No esperaba más, sólo su muerte. Y ésta iba a ser horrible, horrible para él y horrible para quienes dependían de su silencio. La vida de miles, quizás el futuro de todo el movimiento, dependía de que él pudiera guardar silencio sobre los secretos que se le habían confiado. Y él sabía que no podría hacerlo.
Los esbirros del Emperador intentarían romper su silencio con todos los medios a su alcance. Y se trataba de medios terribles, horrorosos procedimientos ante los que él no podría contraponer nada. Le esperaban dolores que sobrepasarían todos los dolores que hubiera experimentado. Y los dolores no serían todo. Había otros procedimientos, más efectivos, más refinados, contra los que la fuerza de voluntad no serviría para nada. Le llenarían de drogas. Le instalarían sondas en los nervios. Utilizarían aparatos de los que él no había oído hablar nunca antes. Y al final le harían hablar. En algún momento se enterarían de lo que quisieran saber.
Sólo había una salvación, sólo una esperanza: tenía que morir antes de que ellos hubieran llegado tan lejos.
Sin embargo, eso no era tan fácil. Si hubiera visto alguna posibilidad de poner fin a su vida no lo hubiera dudado ni un momento. Pero le habían quitado todo, primero la cápsula de veneno que cada rebelde llevaba y luego todas sus vestiduras, todas. Habían explorado cada uno de los orificios de su cuerpo para ver si escondía objetos y le habían examinado de la cabeza a los pies con rayos X. Todo lo que llevaba puesto era un traje ligero y muy fino hecho de una especie de algodón.
La celda en la que le habían encerrado era pequeña y estaba vacía, asépticamente limpia. Las paredes eran de puro acero, brillante como un espejo, al igual que el techo y el suelo. Había un pequeño grifo del que goteaba agua tibia al abrirlo y un contenedor fuertemente atornillado al suelo para sus necesidades. Eso era todo. Ningún colchón, ninguna manta. Se veía obligado a dormir en el suelo.
Había pensado romperse el cráneo lanzándose en una acción súbita y dudosa contra la pared, tan repentinamente que no pudieran evitarlo. Pero a un palmo de la pared comenzaba un campo de fuerza que hacía imposibles los movimientos rápidos y que ante intentos de este tipo producía un efecto como el de la goma, sólo que más efectivo.
Hacía calor. Las paredes y el suelo debían de tener calefacción. Suponía que muy cerca de su celda debía de haber una gran máquina, quizás un generador, pues cuando yacía en el suelo podía percibir unas débiles vibraciones. La luz de las tres lámparas en el techo no se apagaba nunca y él estaba seguro de que era observado, aunque no tuviera indicio alguno de en qué forma.
En la puerta había una portilla semicircular que se cerraba de vez en cuando y cuando se volvía a abrir contenía su comida diaria. Era siempre la misma pasta aguada y sin sabor en una escudilla transparente. Era con lo único que le habían amenazado: si rechazaba la comida, sería atado y alimentado artificialmente. Así que comía. No había cuchara, tenía que beber la pasta. La propia escudilla también era blanda y quebradiza y en absoluto apta para cortarse las venas o algo parecido.
Era la única distracción y su única medida del paso de las horas. El resto del tiempo solía sentarse en un rincón, con la espalda apoyada en la pared, y meditaba. Se le aparecían los rostros de sus amigos, como si estuvieran despidiéndose, y veía episodios de su vida, como si quisieran rendir cuentas. No, no lamentaba nada. Volvería a hacer lo mismo otra vez. También ese vuelo de reconocimiento que se reveló como una refinada trampa. Nadie lo hubiera sospechado. Él no tenía nada que reprocharse.
A veces también los pensamientos guardaban silencio. Entonces se sentaba allí y veía su borrosa imagen reflejada en la pared de enfrente y se dedicaba simplemente a percibir que estaba vivo. No lo estaría por mucho más tiempo. Cada momento era ahora precioso.
En aquellos instantes se sentía en paz consigo mismo.
Luego había momentos de miedo. La seguridad de que la muerte estaba próxima y era inevitable despertaba un miedo animal, de una antigüedad de millones de años, un miedo que se negaba a todo razonamiento, que dejaba a un lado toda reflexión y que aplastaba toda necesidad de mayor rango, que nacía de las más oscuras profundidades del alma y se convertía en una terrible marea. Como alguien que se ahoga, buscaba él en aquellos instantes una esperanza, una salida, y encontraba solamente la duda.
Poco a poco perdió su sentido del tiempo. Pronto le sería imposible decir cuánto tiempo llevaba encerrado, días o meses. Quizás le hubieran olvidado. Quizás simplemente seguiría encerrado allí años y años, envejecería y moriría.
Vinieron mientras dormía. Pero el sonido de la llave en la puerta de su celda le hizo despertarse en apenas un segundo y ponerse en pie.
Así que había llegado la hora. Comenzaba la tortura. Contó dieciséis soldados de la guardia imperial que estaban de pie pegados unos a otros en el pasillo, todos armados con armas adormecedoras. Siempre pensaban en todo. No tenía ninguna oportunidad.
Uno de ellos, un hombre robusto y de poco pelo, con un rostro marcado por la dureza, se acercó al hueco de la puerta.
—¿Rebelde Jubad? Venga —ordenó con brusquedad.
Dos soldados se acercaron a él con precaución y le ataron de forma que sólo podía dar pasos pequeños y cortos. Luego le unieron las muñecas con unas ligaduras y le pusieron una cadena alrededor de la barriga. Jubad les dejó hacer. Cuando le señalaron que se pusiera en movimiento, obedeció.
Caminaron a lo largo de un pasillo que estaba muy iluminado y alcanzaron un ancho túnel en el que esperaba con las puertas abiertas un transporte pesadamente blindado. No había oportunidad de huir y tampoco de lanzarse a un abismo o arrojarse contra un fuego mortal. Le ordenaron subir al transporte, se sentaron alrededor de él y comenzó el viaje.
Parecía que iban siempre todo derecho, durante horas. A veces viajaban en completa oscuridad. Entonces, los rostros de los soldados, que no le quitaban el ojo de encima ni por un segundo, aparecían, a la escasa luz del panel de mandos, como las máscaras de unos demonios. Algunas veces tuvieron que detenerse ante escudos de energía que brillaban peligrosamente y esperar a una minuciosa inspección a cargo de vigilantes que estaban dentro de cabinas blindadas y que llevaban a cabo largas llamadas telefónicas antes de desconectar las barreras y permitirles seguir el viaje. Durante todo el tiempo no se pronunció ni una palabra en el interior del transporte.
En algún momento continuaron de nuevo en la oscuridad, avanzaron otra vez hacia una mancha brillante en la lejanía y, repentinamente, el transporte salió a través de una abertura en una escarpada pared de roca y siguió flotando libremente por el aire sobre sus campos de antigravedad. Jubad miró asombrado a su alrededor, absorbiendo la increíble vista. Continuaban su sendero a mucha altura sobre un mar tranquilo, de color azul como la tinta, que se extendía de horizonte a horizonte y que soportaba la enorme cúpula de un cielo azulado y sin mancha. Detrás quedaba una cordillera de roca quebrada que caía perpendicular hacia el océano y por delante yacía el palacio del Emperador, resplandeciente a la luz del sol e increíble en su extensión apenas abarcable.
El Palacio de las Estrellas. Jubad había visto imágenes, pero ninguna imagen podía reproducir adecuadamente el lujo orgulloso y despilfarrador del gigantesco edificio. Ésta era la sede del Emperador, del gobernante de todos los mortales y, por ello, el corazón del Imperio. No había rebelde alguno que no soñara con llegar a aquel lugar como vencedor. Jubad venía como prisionero. Sus ojos se nublaron ante el pensamiento de los horrores que le podían aguardar allí.
El transporte descendió más, hasta pegarse tanto a la superficie del mar que se hubiera podido tocar con la mano la espuma del imperceptible movimiento de las olas. Las murallas que rodeaban el palacio se acercaban a toda velocidad, se hacían cada vez más altas. Unas puertas se abrieron como unas fauces que los tragaron y detrás apareció un alto hangar en cuyo centro aterrizó el transporte.
—Serás entregado a la guardia personal del Emperador —dijo el comandante.
Jubad se estremeció. Esto no significaba nada bueno. La guardia personal del Emperador estaba formada por los más abnegados de entre los escogidos, la elite de entre las elites, entregados al Emperador hasta la muerte y sin contemplaciones hacia sí mismos o hacia otros. Doce de ellos, enormes gigantes vestidos con uniformes dorados y parecidos los unos a los otros como hermanos, esperaban en el lugar del aterrizaje.
—Cuántos honores —murmuró Jubad deprimido.
Los guardianes le tomaron en su centro y esperaron con rostros inexpresivos hasta que el transporte se fue de nuevo. Entonces, uno de ellos se agachó y le quitó las ataduras de las piernas. Había menosprecio en aquel gesto. A nosotros no te nos escapas ni aunque puedas correr, parecía decirle con ello.
Le condujeron a través de pasillos sin fin. A Jubad lo embargaba el miedo, pero absorbió dentro de sí cada paso que daba y cada instante que transcurría. Pronto, en el corredor siguiente, o quizás uno más allá, se abriría la puerta hacia la habitación en la que finalizaría su vida. El relampagueo estéril de los instrumentos de ese cuarto sería la última luz en sus ojos, y sus propios gritos lo que se llevaría consigo en la oscuridad eterna…
Subían una amplia escalera. Jubad se dio cuenta de ello con confusión. Involuntariamente había supuesto que las cámaras de tortura y las habitaciones de los interrogatorios estarían en las profundidades del palacio, en los sótanos más profundos, donde nadie vivía y donde nadie podía escuchar ningún grito. Pero los guardias le condujeron a paso sonoro y regular sobre mármol brillante como espejo, a través de portales encajados de oro y a través de lujosas salas llenas de los tesoros artísticos de todo el Imperio. Su corazón golpeaba como un martillo en su pecho cuando atravesaron una pequeña puerta lateral, pero al otro lado sólo había una habitación blanca y sin adornos en la que, excepto algunos sillones y una mesa, no había más que un pequeño panel de mandos. Le señalaron que se quedara de pie, tomaron posición en la habitación y junto a las puertas y esperaron. No sucedió nada.
—¿A qué esperamos? —dijo Jubad por fin.
Uno de los guardias se volvió hacia él.
—El Emperador quiere verte —dijo—. Guarda silencio.
Los pensamientos de Jubad dieron un paso adelante, un salto hacia atrás y luego se hicieron un nudo, y su mandíbula inferior se hundió repentinamente. ¿El Emperador? Percibió que dentro de él estallaba un horror cálido. Jamás se había oído que el Emperador en persona tomara parte en un interrogatorio.
El Emperador quería verle. ¿Qué significado podría tener eso?
Pasó un buen rato hasta que el rebelde se dio cuenta de lo que esto significaba. Significaba que el Emperador mismo estaría pronto allí. Allí, en aquella habitación. Probablemente a través de aquella puerta que estaba vigilada por dos soldados a la derecha y dos a la izquierda. El Emperador vendría allí y estaría frente al rebelde.
Los pensamientos de Jubad corrían a toda velocidad, como un rebaño desbocado. ¿Era ésta su oportunidad? Si intentaba atacar al Emperador, entonces ellos seguramente le matarían, se verían obligados a matarle, rápido y sin dolor. Ésta era la oportunidad que había estado esperando. Le mostraría al tirano cómo sabía morir un rebelde.
Mientras Jubad estaba sumido en sus pensamientos, se abrió la puerta. Los guardianes se cuadraron. A pasos medidos, entró un anciano un poquito robusto, que al lado de los guardianes daba la sensación de ser un enano. Tenía la cabeza canosa y llevaba un uniforme casi monstruoso, totalmente repleto de chismes brillantes. Miró a su alrededor lleno de dignidad y dijo entonces:
—El Emperador.
Con esas palabras se hundió de rodillas, extendió los brazos y se dobló sumiso hacia delante hasta que tocó el suelo con la frente. Los guardias hicieron lo mismo y, al final, Jubad fue el único que permaneció de pie.
Y entonces el Emperador entró en la habitación.
Hay cosas que se olvidan y cosas que se recuerdan y entre éstas hay unos pocos instantes en la vida que a uno se le quedan siempre grabados en la memoria, como imágenes enormes y brillantes. Después, cuando Jubad se preguntaba cuál había sido el momento más impresionante y más emotivo de su existencia, siempre se veía obligado a reconocer a su pesar que había sido aquél.
La presencia del Emperador lo acertó como el golpe de un martillo. Por supuesto, conocía su rostro. Todo ser humano lo conocía y con el paso de los milenios parecía que el íntimo conocimiento de aquel rostro se había convertido en parte de la herencia genética de la humanidad. Había visto películas de él, había escuchado discursos suyos, pero nada le había preparado para… esto.
Allí estaba él. El Emperador. El gobernante de la humanidad desde hacía milenios, de todo el universo conocido, sin edad y más allá de toda medida humana común y corriente. Era un hombre delgado y grande, con un cuerpo lleno de fortaleza y un rostro casi perfecto y agudo. Vestido con un sencillo manto blanco, penetró en la habitación con una mesura interminable, sin el más mínimo movimiento superfluo y sin prisa alguna. Su mirada se posó en Jubad, y a éste le pareció hundirse en dos pozos negros e interminables.
Era abrumador. Era como si se enfrentara a una figura mitológica. ¡Ahora comprendo por qué se te tiene por un dios! Era todo lo que el pobre cerebro de Jubad podía pensar.
—Levantaos.
También el sonido de su voz era conocido, oscuro, contenido, matizado. Así hablaba alguien que estaba más allá del tiempo. Alrededor de Jubad, los hombres de la guardia se levantaron y se quedaron de pie, con las cabezas humildemente bajas. Asqueado, Jubad se dio cuenta de que al entrar el Emperador, también él había caído de rodillas inconscientemente. Se alzó de un salto.
El Emperador le miró de nuevo.
—Quitadle las ataduras.
Dos de los guardianes liberaron a Jubad de las últimas cadenas, las enrollaron y las hicieron desaparecer en los bolsillos de sus uniformes.
—Y ahora dejadme a solas con el rebelde.
El espanto apareció por un segundo en los rostros de los soldados, pero obedecieron las órdenes sin vacilar.
El Emperador esperó inmóvil hasta que todos desaparecieron y las puertas se hubieron cerrado detrás de ellos. Luego lanzó una corta mirada a Jubad, con una fina e impenetrable sonrisa en sus labios, y pasó junto al rebelde hacia el interior de la habitación, dándole la espalda sin prestarle atención, como si ni siquiera estuviera allí.
Jubad casi se desmayó, hasta tal punto ardía algo en él que decía: ¡Mátalo! ¡Mátalo! Ésta era una oportunidad que no volvería en miles de años. Estaba a solas con el tirano. Le mataría, con las manos desnudas, con dientes y uñas, y liberaría al Imperio del dictador. Cumpliría la misión de los rebeldes, él solo. Sin un ruido, sus manos se hicieron puños y su corazón golpeaba tan fuertemente que pensaba que el eco debía de estar resonando en toda la habitación.
—Todos tus pensamientos —dijo de pronto el gobernante— están girando ahora en torno a la idea de matarme. ¿Tengo razón?
Jubad tragó saliva. El aire de sus pulmones escapó en una tos. ¿Qué estaba pasando? ¿A qué juego jugaba el Emperador con él? ¿Por qué había hecho irse a la guardia?
El Emperador sonrió.
—Por supuesto que tengo razón. Los rebeldes sueñan con una situación como ésta desde hace milenios, estar a solas con el odiado déspota… ¿No es así? Di alguna cosa, me gustaría oír cómo suena tu voz.
Jubad tragó saliva.
—Sí.
—Te gustaría matarme ahora, ¿no es cierto?
—Sí.
El Emperador abrió los brazos.
—Bueno, guerrero, aquí estoy. ¿Por qué no lo intentas?
Jubad entrecerró los ojos con desconfianza. Observó al Dios Emperador, que estaba de pie esperando con paciencia, con su túnica sin adornos, las manos abiertas en un gesto de indefensión. Sí. Sí, lo haría. ¿Qué podía perder, más que la vida? Y él no quería más que morir, en cualquier caso.
Lo haría. Ahora. Enseguida, tan pronto como consiguiera saber la forma de hacer que su cuerpo se moviera y lo atacara. Miró aquellos ojos, los ojos del Emperador, el señor de los elementos y los astros, el todopoderoso amo, y la fuerza dentro de él desapareció. Sus brazos se agarrotaron. Tosió. Lo haría. Tenía que matarlo. Tenía que hacerlo, pero su cuerpo no le obedecía.
—No puedes —afirmó el gobernante—. Eso es lo que quería mostrarte. El respeto al Emperador está profundamente enraizado en todos los humanos, incluso en vosotros, los rebeldes. Es lo que te hace imposible atacarme.
Se volvió y fue hacia el pequeño cuadro de mandos, junto al que había dos sillones que estaban puestos en dirección a la pared. Con un gesto relajado y hasta gracioso, alargó la mano y pulsó un interruptor. Una parte de la pared se corrió sin hacer ruido hacia un lado y dejó ver una gigantesca proyección tridimensional de un panorama estelar. Jubad reconoció la silueta del Imperio. Parecía que cada estrella estaba representada y el reflejo de las galaxias bañaba la habitación en la que estaban con una luz fantasmal.
—Aquí me siento a menudo durante horas y contemplo el universo sobre el que tengo poder —dijo el Emperador—. Todas esas estrellas con sus planetas son mías. Todo ese espacio inabarcable es el lugar donde mi voluntad es hecho y mi palabra es ley. Pero el poder, el verdadero poder, no es jamás poder sobre cosas, ni siquiera sobre estrellas y planetas. El poder es siempre el poder sobre los seres humanos. Y mi poder no es sólo el poder de las armas y la violencia. Tengo también poder sobre los corazones y las mentes de los seres humanos. Billones de humanos viven en esos planetas y todos me pertenecen. Ninguno de ellos deja transcurrir un día sin dedicarme un pensamiento. Me adoran, me aman. Soy el punto central de sus vidas. —Miró a Jubad—. Jamás ha habido un Imperio mayor que el mío. Jamás ha tenido un ser humano más poder que yo.
Jubad miró fijamente al Emperador, a aquel hombre cuyos rasgos habían sufrido menos cambios que las imágenes de las estrellas en el firmamento. ¿Por qué le contaba esto a él? ¿Qué es lo que le tenía preparado?
—Te preguntas por qué te estoy contando esto y qué es lo que te tengo preparado —siguió el Emperador. Jubad quedó casi aterrorizado, al verse descubierto de un modo tan rápido y ligero—. Y además te preguntas si quizás soy capaz de leer la mente… No, no puedo. Tampoco es necesario. Lo que sientes y piensas está escrito en tu rostro.
Jubad sintió casi físicamente cuán inferior era ante aquel hombre antiquísimo.
—Por cierto, tampoco tengo intención de hacerte interrogar. Así que puedes relajarte. Te cuento todo esto porque quiero que entiendas algo… —El gobernante le miró con aire misterioso—. Ya sé todo lo que quiero saber. También sobre ti, Berenko Kebar Jubad.
Jubad no pudo reprimir un escalofrío al oír al Emperador pronunciar su nombre.
—Naciste hace veintinueve años en Lukdaria, uno de los puntos de apoyo secretos de la organización de los rebeldes, como primer hijo de Ikana Wero Kebar y de Uban Jegetar Berenko. Tu primera misión como explorador la emprendiste con doce años, luego recibiste formación en armamento pesado y artillería espacial, luego fuiste nombrado comandante de nave auxiliar y después comandante de navío, y finalmente designado para el mando de consulta del Consejo rebelde. —Una sonrisa casi irónica se formó en el rostro del Emperador al ver a Jubad completamente desconcertado—. ¿Debo contarte aún algunos detalles picantes de tu pequeño lío con aquella joven piloto? Tenías por entonces justo dieciséis años y ella se llamaba Rheema…
Jubad estaba horrorizado.
—¿Cómo… cómo sabéis eso? —balbuceó.
—Sé todo sobre vosotros —dijo el Emperador—. Conozco los nombres, posiciones y armamento de todos vuestros planetas de apoyo, Lukdaria, Jehemba, Bakion y como quiera que se llamen. Sé de vuestro gobierno en la sombra en Purat, de vuestra liga secreta en Naquio y Marnak y conozco incluso vuestro punto de apoyo secreto en Niobai. Conozco a cada uno de vosotros por su nombre, conozco vuestros objetivos y conozco vuestros planes.
Del mismo modo habría podido atravesar a Jubad con una espada ardiente. El terror que sintió era casi mortal. Jubad se había armado para una tortura que intentara arrancarle esas informaciones y estaba dispuesto a morir incluso para mantener secreto uno solo de esos nombres.
Sus piernas cedieron. Sin darse cuenta de lo que hacía, se sentó en uno de los sillones. Después de lo que había pasado, estaba cerca de perder la razón.
—Ah —dijo el Emperador y movió la cabeza en señal de reconocimiento—. Veo que eres de verdad un rebelde…
Jubad tardó unos instantes en comprender lo que quería decir: se había sentado mientras que el Emperador aún estaba de pie. Normalmente eso hubiera sido interpretado como un insulto mortal. Jubad, sin embargo, se quedó sentado.
—Si sabéis todo eso —dijo, consiguiendo controlar su voz con mucho esfuerzo—, entonces me pregunto qué es lo que queréis de mí.
El emperador lo miró con ojos que eran más profundos que los abismos entre las estrellas.
—Quiero que vuelvas y te ocupes de que se cambien los planes.
Jubad se alzó indignado.
—¡Nunca! —gritó—. ¡Antes moriré!
Por primera vez escuchó reírse al Emperador en voz alta.
—¿Piensas que conseguirías algo con ello? No seas tonto. Como ves, sé todo sobre vosotros. Podría destruir completamente todo el movimiento rebelde en una hora, hasta el último hombre y sin que quedara huella. Soy el único que sabe cuántos levantamientos y rebeliones ha habido ya y siempre he sentido placer en sofocarlos y exterminarlos. Pero esta vez no lo haré, pues el movimiento rebelde juega un importante papel en mis planes.
—¡No nos dejaremos convertir en vuestro instrumento!
—Puede que no te guste pero sois mis instrumentos desde el principio —le respondió el Emperador con sosiego, y añadió—: Yo creé el movimiento rebelde.
Los pensamientos de Jubad se detuvieron, le pareció que para siempre.
—¿Qué? —se escuchó murmurar sin fuerzas.
—Conoces la historia del movimiento —dijo el Emperador—. Hace unos trescientos años apareció en los mundos de la frontera un hombre que pronunciaba discursos de rebeldía y que supo unir a mucha gente contra el poder del Emperador. Él fundó la célula original del movimiento rebelde y escribió un libro que a lo largo de los siglos ha sido el libro más importante del movimiento y al que ha dado nombre. El libro se llama El viento inaudible y el nombre del hombre era Denkalsar.
—Sí.
—Ese hombre era yo.
Jubad le miró con fijeza. El suelo debajo de él parecía romperse pedazo a pedazo.
—No…
—Fue una aventura interesante. Me disfrazaba y agitaba contra el Imperio y luego volvía al palacio y combatía a los rebeldes que yo mismo había incitado. A lo largo de mi vida he viajado infinitas veces disfrazado, pero éste fue mi mayor reto. Y tuve éxito. El movimiento rebelde creció y creció, imparable…
—No lo creo.
El Emperador se rio compasivo.
—Fíjate solamente en el nombre. Denkalsar: se trata de un anagrama de mi nombre, Aleksandr. ¿No se os ha ocurrido nunca?
El suelo bajo Jubad pareció ceder definitivamente. El abismo se abría y quería tragárselo.
—Pero… ¿por qué? —exhaló—. ¿Por qué todo esto?
Ya conocía la respuesta. No había sido más que un juego que el Emperador, en su hastío, había jugado consigo mismo, para pasar el tiempo. Todo en lo que él, Jubad, con todas las fibras de su ser había creído, servía en realidad únicamente para la diversión del gobernante inmortal y todopoderoso. Él había hecho surgir el movimiento rebelde, él lo destruiría de nuevo cuando estuviera harto.
No parecía haber ninguna oportunidad, ninguna esperanza contra su omnipresencia. Su lucha había carecido de posibilidades de éxito desde el principio. Quizás, pensó Jubad confusamente, era de verdad el dios por el que se le tenía.
El Emperador lo miró largo tiempo, en silencio, pero no parecía verle en realidad. Su mirada estaba ausente. Recuerdos, recuerdos de hacía miles de años, se reflejaban en su rostro.
—Hace ya mucho, y puede ser difícil de imaginar, pero también yo fui una vez un hombre joven, de la misma edad que tú ahora —comenzó a contar lentamente—. Era consciente de que sólo tenía una chispa de vida y fuera lo que fuera lo que quisiera, tenía que alcanzarlo antes de que esa chispa se extinguiera. Y yo quería mucho. Yo quería todo. Mis sueños no conocían fronteras y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para hacerlos realidad, obligarme a lo más extremo para alcanzar lo más elevado. Quería conseguir lo que nadie había conseguido jamás. Quería ser amo de todas las clases, vencedor en todas las disciplinas, quería tener el universo en mi mano y su pasado y su futuro.
Hizo un vago gesto.
—Los contenidos de las conciencias de los emperadores anteriores a mí siguen viviendo en mi interior y por ello sé que a ellos les impulsaba la misma idea. En mi juventud gobernaba el Emperador Aleksandr X, y yo estaba decidido a ser su sucesor. Conseguí ser admitido en su escuela de Hijos del Emperador y mentí y engañé, soborné y asesiné hasta que me convertí en su favorito. En su lecho de muerte me otorgó el gobierno sobre el Imperio, me confió el secreto de la larga vida y me aceptó en el círculo de los emperadores.
Jubad estaba absorto escuchando al Emperador. Sentía vértigo al intentar hacerse una idea del inimaginable intervalo de tiempo que había transcurrido desde que había sucedido todo aquello.
—Pero había todavía más que conseguir, más que conquistar. Yo tenía poder y una larga vida y luché por lograr todavía más poder y más larga vida. No descansé hasta que la longevidad se hubo convertido en inmortalidad. Llevé a cabo guerra tras guerra para extender cada vez más las fronteras del Imperio. Cuanto más poder tenía, más sediento de poder me volvía. No había final. Era una fiebre lo que nos impulsaba. Fuera lo que fuera lo que teníamos, siempre había la promesa de más todavía.
La mirada del Emperador estaba dirigida hacia la proyección estelar.
—Hemos alcanzado el poder, lo hemos retenido y saboreado sin piedad alguna. Hemos llevado a cabo guerras, aplastamos y exterminamos pueblos, y siempre hemos realizado nuestra voluntad. No ha habido nadie que pudiera oponérsenos. Hemos cometido crímenes al lado de los cuales toda la historia parece un cuento para niños, crímenes para los que el lenguaje no conoce palabras y que la fantasía no es capaz de imaginar. Y nadie nos pidió que paráramos. Nos hemos bañado en sangre hasta las caderas y ningún rayo nos destruyó. Hemos hecho amontonar los cráneos en montañas y ningún poder más alto se nos ha opuesto. Hicimos fluir ríos de sangre humana y ningún dios intervino. Así que decidimos que nosotros mismos éramos dioses.
Jubad apenas se atrevía a respirar. Tenía la sensación de estar ahogándose, de estar siendo aplastado por lo que oía.
—Teníamos el poder sobre los cuerpos y nos dispusimos a conquistar el poder sobre los corazones. Todo mortal, bajo el sol que fuera, nos temía, pero eso ya no nos bastaba: tenían que aprender a amarnos. Enviamos sacerdotes que santificaron nuestro nombre y nuestro poder en todas las galaxias y logramos expulsar las antiguas imágenes de los dioses del corazón de los seres humanos y tomar nosotros mismos su lugar.
El Emperador guardó silencio. Jubad le miró fijamente y sin moverse. El aire en la habitación parecía estar hecho de acero masivo.
Con un movimiento interminablemente lento, el Emperador se volvió hacia él.
—He alcanzado lo que quería. Poder absoluto. Vida eterna. Todo —dijo—. Y ahora sé que no tenía sentido.
Jubad percibió una monotonía inexpresable en aquellas palabras y reconoció de pronto que aquél era el olor del Imperio, aquel entumecimiento sin respiración, aquella oscuridad sin esperanzas. Una putrefacción que no se extendía porque el tiempo se había parado.
—El poder es una promesa que sólo existe en tanto haya obstáculos que te alejen de él. Nosotros hemos acumulado un poder sin medida, pero con ello no hemos resuelto el enigma del ser. Hemos estado mucho más cerca de los dioses que los humanos normales y corrientes, pero se nos ha negado la perfección. El Imperio, tan grande como es, no es más que un grano de polvo en el universo, pero es previsible que más poder tampoco nos acerque a la perfección. ¿Tengo que conquistar otra galaxia más? ¿De qué serviría? Jamás hemos encontrado otros seres que fueran comparables a nosotros, los humanos, y los seres humanos sin excepción alguna viven bajo mi poder. Y de este modo reina la inmovilidad desde hace milenios, nada más se mueve, todo funciona, pero nada nuevo sucede. En lo que a mí respecta, el tiempo ha dejado de existir. Es igual ahora si he vivido cien mil años o solamente uno, no tiene sentido seguir ese camino. Hemos reconocido que nuestra búsqueda ha fracasado y hemos decidido liberar a los hombres de nuestro yugo, devolverles lo que les habíamos quitado y no guardar nada de ello.
Las palabras caían como golpes de martillo en el silencio. Jubad no podía librarse de la sensación de haberse disuelto en humo.
—¿Entiendes lo que quiero decir con ello? —preguntó el Emperador.
Sí. No. No, no lo entendía. Había dejado de intentar comprender nada.
—Hemos decidido morir —dijo el Emperador que de alguna forma misteriosa albergaba los recuerdos de sus predecesores.
—¿Morir?
No. No entendía nada.
—Quien ha alcanzado tanto poder como nosotros no se librará nunca de él —respondió el Emperador con serenidad—. Por eso tenemos que morir. El problema es que el Imperio, sin el Emperador, no puede seguir existiendo. Los seres humanos son demasiado dependientes de mí. Si simplemente desapareciera, no tendrían futuro. No puedo dejar sin más mi dominio sin que eso signifique condenarlos a todos a muerte. Para resolver ese problema he formado el movimiento rebelde.
—Ah. —Jubad sintió voces dentro de él que empezaban a dudar y que tenían todo aquello por una inescrutable maniobra del tirano, pero un conocimiento profundo, que surgía del interior de su corazón, le decía que el Emperador era completamente sincero.
—Crear un yugo espiritual es fácil, pero expulsarlo de nuevo de las cabezas de los seres humanos es difícil. Los seres humanos no tienen futuro si no se liberan de mi dominio espiritual. Por eso, el objetivo del movimiento rebelde era unir personas e instruirlas en la libertad espiritual.
El Emperador hizo que se cerrara de nuevo la pared que cubría la proyección del Imperio.
—Eso ya se ha conseguido. Nos acercamos a la fase final de mi plan y ahora os toca a vosotros. Tenéis que conquistar el mundo central, matarme, tenéis que alzaros con el gobierno y dividir el imperio de nuevo en partes más pequeñas y viables. Y sobre todo tenéis que extirpar de raíz del pensamiento de los seres humanos la creencia en mí como dios emperador.
Jubad se dio cuenta de que llevaba ya un buen rato conteniendo el aliento y respiró hondo. Un peso inhumano pareció alejarse de él, la atmósfera de oscuridad casi física se aligeró.
—Pero ¿cómo tenemos que hacerlo? —preguntó.
—Ahora te lo aclararé —dijo el Emperador—. Conozco vuestros planes. No tienen posibilidades. A ti se te devolverá a tu celda después de nuestra conversación y así podrás huir. Mi departamento de contraespionaje ha organizado todo para que sea completamente creíble. No te dejes engañar, no es más que un montaje. Lo han preparado de tal modo que durante tu fuga te hagas con unos documentos en los que se muestra un punto débil en la defensa del mundo central. También esos planes son falsos. Si atacarais ese presunto punto débil, caeríais en una trampa sin salida. En vez de eso, comenzaréis sólo un ataque simulado y dirigiréis vuestro verdadero ataque al punto de apoyo Tauta. Tauta, tienes que acordarte de ese nombre. Tauta es uno de mis puntos de apoyo desde los que actúo camuflado. Allí existe un túnel dimensional secreto que termina directamente aquí, en el palacio. De este modo podréis burlar toda la defensa planetaria y ocupar el palacio desde dentro.
A Jubad se le cortó el aliento. Nadie hubiera creído posible la existencia de un pasadizo así.
—Y ahora, acerca de mi muerte —continuó el Emperador en igual tono—. Tú me matarás. Cuando ataquéis, yo estaré esperándote aquí, en esta habitación. Me matarás con un disparo en el pecho. ¡Y prepárate! Tú mismo has experimentado que no es fácil atacarme. ¡Cuando nos encontremos la próxima vez habrás de poder hacerlo!
Jubad asintió sin entender nada.
—Sí.
—Dos cosas son importantes —le comunicó el gobernante—. En primer lugar habréis de mostrar mi cuerpo a través de todos los canales de comunicación, para demostrar que estoy muerto. Ponedlo en una forma denigrante, por ejemplo colgándolo por los pies. No tenéis que mostrar consideración alguna, eso sería pernicioso. Piensa en que, por encima de todas las cosas, tenéis que derribar la creencia en el Emperador. Debéis mostrar que yo también era simplemente un mortal, pese a mi larga vida. Y tenéis que demostrar que se trata de verdad de mi cadáver; por ello, deja intacta la cabeza. No creas que tenéis una tarea fácil. No hay nada más difícil de extirpar que una religión, por muy falsa que sea.
Jubad asintió.
—La segunda cosa nos concierne a ambos, a ti y a mí —continuó el antiquísimo hombre y miró al rebelde inquisitivamente—. Es importante que te lleves esta conversación a la tumba como un secreto.
—¿Por qué?
—Los seres humanos deben creer que ellos mismos han recuperado la libertad. Tienen que poder estar orgullosos de su victoria. Ese orgullo les ayudará durante los tiempos difíciles que vendrán. No deben jamás enterarse de que no fue su victoria. Jamás. No deben enterarse de que habían perdido por completo su libertad y de que fue necesaria mi intervención para devolvérsela. Por el respeto por sí mismos de las generaciones futuras, por el futuro de todas las voluntades humanas, habrás de guardar silencio.
Jubad, el rebelde, miró al Emperador a los ojos y vio un abismal cansancio. Asintió, y fue como una promesa solemne.
Cuando medio año más tarde los rebeldes conquistaron el palacio, Jubad se separó inadvertido de su comando. Habían sorprendido por completo a la guardia palaciega. Había disparos por doquier, pero no cabía duda alguna sobre cuál sería el desenlace de la lucha. Jubad alcanzó sin necesidad de combatir los arrabales del gigantesco palacio y entró por fin en la habitación en la que le esperaba el Emperador.
Estaba en el mismo lugar en el que Jubad le había visto por última vez. Esta vez llevaba su uniforme de gala oficial y la capa imperial sobre los hombros.
—Jubad —dijo directamente cuando el rebelde entró—. ¿Estás dispuesto esta vez?
—Sí —le respondió Jubad.
—Entonces, terminemos.
Jubad sacó su pistola de rayos y la sopesó vacilante en su mano. Contempló al Emperador, que estaba de pie sereno y le devolvía la mirada.
—¿Sientes remordimientos por lo que hiciste? —le preguntó el rebelde.
El Emperador alzó la cabeza.
—No —dijo. La pregunta parecía haberle sorprendido.
Jubad no dijo nada.
—No —repitió por fin el Emperador—. No. Vine a este mundo sin saber para qué servía la vida. El poder era la única promesa que parecía ofrecer la perfección de esa vida, y yo la seguí, lo suficientemente lejos como para reconocer que era una falsa promesa y que ese camino no conduce a nada. Pero lo intenté. Si no recibimos respuesta alguna a nuestras preguntas, al menos es el derecho inalienable de todo ser vivo el buscarlas. Con todos los medios, por todos los caminos y con todas las fuerzas. Lo que hice era mi derecho.
Jubad se estremeció bajo la dureza de sus palabras. El Emperador estaba amargado contra todos, incluso contra sí mismo. Ni siquiera al final soltaba las riendas que había tenido en su mano durante cien mil años. Incluso en la muerte y más allá, era él quien decidía el destino de la humanidad.
Tiene razón, reconoció Jubad turbado. Jamás se librará del poder que ha alcanzado.
Percibió la culata del arma como un peso en su mano.
—Quizás un tribunal juzgara de otro modo.
—Tienes que matarme. Si quedo con vida, fracasaréis.
—Quizás.
Jubad se había preparado para la ira del Emperador, pero para su sorpresa solamente leyó en sus ojos asco y tedio.
—Vosotros, mortales, sois afortunados —dijo lentamente el gobernante—. No vivís lo suficiente para saber que todas las cosas son vanas y que la vida no tiene sentido. ¿Por qué piensas que he hecho todo esto, todo el esfuerzo que me he tomado? Me hubiera llevado conmigo a la muerte a toda la humanidad si hubiera querido. Pero no quiero. No quiero tener absolutamente nada que ver con la existencia.
Desde fuera les llegaron gritos y el sonido de disparos. La lucha se iba acercando.
—¡Dispara ahora! —ordenó el Emperador bruscamente.
Y Jubad levantó su arma en un movimiento reflejo e inconsciente y disparó al Emperador en el pecho.
Más tarde le celebraron como libertador, como vencedor del tirano. Sonrió a las cámaras, adoptó poses triunfales y pronunció discursos entre ovaciones de júbilo, pero durante todo ello era consciente de que sólo interpretaba su papel de vencedor. Sólo él sabía que no era vencedor de nada.
Hasta el fin de su vida se preguntaría si también aquel último de todos los momentos pertenecía también al plan del Emperador.
La mera razón no resiste el paso del tiempo, cambia y se transforma. Pero la vergüenza es como una herida que nunca se deja al descubierto y que por ello jamás se cura. Él mantendría su promesa y guardaría silencio, pero no a causa de un razonamiento, sino por vergüenza. Guardaría silencio a causa de aquel único momento: aquél en el que el rebelde había obedecido al Emperador…