Antes, éste había sido su imperio. Antes, cuando el Emperador todavía vivía. Entonces reinaba el silencio en las grandes salas de mármol que albergaban los testimonios de la gloriosa historia del Imperio y no se oía sonido alguno excepto el de sus propios pies al arrastrarse y el de su propio aliento. Aquí habían transcurrido sus días, sus años, aquí había envejecido al servicio del Emperador.
¡Aquellos momentos supremos, cuando el mismo Emperador había venido al archivo que él preservaba para quien era semejante a un dios! Amplias había hecho él abrirse siempre las enormes puertas de acero, brillantes había hecho encender todas las lámparas, para luego esperar en el escalón más bajo de la escalera semicircular hasta que llegara el coche del Emperador. Y luego había aguardado con modestia en el zaguán, un poco al margen, junto a una de las columnas, con la mirada sumisa dirigida al suelo, y su mejor pago era cuando el Emperador pasaba de largo y le saludaba con la cabeza con majestuosidad, sólo ligeramente, pero delante de todos los demás. A él, el corcovado. A él, a Emparak, su servidor más fiel. A él, que conocía el Imperio mejor que ningún otro mortal.
Pero luego vinieron los nuevos gobernantes y le degradaron al rango de criado, de administrador sin derechos de una herencia odiada, apenas bueno para pulir el precioso mármol, limpiar las cubiertas de vidrio y cambiar las lámparas gastadas. ¡Cómo los odiaba! Comisionados del Consejo Provisional para la Revisión del Archivo Imperial. Podían ir y venir como quisieran, rebuscar en todos los documentos y archivadores y ensuciar el silencio de milenios con su vociferante charla. Nada era sagrado para ellos. Y cuando hablaban con él lo hacían siempre de un modo que dejaba claro que eran jóvenes y hermosos y poderosos, y él era viejo, feo y sin derechos.
Por supuesto, el que le pusieran delante de las narices a dos mujeres había sido a propósito. Querían humillarlo. Las mujeres llevaban la nueva moda, la moda de los rebeldes, que mostraba mucho y dejaba suponer aún más, y se le pegaban tanto como para que él, con sus viejos ojos cortos de vista, se viera obligado a contemplar sus cuerpos tentadores y llenos de curvas, tan cerca como para poder tocarlos y sin embargo inalcanzables para un viejo cojo y lisiado como él.
Habían venido antes, sin avisar, como de costumbre, y se habían aposentado en la sala de lectura principal, el punto central del archivo. Emparak se quedó a la sombra de las columnas de la zona de entrada y les observaba. La mujer pelirroja estaba sentada en el centro. Rhuna Orlona Pernautan. ¡Cómo se las daban siempre de grandes estos rebeldes, con sus tres nombres! Junto a ella estaba la mujer del interminable cabello rubio. Por lo que sabía, era la asistenta de la pelirroja. Lamita Terget Utmanasalen. Se habían traído a un hombre al que Emparak no había visto antes. Pero sabía quién era por los documentos gubernamentales. Borlid Ewo Kenneken, miembro de la comisión para la administración del legado imperial.
—¡Vamos muy atrasados! —gritó la pelirroja—. Vendrá en dos horas y nosotros ni siquiera tenemos un concepto. ¿Cómo os lo planteáis?
El hombre abrió una gran bolsa y sacó un montón de expedientes.
—Tiene que funcionar. Y no necesita ser perfecto. Sólo necesita un informe corto y claro que le proporcione las bases para tomar una decisión.
—¿Cuánto tiempo tendrá para nosotros? —preguntó la rubia.
—Como mucho una hora —le respondió el hombre—. Nos tendremos que limitar a lo esencial.
Emparak sabía que le consideraban simple y senil. Cada uno de sus movimientos, cada una de las palabras que le dirigían, los traicionaba. Bueno, que lo creyeran. Ya llegaría su hora.
Oh, él sabía exactamente qué aspecto tenía hoy el Imperio. Nada se le ocultaba al archivero del Emperador. Tenía sus fuentes y canales por los que fluía todo lo que quería saber. Por lo menos esto le quedaba.
—¿Qué es lo que conoce de los antecedentes de la expedición a Gheera?
—Sabe lo del descubrimiento del mapa estelar en Eswerlund. Era uno de los consejeros que votó por el envío de la expedición.
—Bien. Eso quiere decir que al menos podemos ahorrarnos esa parte. ¿Qué es lo que sabe de los informes habidos hasta ahora?
—Casi nada. —La rubia miró a su compañera buscando apoyo—. Por lo que yo sé.
—Por lo que yo sé también —respondió ella—. Lo mejor es que le expongamos una breve cronología de los acontecimientos, un resumen de, digamos, un cuarto de hora. Así le quedará tiempo para preguntas…
—¡Para las que, por supuesto, tenemos que estar preparados! —intervino el hombre.
—Sí.
—Comencemos —propuso la pelirroja—. Lamita, podrías llevar una lista para apuntar las posibles preguntas que se nos ocurran en torno a puntos concretos.
Emparak observó cómo la mujer rubia tomaba un cuaderno y una pluma y cómo su cabello caía hacia delante al inclinarse para tomar notas. Le gustaba, por supuesto, y antes él hubiera… pero era tan joven. Tan ignorante. Estaba sentada en medio de decenas de miles de años de historia y no percibía nada de ello. Y eso él no se lo podía perdonar a nadie.
¿Acaso no sabían que antes se había sentado él allí? Emparak todavía lo veía todo ante sí, como si no hubiera pasado el tiempo desde entonces. Allí, en la mesa oval, se sentaba el Emperador y estudiaba los documentos que su archivero le había traído. No había nadie más presente. Emparak estaba de pie sumiso a la sombra de las columnas que se alzaban hacia lo alto a lo largo de la sala y que sujetaban la cúpula de cristal de la que caía una luz mortecina y que sumergía la escena en un resplandor que hacía pensar en la eternidad. El Emperador volvía las páginas con la inimitable y graciosa manera que correspondía a la soltura de su poder y leía, tranquilo y atento. Alrededor, diez puertas altas y oscuras conducían a diez corredores radiales a lo largo de los cuales se extendían las estanterías con libros, los soportes de datos y las cápsulas de archivos. En las diez paredes que había entre las puertas colgaban los retratos de los diez antecesores del Emperador. Para su propio retrato no había previsto lugar puesto que había dicho que él gobernaría hasta el fin de todos los tiempos…
Y ahora había llegado, quizás, el fin de todos los tiempos. Estos jóvenes lo encarnaban con su actividad ruidosa y superficial. No entendían nada, nada. En su orgullo sin límites se habían atrevido a destronar al Dios Emperador, incluso a matarlo. Emparak percibió cómo, ante aquellos pensamientos, su corazón empezaba a latir a toda prisa a causa de la rabia.
Él sabía cómo había sido antes el Imperio y sabía cómo era ahora. La tarea era demasiado para ellos, por supuesto. Los seres humanos pasaban hambre de nuevo, y se extendían epidemias cuyos nombres habían sido olvidados durante milenios. Todo se pudría, en muchos lugares se desarrollaban sangrientas guerras y todo se iba al infierno. Ellos habían trinchado el cuerpo del Imperio, lo habían destripado con el corazón aún latiendo y lo habían desgarrado en crudos jirones. Y mientras llevaban esto a cabo se hacían los importantes y prometían la «libertad».
El hombre se echó hacia atrás en su sillón y apoyó la cabeza en las manos que tenía unidas y desplegadas como un abanico.
—Bien. ¿Con qué empezamos? Sugiero que con la nave expedicionaria que encontró los primeros indicios de las alfombras de cabellos. La nave se llama Kalyt 9, y el hombre a quien le debemos esos indicios se llama Nillian Jegetar Cuain.
—¿Es importante el nombre?
—En sí no. Pero he oído que es un pariente lejano del consejero. Quizás estuviera bien mencionarle por su nombre.
—Bien. ¿Qué pasa con él?
—Ha desaparecido. Según las declaraciones de su acompañante, contraviniendo una orden expresa aterrizó en el planeta G-101/2 en el sector HA/31. Tenemos informes de radio suyos y algunas fotos, aunque ninguna de una alfombra de cabellos. Nillian descubrió las alfombras pero desapareció entonces.
—¿No se le buscó?
—Hubo algunos malentendidos con órdenes que se superpusieron. Su acompañante lo dejó en la estacada y volvió a la base y la nave de rescate no llegó hasta semanas después y no encontró huella alguna de Nillian.
La mujer pelirroja golpeteó nerviosa sobre la superficie de la mesa con la punta de su pluma. Emparak se estremeció con aquel sonido, que a sus oídos sonaba casi obsceno. Aquella mesa era ya vieja cuando el mundo natal de aquella mujer ni siquiera había sido colonizado.
—No sé si debiéramos extendernos tanto en ello —opinó—. Seguramente habrá una investigación, todo esto no es más que una historia desgraciada de las que suceden a veces, pero en realidad no aporta nada al problema. Lo importante es sólo que ese Nillian descubrió las alfombras y que a partir de ello se comenzó a investigar el asunto.
—Correcto. Es más importante presentar lo que son esas alfombras de cabellos y lo que significan. Se trata de alfombras muy grandes, de nudos extremadamente densos, que se tejen a partir de cabellos humanos. Los que las hacen se llaman tejedores de alfombras de cabellos. Utilizan solamente los cabellos de sus mujeres e hijas y todo el proceso es tan increíblemente laborioso que un tejedor de cabellos tiene que emplear toda su vida para tejer una sola alfombra.
La rubia alzó un poco la mano.
—¿Podemos mostrar un ejemplar de estas alfombras? —preguntó.
—Por desgracia no —concedió el hombre—. Por supuesto, hemos requerido una y se nos ha aceptado el requerimiento, pero hasta hoy por la mañana no hay nada. Tenía la esperanza de que en el archivo…
—No —dijo de inmediato la rubia—. Hemos mirado. No hay nada parecido en el archivo.
En su silencioso rincón junto a las columnas, Emparak se rio. Nivel 2, pasillo L, sector 967. Por supuesto que el archivo contenía una alfombra. El archivo lo tenía todo. Sólo había que encontrarlo.
El hombre miró su reloj.
—Bien, sigamos. Tenemos que dejar claro lo que son esas alfombras y el increíble esfuerzo que hay detrás de ellas. Como el informe sociológico detalla, la población planetaria completa no se ocupa de otra cosa que de ello.
La mujer pelirroja asintió.
—Sí. Eso es importante.
—¿Y qué sucede con todas esas alfombras de cabellos? —preguntó la rubia.
—Ése es otro punto decisivo que tenemos que acentuar. Todo el entorno de la producción de las alfombras de cabellos tiene una motivación religiosa. Y con ello me refiero a la antigua religión de estado: el Emperador como Dios, como Creador y Mantenedor del Universo y demás.
—¿El Emperador?
—Sí. Fuera de toda duda. Tienen hasta fotos suyas. Con ello además queda probado que la parte de la galaxia Gheera que está poblada por seres humanos efectivamente constituyó en algún momento parte del Imperio. La estructura religiosa y del poder político es la misma que en las partes conocidas del Imperio y el idioma común en los mundos de Gheera es un dialecto de nuestro paisi, tal y como, según los filólogos, se hablaba hace ochenta mil años.
—Con esto tenemos un punto de referencia de cuándo se rompió el contacto entre Gheera y el resto del Imperio.
—Justamente. Por cierto, en muchos de esos mundos se hallan huellas de explosiones atómicas ocurridas hace mucho tiempo, productos de desintegración de larga vida y demás, los cuales señalan hacia los correspondientes enfrentamientos bélicos. Esas huellas han sido datadas también al menos en ochenta mil años.
—Eso refuerza la teoría.
—Pero ¿qué es lo que tiene esto que ver con los tejedores de cabellos? —se empeñó la mujer rubia.
—Los tejedores de cabellos realizan esas alfombras como servicio para el Emperador. Creen que las alfombras están destinadas para el palacio del Emperador.
Silencio desconcertado.
—¿Para el palacio del Emperador?
—Sí.
—Pero en el palacio no hay nada que se pueda tomar por una alfombra de cabellos.
—Cierto. Éste es el enigma.
—Pero… —La mujer rubia comenzó a contar—. Debieran de ser muchísimas las alfombras que se hayan reunido allí. Un mundo entero, con una población de aproximadamente…
—Son cantidades inmensas —replicó el hombre—. Ahórrate el esfuerzo, todavía viene algo mejor. La gente de G-101/2 cree que sólo ellos producen alfombras de cabellos. Saben que los dominios del Emperador abarcan muchos mundos, pero creen que los otros mundos producen otras cosas para el palacio del Emperador. Una especie de división del trabajo interplanetaria. —Contempló con entusiasmo las uñas de sus dedos—. Ahora bien, poco después la expedición a Gheera descubrió un segundo mundo cuya población también produce alfombras y también creen que ellos son los únicos.
—¿Dos mundos? —se asombraron las mujeres.
El hombre miró de una a otra y disfrutó la tensión expectante que se dibujaba en sus rostros.
—Del último informe de la expedición se desprende —continuó, saboreando cada palabra— que hasta ahora han encontrado ocho mil trescientos cuarenta y siete planetas en los que se tejen alfombras de cabellos.
—¿Ocho mil…?
—Y no parece haber un final. —El hombre golpeó sonoramente con la palma de la mano sobre la mesa—. Ése es el punto que tenemos que transmitir. Algo sucede allí y no sabemos el qué.
Yo lo sé, pensó Emparak lleno de deleite. También el archivo lo sabe. Y si tú supieras buscar lo podrías saber también…
La mujer rubia se levantó y se acercó a Emparak, manteniendo sus poderosos pechos casi delante del rostro del jorobado archivero.
—Emparak, ahora tenemos dos indicios —dijo, mirándole—. Ochenta mil años. Galaxia Gheera. ¿Podemos encontrar algo en el archivo?
—¿La galaxia Gheera? —carraspeó Emparak. Ella le había asustado con su repentino acercamiento, y la proximidad de su cuerpo delicioso despertó dormidos deseos en él que le dominaron por completo y le robaron el habla.
—¡Déjale, Lamita! —gritó la bruja pelirroja desde atrás—. Ya lo he intentado a menudo. No tiene ni idea y el archivo es un caos, sin sistema alguno.
La joven se encogió de hombros y volvió a su lugar. Emparak miró fijamente a la pelirroja, ardiendo de rabia. Ella se había atrevido. Cientos y miles habían fracasado en su intento de pisotear la herencia de un hombre como el Emperador, pero ella se había atrevido a decir que el archivo era un caos. ¿Cómo llamaba ella entonces a lo que ese autodenominado Consejo Provisional había hecho allá afuera? ¿Qué palabra tenía ella para la pérdida de orientación sin límites de los seres humanos cuyas vidas habían destruido, para la decadencia de las costumbres, para la degradación que se iba extendiendo? ¿Cómo quería ella denominar al resultado de su infinito fracaso?
—¿Qué sucede entonces en Gheera con las alfombras? —preguntó la pelirroja—. Deben estar amontonadas en algún sitio.
—El transporte de las alfombras de cabellos lo lleva a cabo una flota de naves bastante anticuadas pero completamente satisfactorias para la navegación espacial —informó el hombre—. Hay una casta responsable de esto, los navegantes imperiales. Ellos son los que conservan la herencia tecnológica, mientras que en los planetas mismos sólo se encuentran primitivas culturas posatómicas.
—¿Y a dónde transportan las alfombras?
—La expedición pudo seguirlos hasta una gigantesca estación espacial que orbita alrededor de una estrella doble sin planetas. Una de ambas estrellas es, por cierto, un agujero negro. No sé si esto quiere decir algo.
—¿Qué se sabe sobre esa estación espacial?
—Nada, excepto que está extremadamente bien vigilada y armada. Una de nuestras naves, el crucero ligero Evluut, fue atacado al acercarse y lo dañaron severamente.
Por supuesto. Hasta el día de hoy no podía Emparak comprender cómo los rebeldes, esos creídos y debiluchos metomentodos, habían conseguido derribar al todopoderoso e inmortal Emperador y hacerse con el Imperio. ¡Los rebeldes no sabían luchar! Mentir, engañar, esconderse y tejer intrigas secretas, eso sí que sabían, pero ¿luchar? Hasta el fin de sus días le resultaría imposible comprender cómo habían conseguido superar la poderosa e invencible maquinaria militar del Emperador. Ellos, de los que hubieran hecho falta diez o más para vencer a un único soldado imperial.
—Bien. —La pelirroja cerró una carpeta para dar por terminada de momento la discusión—. Ahora tenemos que prepararnos. Creo que vamos a poner un proyector y a preparar las tablas históricas, en caso de que alguien busque el contexto histórico. —Miró en dirección al viejo archivero—. ¡Emparak, necesitamos tu ayuda!
Él sabía en qué consistía esa ayuda. Tenía que buscar el aparato proyector y desplegarlo. Nada más. Y sin embargo, podría haber respondido a todas las preguntas y haber resuelto todos los enigmas en un suspiro. Si sólo hubieran sido un poco más amables con él, más solícitos, le hubieran reconocido algo más…
Pero él no les iba a comprar su reconocimiento. Que se esforzaran ellos mismos. El Emperador siempre había sabido lo que hacía.
También en esto habría tenido sus razones y no era él quién para ponerlas en duda.
Emparak se arrastró fuera de la sala de lectura hacia el zaguán y dobló hacia la derecha. No se apresuraba. Al contrario que los tres jóvenes, sabía exactamente qué hacer.
Bajó por la ancha escalera que conducía a los niveles subterráneos del archivo. Aquí la luz estaba sofocada y la vista no alcanzaba muy lejos. A ellas, a las mujeres, les gustaba quedarse arriba, entre las repisas interminables de la cúpula. Raras veces las había visto él allí abajo. Seguramente les resultaba inquietante y esto hasta él podía entenderlo. Allí abajo era imposible escapar al aliento de la historia. Allí abajo estaban almacenados artefactos increíbles, testigos de hechos inimaginables, documentos de incalculable valor. Allí abajo se podía tocar el tiempo con las manos.
Cerró la puerta de la pequeña sala de máquinas a los pies de la escalera. Ochenta mil años. Y lo decían así, ligeramente, los ignorantes, como si no fuera nada. Lo decían sin que les sobrecogiera un profundo respeto, sin sentir miedo a la vista de tal abismo de tiempo. Ochenta mil años. Era un periodo en el que poderosos imperios podían surgir y volver a hundirse y caer en el olvido. ¡Cuántas generaciones vinieron y se fueron en ese tiempo, vivieron sus vidas, albergaron esperanzas y sufrieron y realizaron cosas que luego desaparecieron en el cruel torbellino del tiempo! Ochenta mil años. Y lo decían con el mismo tono con el que hablarían de ochenta minutos.
Y aún así se trataba de sólo una parte de la incalculable historia del Imperio. Emparak asintió meditabundo para sí mismo mientras cargaba con el proyector por la escalera. Quizás debiera darles una pequeña pista. No mucho, sólo un minúsculo fragmento. Un rastro. Sólo para mostrar que él sabía más de lo que ellos suponían. Sólo para que pudieran tener una cierta idea de la grandeza de aquel hombre que ellos habían asesinado de un tiro como a un canalla. El poderoso Imperio jamás hubiera podido persistir tan largo tiempo sin aquel hombre, sin el décimo primer Emperador, que había alcanzado la inmortalidad. Sí, pensó Emparak. Sólo una pista, para que ellos mismos pudieran encontrar el resto. Con su loco orgullo, ellos no aceptarían más que eso.
—Tiene que estar a punto de llegar —dijo la pelirroja, quien miraba ahora constantemente su reloj mientras los otros ordenaban los papeles—. Por cierto, ¿qué título tenemos que usar con él?
—Su título es consejero —dijo la mujer rubia.
Emparak colocó el proyector sobre la mesa y le retiró la cubierta.
—A él no le gustan los títulos —repuso el hombre—. A él le gusta que se le dirijan por su nombre, Jubad.
Al escuchar aquel nombre, Emparak se sintió como si se hubiera convertido en hielo hasta la punta de los dedos. ¡Berenko Kebar Jubad! ¡El hombre que había matado al Emperador!
Él se había atrevido. El asesino del Emperador tenía la osadía de entrar en los lugares que conservaban la gloria del Imperio. Una afrenta. No, aún peor: simple irreflexión. Ese hombre común y corriente, estrecho de miras, no estaba en condiciones de comprender el significado de su acción, el simbolismo de esta visita. Venía aquí simplemente para escuchar un pequeño y estúpido informe de labios de pequeños y estúpidos individuos.
Que lo hiciera. Él, Emparak, estaría de pie y guardaría silencio. Él había sido el archivero del Emperador y lo seguiría siendo hasta su último suspiro. Se avergonzó de haber estado casi a punto de bailarles el agua a estos bocazas advenedizos. Nunca. Nunca más. Guardaría silencio y guardaría silencio y puliría el mármol milenario hasta que un día se le cayera el trapo de la mano.
La pelirroja se acercó a los interruptores del zaguán e hizo que una de las puertas se abriera. Sólo una. Emparak asintió satisfecho. No entendían nada de estilo, de escenificación. No tenían grandeza.
Todo el recibimiento al líder rebelde le resultó a Emparak poco más que una risible imitación. Un pequeño coche entró y de él se bajó Jubad, un hombre robusto y de pelo gris cuyos movimientos daban una sensación de nerviosismo e inquietud y que caminaba ligeramente torcido, como si le venciera el peso de sus responsabilidades. Subió los escalones a toda prisa, como una marioneta nerviosa, y luego, sin prestar atención a la lujosa atmósfera del zaguán, se dirigió directamente hacia la pelirroja para dejarse conducir por ella hasta la sala de lectura.
Emparak tomó su lugar acostumbrado junto a las columnas y observó a Jubad mientras éste oía el informe de los otros tres. Se decía que padecía de una enfermedad larga y quizás incurable. Emparak estuvo tentado de creerlo cuando vio la expresión del rostro del líder rebelde, marcada por dolores reprimidos. Podía ser una casualidad. Pero quizás se trataba del castigo del destino.
—¿Sobre el destino final de las alfombras de cabellos, entonces, no sabemos nada? —concluyó Jubad al final del informe.
—No.
—¿En el interior de la estación espacial?
—No es suficientemente grande para ello —le repuso el hombre—. Sólo hay que calcular el volumen total de las alfombras realizadas y compararlo con el volumen de la estación espacial. Es muchas veces mayor.
—Quizá no se hayan conservado las alfombras de cabellos —propuso la mujer rubia—. Quizás las destruyan.
—Puede ser —dijo Jubad casualmente. Se veía que le ocupaban pensamientos totalmente distintos—. La imagen aterradora que me acosa es que en algún lugar del universo exista todavía un palacio del Emperador por descubrir, en el que, entretanto, se amontonen las alfombras de cabellos en verdaderas montañas. Y si existe un palacio por descubrir, quien sabe que habrá en él. ¿Quizás ejércitos que yacen hibernados desde hace milenios?
La pelirroja asintió.
—¿Quizás un clon del Emperador que también sea inmortal?
—Exacto —la secundó Jubad con seriedad—. No sabemos cómo consiguió el Emperador no envejecer y vivir y vivir durante todo ese incalculable espacio de tiempo. Hay tanto que no sabemos y, en lo que se refiere a algunos secretos sin aclarar, deberíamos tener un interés mayor que el meramente académico, pues pueden ocultar peligros.
Emparak tuvo que reconocer de mala gana que el tal Jubad poseía un entendimiento asombrosamente despierto. Parecía como si algo de la grandeza del Emperador se hubiera transmitido a quien lo había derrotado. Y tenía razón: sobre la inmortalidad del Emperador ni siquiera el archivo sabía nada.
Jubad hojeó por encima los documentos mientras los otros le miraban mudos y pacientes. Se detuvo en uno de los papeles, lo leyó y se lo alcanzó al hombre.
—¿Qué es esto?
—No se encontró la estrella Gheerh —aclaró—. La flota expedicionaria fue encargada en principio de comprobar la exactitud de las cartas estelares encontradas. Algunas de las estrellas catalogadas no llevaban número sino nombre, y entre ellas, la estrella Gheerh fue imposible de encontrar.
—¿Qué quiere decir imposible de encontrar?
El otro se encogió de hombros.
—Simplemente no estaba allí. El sol junto con todos sus planetas. Simplemente los habían borrado del universo.
—¿Puede esto tener algo que ver con esa supuesta guerra de hace ochenta mil años?
—Lo que resulta curioso es la toponimia. Gheerh, Gheera. Quizás Gheerh era el mundo principal del reino llamado Gheera, y por eso fue destruido durante esa guerra.
Jubad miró a la mujer pelirroja. En sus ojos ardía un silencioso espanto.
—¿Era capaz la flota del Imperio de destruir un sistema solar por completo?
Sí, pensó Emparak. Lo hizo a menudo.
—Sí —dijo la pelirroja.
Jubad se hundió de nuevo en sus reflexiones. Miró fijamente a los papeles, como si pudiera arrancarles sus secretos.
—¿Una de las dos estrellas del sistema doble alrededor del que gira la estación espacial es un agujero negro? —preguntó de pronto.
—Sí.
—¿Desde hace cuánto tiempo?
Las mujeres y el hombre estaban sorprendidos y sin saber qué decir.
—Ni idea.
—Se trata de una constelación verdaderamente peligrosa, ¿no es cierto? El lugar más arriesgado para instalar una estación espacial, fuertes radiaciones sin pausa, el peligro constante de ser atrapados por el horizonte de sucesos… —Jubad examinó a los otros de uno en uno—. ¿Qué dicen los antiguos mapas estelares?
—Oh. —La mujer rubia se inclinó sobre su memoria de datos portátil y pulsó algunas teclas—. No dicen nada de un agujero negro. Aquí sólo está apuntada la enana roja. Ni siquiera una estrella doble.
—¡Eso significa algo! —Jubad se levantó—. Voy a interceder ante el Consejo para que una flota de guerra sea enviada a Gheera con la misión de atacar la estación espacial y tomarla. Tenemos que sacar a la luz el secreto de las alfombras de cabellos y soy de la opinión de que la estación espacial es la clave decisiva. —Hizo un significativo ademán—. Les doy las gracias.
Con ello se dirigió de nuevo hacia su coche, que se lo llevó de allí.
Con un suspiro de alivio el hombre se dejó caer hacia atrás y se desperezó.
—¿Y? —dijo en voz alta—. Ha salido bien, ¿no?
La pelirroja miró insatisfecha delante de sí, a la superficie de la mesa.
—Lo de la estrella doble ha sido penoso. Se nos tendría que haber ocurrido a nosotros mismos.
—Ah, Rhuna, ¡la eterna perfeccionista! —habló marcadamente la mujer rubia—. ¿Nunca estás contenta? Se va a actuar por fin, más no queríamos conseguir.
—Lo peor hubiera sido si él hubiera dicho: una cosa improductiva, haremos que vuelva la expedición Gheera —les señaló el hombre.
—Y quizás no haya estado tan mal que él mismo haya caído en la cuenta —opinó la rubia—. Seguro que eso le ha convencido mejor que si se lo hubiéramos dado todo masticado.
—Eso es verdad también. —La pelirroja sonrió y comenzó a ordenar sus documentos—. Así que, bien, muchachos, podemos estar contentos. Recojamos las cosas y pensemos a dónde vamos a ir a celebrarlo.
La mujer rubia le hizo una señal a Emparak.
—Puedes recoger de nuevo el proyector. Muchas gracias.
¿Por qué le daba las gracias? ¿Y por qué le miraba tan extrañamente inquisitiva?
Emparak no dijo nada. Tomó la cubierta y se arrastró hacia la mesa para colocarla de nuevo. Los tres jóvenes se fueron, cargados con sus bolsas y carpetas y sin dignarse a dirigirle ni una palabra más.
—Ya verás, averiguaremos qué es lo que pasa con las alfombras de cabellos…
Ésta fue la última frase que Emparak pudo oír, una frase que quedó todavía en el aire durante un momento, como si buscara un eco en las profundidades sin fondo del archivo.
Emparak les vio irse. Su rostro estaba impasible. Pero con el ojo de su espíritu veía el archivador que guardaba todas las respuestas y que podría haber respondido todas las preguntas.
Buscad si queréis, pensó él mientras la puerta de acero se cerraba de nuevo. Rompeos la cabeza con ello. Creéis que habéis descubierto un gran secreto. No tenéis ni idea. Ni siquiera habéis arañado la historia del Imperio.