11
Jubad

Su mano izquierda sujetaba la derecha encima del pecho, un gesto que le había vuelto su emblema y que era imitado a menudo tanto por epígonos como por envidiosos. Su mirada se paseaba por jardines inundados de sol y arriates rebosantes de flores, sobre brillantes lagos y paseos paradisíacos, pero no veía nada, sólo la lobreguez borrosa y gris de una era desaparecida. Su coche seguía un camino que serpenteaba juguetón entre imponentes construcciones de todas las épocas y que le conduciría al centro del antiguo palacio imperial. Pero ante los ojos de Jubad sólo se elevaba la columnata oscura y maciza que acababa de abandonar.

El archivo del Emperador… Siempre había evitado penetrar en el antiquísimo edificio que albergaba los documentos y los artefactos de toda la época imperial. Quizás tuviera que haberlo evitado también hoy. Pero por algún motivo le había parecido inevitable tomar parte en la reunión que había tenido lugar allí, incluso aunque ya ni siquiera recordara ese motivo.

Al final había emprendido una verdadera huida. Había dicho que sí a todo y había escapado, como si tuviera que huir del espíritu del gobernante muerto. De pronto Jubad tuvo que tomar aliento, pesada y dolorosamente, y con el rabillo del ojo percibió una preocupada mirada de su chofer. Quiso decir algo para tranquilizarlo pero no supo el qué. Tampoco sabía ya casi de qué habían hablado durante la conversación, hasta tal punto tenía que luchar contra las olas del recuerdo que amenazaban con anegarlo. El recuerdo de un pasado que había decidido su vida.

Berenko Kebar Jubad. Hacía tiempo que su propio nombre le parecía el de otro hombre, tan a menudo lo había oído en alocuciones y leído en libros de historia. Jubad, el libertador. Jubad, el vencedor del tirano. Jubad, el hombre que había matado al Emperador.

Él mismo llevaba la vida de un gobernante desde el final del Imperio. Estaba en el Consejo de los Rebeldes, hablaba delante del parlamento. Donde quiera que fuera y dijera lo que dijera, siempre contemplaba miradas temerosas y afecto respetuoso. Dado que se le escuchaba, en buena medida era suyo también el crédito de que a la región de Tempesh-Kutraan se le hubiera concedido la independencia, y también la pacificación de la provincia de Baquion era, al menos en cierta medida, su obra. Pero de estos logros no se acordarían las generaciones futuras. Lo que se recordaría por todos los tiempos sería al hombre que había dirigido el golpe mortal contra el déspota.

Siguiendo un súbito impulso hizo que el chofer detuviera el coche.

—Voy a ir andando un rato —dijo, y añadió, al darse cuenta de la mirada preocupada del hombre—. No soy tan viejo como parezco. Todos debieran saberlo.

Tenía cincuenta y cuatro años, pero a menudo le calculaban setenta. Y casi se sentía así cuando se bajó del coche. Se quedó de pie y esperó a que el coche desapareciera de la vista.

Luego respiró profundamente y miró a su alrededor. Estaba solo. Solo en un pequeño jardín repleto de arbustos de un verde azulado, con delicadas plumas y capullos de color rojo oscuro. En algún lugar, un pájaro cantaba una triste canción, una serie siempre igual de tonos. Parecía como si estuviera ensayando diligentemente.

Jubad cerró los ojos, escuchó el canto del pájaro, que le recordaba más a una música de flauta que a los pájaros de su tierra, y saboreó el calor del sol sobre su rostro. Maravilloso, pensó, simplemente estar aquí, donde sea, y no ser importante. No ser observado por nadie. Simplemente vivir.

Para su sorpresa, cuando abrió de nuevo los ojos había un muchacho delante de él y le miraba fijamente. No le había oído acercarse.

—Tú eres Jubad, ¿no es verdad? —dijo el niño.

Jubad asintió.

—Sí.

—¿Estabas pensando en un problema complicado? —quiso saber el chaval—. Por eso no te he molestado.

—Eso ha sido muy amable de tu parte —opinó Jubad, sonriendo—. Pero no estaba pensando en nada especial. Solamente estaba oyendo los pájaros.

El muchacho abrió mucho los ojos.

—¿En serio?

—En serio —le aseguró Jubad.

Contempló al niño, que movía las caderas intranquilo y a todas luces quería decir algo. Por fin, le salió de dentro:

—¡Quiero preguntarte algo importante!

—¿Sí? —dijo Jubad con desgana—. Pregunta entonces.

—¿Es verdad que tú mataste al malvado Emperador?

—Sí, es verdad. Pero hace mucho de eso.

—¿Y estaba muerto de verdad? ¿Te fijaste bien?

—Me fijé muy bien —le aseguró Jubad, tan serio como le era posible. Tuvo que hacer esfuerzos para controlar su risa—. El Emperador estaba muerto de verdad.

El muchacho pareció de pronto muy preocupado.

—Mi padre dice siempre que todo eso no es verdad. Dice que el Emperador vive todavía y que sólo ha dejado su cuerpo para seguir viviendo en las estrellas y los planetas. Él tiene muchas fotos del emperador en su habitación y dice que eres un embustero. ¿Es verdad eso? ¿Eres un embustero?

Un dolor bien conocido atravesó a Jubad. El pasado. Jamás le dejaría en paz.

—Mira —aclaró con cuidado—, cuando tu padre era un niño, como tú ahora, entonces gobernaba todavía el Emperador, y tu padre tenía que ir, como todos los niños, a una escuela sacerdotal. Allí los sacerdotes le hicieron daño y le llenaron con un miedo enorme a hacer algo alguna vez que no le gustara al Emperador. Y ese miedo no le ha abandonado durante toda su vida. Todavía hoy tiene miedo, por eso dice esas cosas. ¿Lo entiendes?

Era pedir demasiado a un niño que igual tenía cuatro o cinco años y que ya se veía obligado a romperse la cabeza con tales cosas porque quería a su padre.

La pequeña cabeza se esforzó terriblemente durante un instante, mientras el niño intentaba llegar a una conclusión. Pero de pronto todo el esfuerzo desapareció como si lo borraran y su rostro se volvió radiante.

—¡Yo no creo que seas un embustero!

—Gracias —dijo Jubad con sequedad.

—Además —continuó alegre el chaval—, seguramente el Emperador te hubiera castigado severamente si siguiera vivo.

Con ello se alejó saltando, aliviado y lleno de energía.

Jubad lo miró, de algún modo sorprendido con aquel modo infantil de ver las cosas.

—Sí —murmuró por fin—. Ése es un pensamiento muy lógico.

Cuando Jubad entró en su casa, vio un hombre a la mesa, tranquilo, como si esperara allí desde hacía algún tiempo. Junto a su mano, que descansaba sobre la mesa, había una pequeña maleta oscura.

Jubad se detuvo un momento, luego cerró la puerta pensativo.

—¿Otra vez ha llegado el momento?

—Sí —dijo el hombre.

Jubad asintió, luego se puso a cerrar todos los postigos de las ventanas. Afuera había comenzado ya el crepúsculo y algunas de las siete lunas colgaban en el cielo oscuro como bordadas en terciopelo negro.

Desde una de sus ventanas tenía Jubad una hermosa vista de la gran cúpula que conformaba el centro del palacio. La cúpula albergaba los lujosos aposentos privados del antiguo Emperador que hoy estaban cerrados y que sólo podían ser visitados por científicos con una autorización especial. Sin embargo, años atrás había habido voces que, increíblemente, querían que él, Jubad, habitara allí, lo que él, por supuesto, había rechazado de inmediato.

—¿Te ha visto venir alguien?

—Creo que no.

—¿No estás seguro de ello?

El hombre en la mesa rio débilmente.

—Sí. Pero ya no es posible hacer desaparecer el rumor de que padeces algún tipo de enfermedad grave.

Jubad cerró el último postigo, dio la luz y se sentó también a la mesa.

—Estamos hablando de uno de los mayores secretos de estado —dijo serio—. Ni siquiera el Consejo debe enterarse de ello.

—Sí. —El hombre abrió la pequeña maleta, tomó una jeringuilla y comenzó a llenarla de un líquido azul claro—. Pero ¿cuánto tiempo vas a aguantarlo tú todavía?

—Tanto como sea posible.

Se negaba a volverse supersticioso. Era una casualidad, nada más. Debía de haberse infectado con el virus en su juventud, probablemente incluso en su primer viaje por orden del Consejo rebelde, un viaje que le había llevado hasta Jehemba. Y luego, la enfermedad se había incubado en su interior, durante largos años, sin los mínimos síntomas.

El líquido en la jeringuilla se fue volviendo más oscuro poco a poco. Tan pronto como alcanzara un determinado tono oscuro, casi negro, tenía que ser inyectada. Quemaría terriblemente, durante horas, pero frenaría el progreso de la enfermedad. Jubad comenzó a quitarse la camisa.

Devorador de la estepa. Así llamaban a la enfermedad en Jehemba. Con cuidado, Jubad retiró el manguito que imitaba piel sana. Debajo de él apareció la piel de un hombre viejísimo. Arrugada y agrietada y marchita sobre fibras musculares duras y encogidas que apenas eran más gruesas que un meñique.

De pronto se vio obligado a pensar de nuevo en el archivo y en el niño. Y en un tiempo anterior, un tiempo que yacía muy, muy atrás, cuando el Emperador todavía vivía y le había tenido a él, Jubad, el rebelde, en su poder.

Tenía que seguir siendo un secreto. Nadie debía saber que el brazo derecho de Berenko Kebar Jubad se estaba secando. El brazo con el que había matado al Emperador…