otra vez al mundo oscuro —dijo uno de los hombres en la cabina.

Mil veces se habían atrevido a dar el salto, pero los conductores del túnel seguían conteniendo el aliento.

La negrura pareció hincharse. Era un sentimiento como si se cayera por el borde de una catarata. La nave de transferencia desapareció del universo.

Las conexiones estaban listas. El armazón que tendría que contener al nuevo miembro de la sección superior estaba abierto, las soluciones alimenticias latían regularmente a través de la red de tubos transparentes.

El médico controlaba los instrumentos. Señalaban una función normal. Un caso de rutina.

Unos flexibles tubitos de plata conducían a la boca semiabierta del paciente, cables blanquigrises terminaban en los agujeros de la nariz y en unos cortes en la parte trasera de la cabeza, que había sido rasurada. Los ojos y las orejas ya habían sido retirados y sustituidos por enchufes. La mirada del médico se deslizó lateralmente sobre el cuerpo delgado y nervudo del joven que estaba desnudo sobre la mesa delante de él. Sintió un pesar pasajero. Luego expulsó aquellos pensamientos, colocó la sierra y comenzó a separar la cabeza del torso.

—Iva, tienes que olvidarlo por fin. —Feuk mantenía las tiernas manos de Iva entre sus poderosas zarpas y la miraba sin saber qué hacer. La mirada de ella estaba dirigida hacia el infinito—. Él está ahora en la sección superior, y pertenece a los niveles de mando. ¿No piensas que si quisiera podría contactar contigo?

Ella agitó lentamente la cabeza.

—No puedo creer que me haya olvidado tan pronto.

Veía a través de miles de ojos y tenía miles de brazos. Escuchaba en sus pensamientos las órdenes a cumplir y sólo con sus pensamientos dirigía también la escuadrilla de robots de combate que cruzaban por el espacio que rodeaba a la estación del portal. Conectado al sistema informático, cuyas conexiones e interruptores atravesaban la estación espacial entera, veía todo y viviría durante siglos.

Te veo, Iva. Te veo a través de miles de ojos. ¿No te lo había prometido?